PREFACIO DEL AUTOR
Fue hace años, me acuerdo, una Nochebuena mientras cenaba yo con unos amigos: en el decurso de la conversación una dama sentada a mi lado realizó una de esas alusiones que siempre he identificado al punto como «gérmenes». El germen, recogido dondequiera, ha sido siempre en mi caso el germen de una «historia», y en su mayoría las historias que han cobrado forma bajo mi mano han brotado de una semilla pequeña y única, una semilla tan menuda y traída por el viento como aquella insinuación casual que para Los tesoros de Poynton dejara caer inintencionadamente mi vecina, una simple partícula flotante en el curso de la charla. Lo que sobre todo retorna a mí al evocar esto es la conciencia de la inveterada menudez, en tales ocasiones felices, de la partícula preciosa… una vez reducida, es decir, a su mera esencia fructífera. He aquí la interesante verdad sobre la insinuación perdida, la palabra errabunda, el vago eco, ante cuyo contacto se estremece la imaginación del novelista como ante el pinchazo de alguna punta afilada: su virtud reside toda en su cualidad de ser como una aguja, la capacidad de penetrar lo más finamente posible. Dicha finura es lo que inocula el virus de la sugerencia, y sobrepasar la dosis mínima echa a perder la operación. Si a uno le dan mínimamente aposta una sugerencia, seguro que habrán de darle demasiada; el tema que uno precisa está en el grano más simple, la pizca de verdad, de belleza, de realidad, apenas visible para el ojo común; ya que, con firmeza lo sostengo, un buen ojo para un tema es todo menos corriente. Es extraña y llamativa, sin lugar a dudas, esa inevitabilidad con que lo que en primer término hay que hacer con la idea comunicada y atrapada es reducir prácticamente a la nada la presentación, ese aire como de mero revoltijo de vida descoyuntado y lacerado, bajo la que hayamos tenido la ventura de encontrárnosla. Puesto que la vida es toda inclusión y confusión, y el arte todo discriminación y selección, este último, en busca del recio valor latente que es lo único que le importa, husmea alrededor del bulto informe tan instintiva e infaliblemente como un perro que sospecha algún hueso enterrado. La diferencia aquí, empero, estriba en que, mientras que el perro no desea su hueso sino para destruirlo, el artista halla en su minúscula pepita, despojada de incómodas acreciones y forjada hasta alcanzar una sagrada dureza, la mismísima materia para una clara construcción, la oportunidad más feliz para lo indestructible. Al mismo tiempo lo divierte una y otra vez percatarse de cómo, una vez rebasado el primer paso de la anécdota dada —la anécdota que para él constituye su germen, su partícula vital, su grano de oro—, impenitentemente la vida yerra y se extravía, se pierde en la arena. Naturalmente, la razón es que la vida no tiene en absoluto ningún sentido certero del tema y es únicamente capaz, por fortuna para nosotros, de un espléndido derroche. Aquí reside la oportunidad para la sublime economía del arte, la cual rescata, la cual conserva y acumula y «deposita», invirtiendo y reinvirtiendo estos frutos del afán en portentosas «obras» útiles y generando así para nosotros, empedernidos manirrotos como somos todos por naturaleza, las más principescas de las rentas. Son los sutiles secretos de ese sistema, empero, lo que entretanto constituye el fascinante objeto de estudio, poseedor de un atractivo infinito, por encima de todo, dentro de la cuestión —sin duda infinitamente desconcertante— del método que se esconde en el corazón de la locura: de la locura, quiero decir, que hay en una dedicación, de entre las de tipo reflexivo, tan desinteresada. Si la vida, al ofrecernos el germen, y si se la libra simplemente a sí misma en semejante tarea, malogra la anécdota, casi siempre, antes de que podamos detenerla, ¿cuáles son las señales que han de servirnos de orientación, cuáles las leyes primordiales para una selección económica, cómo saber cuándo y dónde intervenir, dónde emplazar los comienzos de la errónea o acertada desviación? Tales serían los elementos de una indagación en la que, me apresuro a decirlo, me está decididamente vedado embarcarme aquí; me limito a mencionarlos como prueba del rico pasto que a cada recodo cerca al rumiante crítico. A fin de cuentas la respuesta quizá consista en que aquí los misterios nos eluden, en que las consideraciones generalizadoras fracasan o desencaminan, y en que ni el más concienzudo de los artistas necesita pedir un patrón más amplio que la lógica de cada caso concreto. El caso concreto, o en otras palabras la relación del artista con un proyecto dado, una vez que se ha establecido tal relación, forma en sí mismo un microcosmos de agitación y ajetreo. Considérese el artista acaso supremamente afortunado si consigue satisfacer la mitad de las interrogantes que pueden bullir ya sólo en tal atmósfera.
En todo caso, así fue como sucedió que, cuando mi cordial amiga, aquella Nochebuena, ante la mesa que relucía serena y brillante en medio de la parda noche de Londres, comentó un asunto tan grotesco como el de que una buena señora del Norte, que siempre había sido bien considerada, estaba a matar con su hijo único, insobornablemente ejemplar hasta la fecha, por la propiedad del precioso menaje de una hermosa mansión antigua que acababa de pasar a manos del joven tras la muerte de su padre, instantáneamente fui consciente, con mi «sentido del tema», del pinchazo de una inoculación; y la totalidad del virus, como lo he denominado, fue contagiada mediante aquel único estímulo. No habían sido más que diez palabras, y no obstante yo había advertido en ellas, como en un relámpago, todas las posibilidades del pequeño drama de mis Tesoros, que allí y entonces brilló débilmente hacia la vida; de modo que, cuando al instante siguiente comencé a escuchar las acciones emprendidas, sobre este singular terreno, por nuestros enzarzados adversarios, que desde aquel instante habían sido tocados ambos con la luz de la más alta distinción, pude ver a la torpe Vida reiniciando de nuevo su estúpida tarea. Respecto a aquellas acciones emprendidas, en torno a las cuales, como supuse, mi amiga ya había comenzado complaciente e ignorantemente a extenderse, yo ya sabía que no me servían, ni podrían jamás servirme, para nada; quien esto escribe habría estado perfectamente cualificado para decir de antemano: «Es un ejemplo de tema pequeño y perfecto para ser trabajado, pero ella lo va a estrangular en la cuna, aunque lo que pretenda, con toda alegría, sea mecerlo; conque le detendré la mano mientras aún hay tiempo.» Naturalmente no le detuve la mano —nunca hay «tiempo» en casos como éste—; y una vez más recibí la demostración completa de la futilidad fatal de la Realidad. El derrotero tomado por aquella excelente situación —excelente, para su desarrollo, siempre que se la detuviera en el sitio justo, o sea en su germen— poseía la plena medida de la clásica ineptitud; ante la cual, y con la plena medida de la ironía artística, lo único que a uno le cabía de nuevo, por enésima vez, era quitarse el sombrero. De todas formas, ello no importó en absoluto, toda vez que la semilla ya había sido trasplantada a terreno más rico; y me demoro en esa casi sempiterna redundancia de lo erróneo, por oposición a lo idealmente acertado, cuando se deja florecer libre a lo real, en virtud meramente de que tal redundancia se aproxima a resultar de una regularidad bien previsible.
Si entretanto no hubo nada regular, nada que lo fuera más que mi costumbre de estar alerta, en mi pronta intuición de dónde podía hallarse realmente lo interesante, de todas formas pude notar una vez más que estos pequeños regocijos privados que se logran al identificar un tema suavizaban el ánimo y templaban el genio en presencia de aquella globalidad confusa. Me «apegué» en definitiva, sobre la marcha, a la rica y pequeña realidad desnuda de aquellos dos parientes, enemistados acaso con absoluta sordidez; y por razones que muy probablemente no habría sabido yo explicar competentemente en aquel momento. Si me hubiesen preguntado por qué me parecían, en aquella completa desnudez, por no hablar de aquella indecorosa actitud, personajes «interesantes», me temo que no habría atinado a decir nada más pertinente, incluso para mi propio espíritu interrogativo, que un «¡Pues ya verán!». Con lo cual naturalmente yo habría querido decir un «¡Pues ya veré!», confiado entretanto (como para combatir la apariencia o la imputación de poseer un gusto dudoso) en que el interés surgiría tan pronto como un servidor comenzara realmente a ver algo. Eso apunta, creo, a una parte importante de la mismísima fuente de interés para el artista, que reside en la poderosa conciencia de que él lo ve todo en soledad. Necesita tomar prestado el motivo, el cual es ciertamente la mitad de la batalla; y este motivo es su terreno, su base, y sus cimientos. Pero después de eso el artista ya únicamente presta y da, únicamente construye y edifica, se dedica a hacer encajar los bloques extraídos de las profundidades de su imaginación y mediante sus premisas personales. De este modo permanece todo el rato en íntimo comercio con su motivo, y puede decir para sus adentros —cosa que en verdad lo inflama y sostiene más que ninguna otra— que sólo él posee el secreto de la anécdota dada, sólo él puede medir la justeza de la dirección que han de tomar sus datos cuando los desarrolla. Evidentemente, para él sólo puede haber una lógica para estas cosas; para él sólo puede haber una justeza y una dirección: el lugar donde su tema habrá de expresarse de la forma más completa. La cuidadosa decisión de cómo ha de lograrlo su tema, y el arte de guiarlo con la consiguiente autoridad —pues para el maestro constructor esta sensación de «autoridad» es el tesoro de los tesoros, o al menos el gozo de los gozos—, hacen renacer en el moderno alquimista algo semejante al viejo sueño del secreto de la vida.
Por extravagante que suene el mero hecho de declararlo, a un servidor le dio como consecuencia la impresión de estar manejando el secreto de la vida cuando se aplicó a extraer la verdad definitivamente esencial de entre el caos de verdades falsas en el que habrían podido ahogarse las interesantes posibilidades de aquella «bronca», por llamarla de alguna forma, entre madre e hijo en tomo a sus dioses domésticos. Hallo raro considerar, mientras así rememoro, que yo pudiera contentarme con simplemente la más vaga de las garantías de «terminar viendo algo en ello», tal como se habría podido expresarlo; que yo no pudiera en lo más mínimo, en aquel momento, como ya he insinuado, ofrecer una justificación de mi fe. Había una cosa «en ello», en aquella sórdida situación, a primera vista, y sólo una… aunque se tratara, a su modo limitado, no cabe duda, de un valor bastante curioso: la incisiva luz que podría proyectar sobre la más reciente de nuestras pasiones en boga, ese voraz apetito por las obras de tapiceros, ebanistas y latoneros, las sillas y mesas, las vitrinas y armarios, los retazos materiales, de las edades más laboriosas. De hecho, es una vigorosa nota de nuestras costumbres la amplia difusión de esta curiosidad y de esta avidez, y está repleta de sugerencias, claramente, acerca de su posible influencia sobre otras pasiones y otras relaciones. En vista de esto, los propios «objetos» en sí mismos se constituirían en el mismísimo centro de una crisis semejante: estos objetos reunidos, todos conscientes de su eminencia y de su precio, gozarían, en cualquier pintura de un conflicto, de la importancia protagónica. Tendrían que ser plasmados, tendrían que ser pintados —arduo y temerario propósito—; habría que hacer con ellos algo que no desmereciera demasiado ignominiosamente del gran desfile en que los habría hecho formar, digamos, Balzac: por lo menos esa medida de interés digno de ser trabajado se hallaría con evidencia «en ello».
Envuelta en la gasa de plata de alguna convicción semejante, en todo caso, debió de ser como archivé mi primera impresión dejándola en un reposo que no fue turbado hasta mucho después: hasta el año 1896, creo, cuando se planteó la cuestión de colaborar en The Atlantic Monthly con tres «narraciones breves»; o más bien de quizá suministrar una tercera que completara un trío del cual ya habían aparecido dos integrantes. Ante aquel estímulo despertó de nuevo, lo recuerdo, el eco de aquella situación que me había sido referida durante nuestra cena de Nochebuena; y lo recuerdo, no se dude, con auténtica humildad, a la vista de mi siguiente y reiterada minusvaloración de mi empresa. Para mí Los tesoros de Poynton permaneció dolorosamente asociada, hasta reciente revisión, a la incómoda consecuencia de aquel contumaz error. El tema había emergido de su fría reclusión atiborrado de una plenitud de significado: un aire irresistible a causa del cual, como no pude menos que alegar en su momento, me vi —como en contra de una pura austeridad comercial— seducido y arrastrado. La obra se había «presentado», había brotado la flor de mi concepción… y todo en la feliz oscuridad de la indiferencia y el abandono; mas, por enérgica y francamente seductora que ahora se apareciera, seguramente mi idea no habría de sobrepasar una brevedad natural. Una narración que no podía de ninguna manera ser larga tendría inevitablemente que ser «breve», y desde las honduras de semejante ilusión comenzó consiguientemente a abrirse paso mi relato. A mi propio ver, tras la aparición de la «primera entrega», esta composición (que en la revista salió bajo otro título) no hacía sino plegarse todo el rato a su naturaleza, que no debía exceder de una modesta amplitud; pero, apareciendo por entregas, se sintió observada, de mes en mes, me parece recordarlo, con una inquietud editorial excelentemente fundamentada… dado que podían existir considerables diferencias de criterio, quiero decir, sobre lo que debe entenderse por largo y por breve. La sola impresión que causó la obra, discerní penosamente, fue la de longitud, y hasta hace poco me ha estado presente, tal como digo, como ejemplo de pobre obrita «larga».