CAPÍTULO UNO
Kevin estaba bastante seguro de que a los trece años no debían decirte que ibas a morir. Probablemente, no existía un buen momento para decirlo, para ser justos, pero desde luego no cuando tienes trece años.
—Kevin —dijo el Dr. Markham, echándose hacia delante en su silla—, ¿entiendes lo que te estoy diciendo? ¿Tienes alguna pregunta? ¿Y usted, Sra. McKenzie?
Kevin miró a su mamá, con la esperanza de que ella tuviera algo más de idea de qué decir a continuación de lo que tenía él. Con la esperanza de que tal vez él lo había entendido todo mal y ella lo explicaría. Era bajita y delgada y tenía el aspecto fuerte de alguien que ha trabajado mucho para criar sola a su hijo en Walnut Creek, California. Kevin ya era más alto que ella y una vez, solo una, ella había dicho que era igual que su padre.
Ahora mismo, parecía que estaba intentando contener las lágrimas.
—¿Está seguro de que no es un error? —preguntó—. Solo vinimos al médico por las cosas que Kevin veía.
Las cosas que él veía. Era una manera muy suave de decirlo, como si con solo hablar de todo esto lo empeorara, o trajera más. La primera vez que Kevin se lo dijo a su madre, se quedó mirándolo fijamente y después le dijo que no debería hacer caso. Finalmente, cuando se desmayó, al despertar tenía cita con el médico de cabecera.
Rápidamente habían ido del despacho del médico a hacer pruebas al hospital y después al despacho del Dr. Markham, que tenía las paredes blancas y estaba lleno de souvenirs de lo que parecían viajes a cada rincón del planeta. La primera vez que había pisado ese lugar, le había dado la sensación de ser un intento por hacer que un lugar frío y frío pareciera hogareño. Ahora pensaba que tal vez al Dr. Markham le gustaba recordar que había una vida que no incluía decir a la gente que iba a morir.
—Las alucinaciones pueden ser un factor cuando se trata de enfermedades así. Lo dijo como si no fueran reales, cosas fantasmales, pero las cosas que él veía parecían llenar el mundo cuando llegaban. Imágenes de paisajes que él no había visto, indicios de horizontes.
Y, por supuesto, los números.
—23h 06m 29,283s, -05º 02’ 28,59 —dijo —. Esto debe tener algún significado. Debe tenerlo.
El Dr. Markham negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que debe darte esa sensación, Kevin. Estoy seguro de que debes querer que todo esto signifique algo, pero ahora mismo, necesito que entiendas lo que te está sucediendo.
En parte, había sido por eso por lo que Kevin se lo había dicho a su madre desde el principio. Le había costado semanas convencerla de que no estaba bromeando o jugando a algún juego. Al principio, ella estaba segura de que no lo decía en serio. Cuando empezó a tener los dolores de cabeza, se lo tomó más en serio y le dejaba quedarse en casa y no ir a la escuela aquel día cuando el dolor era paralizante. Cuando se desmayó por primera vez, lo llevó corriendo al médico.
—¿Qué me está pasando? —preguntó Kevin. Lo extraño era lo tranquilo que se sentía –bueno, tranquilo no. Tal vez algo paralizado. Probablemente paralizado era la palabra adecuada para esto. Su mamá parecía estar a punto de derrumbarse pero, para Kevin, todo parecía lejos, todavía esperando a entrar como una tromba.
—Tienes uno de un grupo de trastornos degenerativos del cerebro conocidos como leucodistrofias —dijo el Dr. Markham—. Toma, te lo escribiré si quieres.
—Pero yo nunca he oído hablar de eso antes —dijo la mamá de Kevin, con el tono de alguien para quien eso significaba que no podía ser real. Él podía ver las lágrimas que estaba intentando contener—. ¿Cómo puede mi hijo tener algo de lo que yo nunca he oído hablar?
Ver a su mamá de esa manera era probablemente la parte más difícil para Kevin. Ella siempre había sido muy fuerte. Nunca había tenido un problema que no hubiera sido capaz de resolver. Imaginaba que ella también estaba pensando eso.
—Es una enfermedad muy rara, Sra. McKenzie —dijo el Dr. Markham—. O mejor dicho, un grupo de enfermedades, cada una de las cuales se presenta de forma diferente. Hay diferentes formas, cada una provocada por una anomalía genética que afecta a la materia blanca, lo que llamamos la vaina de mielina, del cerebro. Normalmente solo hay unos cuantos centenares de pacientes para cada una de estas enfermedades al mismo tiempo.
—Si sabe lo que las provoca, ¿no puede hacer algo? —preguntó la madre de Kevin—. ¿No existe alguna terapia genética o algo?
Kevin había visto a su madre en Internet. Ahora, le parecía saber lo que había estado mirando. No había dicho nada, pero tal vez había tenido la esperanza de estar equivocada. Tal vez había tenido la esperanza de que se había perdido algo.
—Hay terapias disponibles para algunas formas de leucodistrofias —dijo el Dr. Markham. Negó con la cabeza—. Y tenemos la esperanza de que en el futuro, podrían ayudar, pero la de Kevin no es una para la que haya un tratamiento establecido. La triste verdad es que, cuanto más rara es la enfermedad, menos investigación se ha hecho en ella, porque hay menos fondos para esa investigación.
—Debe de haber algo —dijo su madre—. Alguna opción experimental, algún estudio…
Kevin estiró el brazo para poner la mano sobre la de su madre. Era extraño que ya casi fueran del mismo tamaño.
—No pasa nada, mamá —dijo, intentando que pareciera que él lo tenía todo bajo control.
—Sí, sí que pasa. —Parecía que su mamá iba a estallar por el impacto de todo aquello—. Si no hay nada, entonces ¿qué tenemos que hacer ahora?
—Usamos los tratamientos disponibles para darle a Kevin la mejor calidad de vida que podamos —dijo el Dr. Markham—. Para el tiempo que todavía le queda. Lo siento, me gustaría tener mejores noticias.
Kevin veía que su madre se forzaba a ser valiente y recomponerse un poco a la vez. Imaginaba que lo estaba haciendo por él y casi se sentía culpable de que tuviera que hacerlo.
—¿Qué significa eso? —preguntó—. ¿Exactamente qué es lo que está proponiendo hacer por Kevin?
—Voy a recetarle unas pastillas que ayudan a controlar el dolor —dijo el Dr. Markham— y a reducir las posibilidades de convulsión. Kevin, sé que las alucinaciones pueden ser angustiantes, así que me gustaría que hablaras con alguien sobre técnicas para controlarlas y de tus reacciones a ellas.
—¿Quiere que Kevin vaya al psicólogo? —preguntó su madre.
—Linda Yalestrom es una experta que ayuda a la gente, en particular a la gente joven, a manejar los síntomas que puedan provocar las enfermedades raras como esta —dijo el Dr. Markham—. Le recomiendo encarecidamente que lleve a Kevin a verla, dadas las cosas que ha estado viendo.
—No son solo alucinaciones —insistió Kevin. Él estaba seguro de que eran más que eso.
—Estoy seguro de que debe dar esa sensación —dijo el Dr. Markham—. La Dra. Yalestrom podría ayudar.
—Lo que… lo que usted crea que es mejor —dijo la madre de Kevin. Kevin veía que lo único que quería era salir de allí. Sin embargo, había algo que él necesitaba saber. Algo evidente que él sentía que probablemente debería preguntar, aunque realmente no quisiera oír la respuesta.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó él—. O sea, ¿cuánto tiempo queda para que yo… muera?
Todavía era difícil creerse esa palabra. Kevin esperaba que todo esto resultara ser un error, incluso ahora, pero sabía que no lo era. No podía serlo.
—Es imposible saberlo con certeza —dijo el Dr. Markham—. El ritmo de evolución para las leucodistrofias puede variar, mientras que cada caso es diferente.
—¿Cuánto tiempo? —repitió Kevin.
—Quizás seis meses —el Dr. Markham extendió las manos—. Lo siento, Kevin. No puedo ser más preciso que eso.
***
Kevin y su madre se fueron a casa, su madre conducía con el cuidado que proporcionaba el saber que probablemente se harían pedazos si no se concentraba completamente. Durante la mayor parte del viaje a las afueras estuvieron callados. Kevin no sabía seguro lo que podía decir.
Su madre habló primero.
—Encontraremos algo —dijo—. Buscaremos a otro doctor, tendremos una segunda opinión. Probaremos cualquier tratamiento que se nos ocurra.
—No puedes pagarlos —dijo Kevin. Su madre trabajaba mucho en su trabajo en una agencia de marketing, pero su casa era pequeña y Kevin sabía que no había mucho dinero para cosas extra. Él intentaba no pedir mucho, porque eso solo hacía que su madre se sintiera triste cuando no podía dárselo. Odiaba ver a su madre así, lo que solo lo hacía más difícil.
—¿Crees que eso me importa ahora? —exigió su madre. Kevin veía cómo le salían las lágrimas de los ojos—. Eres mi hijo, y te estás muriendo, y… yo no puedo… no puedo salvarte.
—No tienes que salvarme —dijo Kevin, aunque ahora mismo deseaba que alguien lo hiciera. Deseaba que apareciera alguien y parara todo esto.
Lo que eso significaba empezaba a calar. Lo que significaría, en menos tiempo que el final de curso. Él estaría muerto. Desaparecido. Cualquier cosa que él hubiera deseado se interrumpiría, cualquier cosa que él hubiera esperado para el futuro se detendría por el hecho de que no habría un futuro.
Kevin no estaba seguro de cómo se sentía por ello. Triste, sí, porque era el tipo de noticia por las que se suponía que debías sentirte triste y porque no quería morir. Enfadado, porque lo que él quería parecía no importar cuando llegados a ese punto. Confundido, porque no estaba seguro de por qué tenía que ser él, cuando había billones de personas más en el mundo.
Pero comparado con su madre, estaba tranquilo. Estaba temblando mientras conducía y Kevin estaba tan preocupado porque podían estrellarse que suspiró aliviado cuando llegaron a la calle donde estaba su casa. Era una de las casas más pequeñas de la manzana, vieja y llena de reparaciones.
—Todo irá bien —dijo su madre. No sonó como si lo creyera. Cogió a Kevin del brazo mientras se dirigían hacia la casa, pero parecía más que ella se apoyaba en Kevin.
—Seguro —respondió Kevin, porque sospechaba que su madre necesitaba oírlo incluso más que él. Podría haber ayudado si fuera cierto.
Entraron y hacer cualquier cosa después de eso daba la sensación de no estar bien, como si hacer cosas normales hubiera sido una traición, después de las noticias que el Dr. Markham les había dado. Kevin puso una pizza congelada en el horno, mientras de fondo, oía a su madre sollozando en el sofá. Hizo la intención de ir a consolarla, pero le frenaron dos cosas. La primera fue pensar que su madre seguramente no quería que lo hiciera. Ella siempre había sido la fuerte, la que lo cuidaba incluso después de que su padre se marchara cuando él era solo un bebé.
La segunda era la visión.
Vio un paisaje bajo un cielo que parecía más lila que azul, los árboles de debajo tenían unas formas extrañas, con unas hojas de palma que a Kevin le recordaban las palmeras de las playas, pero con unos troncos que se retorcían de unas maneras que las palmeras nunca lo hacían. En el cielo parecía que el sol se estaba poniendo, pero parecía que, de algún modo, el sol no tenía buen aspecto. Kevin no podía entenderlo, pues había pasado tiempo mirando al sol, pero sabía que este no era el mismo.
En un rincón de su mente, los números vibraban una y otra vez.
Ahora caminaba a través de un lugar cubierto de arena rojiza y sentía que los dedos de los pies se le hundían en ella. Allí había unas criaturas, pequeñas y con aspecto de lagartos, que se escabullían cuando se les acercaba demasiado. Miró alrededor…
… y el mundo se esfumó entre llamas.
Kevin despertó en el suelo de la cocina, el temporizador del horno pitaba para decirle que la pizza estaba lista, el olor a comida quemada lo hizo ir a rastras del suelo hasta el horno antes de que tuviera que hacerlo su madre. No quería que ella lo viera así, no quería darle aún más razones para preocuparse.
Sacó la pizza, la cortó a trozos y los llevó a la sala de estar. Su madre estaba en el sofá y, aunque había dejado de llorar, tenía los ojos rojos. Kevin dejó la pizza sobre la mesa baja, se sentó a su lado y encendió la tele para, por lo menos, fingir que las cosas eran normales.
—Tú no deberías hacer esto —dijo su madre, y Kevin no supo si se refería a la pizza o a todo lo demás. Ahora mismo, esto no importaba.
Los nombres todavía colgaban en su cabeza: 23h 06m 29,283s, -05º 02’ 28,59.