—Oh, no permita que este dramático viaje al oeste la engañe. —Él le dirigió una mirada directa.
Kamila confirmó su primera impresión. El señor Trelaine tenía ojos amables, pero ahora había en ellos un velo de disgusto.
—Si puedo serle sincero, señorita Bennett, solo hay una cosa que la señora Belgrave ame: la señora Belgrave.
Kamila no supo cómo responder, así que dio un sorbo al ponche. La abrasadora bebida le hizo toser y miró a Byron, que conversaba con la belleza de cabello n***o como el ala de un cuervo.
En verdad, él no mantenía el tête-a-tête propio de un enamorado. Byron se mostraba taciturno y sombrío, y apretaba los labios mientras escuchaba a su prometida.
Mónica, a su vez, parecía de piedra, y usaba palabras cortas. Su educación y sus modales dictaban que conservase un gesto frío y sin emociones. Cuando alguien se acercaba, ejecutaba de inmediato una sonrisa deslumbrante, la cual desaparecía con la misma rapidez al volverse de nuevo hacia Byron. Al fin, sus ojos se encontraron con los de Kamila, de pie al otro lado de la habitación, y su máscara se deslizó para revelar una ira genuina.
Kamila se estremeció y se giró hacia John Trelaine.
—¿Es viuda?
—Sí, desde hace unos cuatro años. Su marido era de sangre azul, originario de Boston, según dicen. Casi tan viejo como Matusalén —añadió, tomando otro trago de ponche.
—Bueno, a veces el amor aparece en formas inesperadas —supuso Kamila.
John Trelaine le lanzó una aguda mirada.
—Es usted una mujer inteligente, señorita Bennett He leído su obra. Creo que también es previsora en cuestiones sociales. ¿Estoy en lo cierto?
Ella asintió, aunque no podía imaginar a qué se refería.
—Por lo tanto, no creo que le sorprenda oír que creo que esa es una unión sin amor —dijo mirando a Byron y Mónica—, pero tal vez podría sorprenderle si le digo que han sido una pareja de conveniencia durante tres años. Y aun así, no se ha leído ninguna proclama en la iglesia, ni ha habido anuncios en los periódicos, y no hay anillo en su dedo. Creo que la conveniencia está del lado de Byron.
La ceja desconcertada de Kamila le hizo sonreír.
—La mantiene cerca para que los demás no se acerquen —declaró él—. Ninguna mujer de Boston se atrevería a cruzarse en el camino de Mónica Belgrave. Pero usted...
—¿Yo? —lo interrumpió Kamila. Sin duda, este abogado era tan perspicaz como su compañero. Ella tomó otro trago de su ponche.
—La señora Belgrave no es ninguna tonta. Sabe tan bien como yo que Byron podría haber enviado a uno de nuestros jóvenes asociados para llevar a cabo esta tarea. Pero no lo hizo. En vez de eso, recorrió más de tres mil kilómetros para conocerla, después de leer todas las obras suyas que pudo conseguir.
Ella se sonrojó, incapaz de evitar mirar a Byron de nuevo, esta vez con más atención. Tal vez no amaba a la mujer que estaba a su lado, pero ¿cómo pudo Kamila pensar que se interesaría por ella de esa manera? Aun así, él había venido, si John tenía razón, con objeto de conocerla, y no solo por los niños.
—Ah, veo que no le dijo que es un admirador.
—El señor Winter mencionó que mi prima le había mostrado mi trabajo. Pero supuse que había tenido que venir él mismo para llevar a cabo los deberes de albacea.
John Trelaine guardó silencio un momento.
—Pero la señora Belgrave sabía lo contrario —dijo al fin con naturalidad—. Y eso no le gustaba, y menos ahora que ella ha descubierto que es una mujer y que Byron lo supo todo el tiempo.
Kamila lo meditó un instante. Así que Byron se había interesado por ella como escritora, y solo por curiosidad se ocupó de los deseos de su prima personalmente. Pero, ¿había algo más de lo que había ocurrido entre ellos? A ella le dolía la cabeza al pensarlo, de imaginarlo en su casa, al recordar su breve coqueteo y cómo se había sentido bailando entre sus brazos.
Miró a John Trelaine, con sus ojos inteligentes y su gentil expresión, y le mostró su sonrisa más deslumbrante antes de mirar hacia la pista de baile. Los que no estaban todavía de pie chismorreando y observando a los recién llegados, bailaban con entusiasmo.
Él captó la indirecta y tomó su taza vacía.
—¿Qué tal si olvidamos las tribulaciones de mi socio y la indómita señora Belgrave, y nos dedicamos a la más placentera tarea de bailar?
—Me encantaría, si es que no está muy cansado de su viaje.
—Su compañía refresca mi constitución a cada minuto —murmuró él, acompañándola al centro del granero.
A pesar de todo, Kamila se estaba divirtiendo, aunque la magia de los primeros bailes con Byron se había ido para siempre. El calor del whisky, combinado con una atenta pareja de baile, sirvió para aliviar el disgusto inicial que Kamila había sufrido. Bailó con John Trelaine el resto de la noche y evitó encontrarse con la mirada de Byron.
Pero no pudo evitar notar que él no bailaba con la señora Belgrave, ya fuera por elección de su prometida o por la suya propia. Ninguno de los dos parecía pasárselo bien, y eso hacía la velada de Kamila más llevadera. Ella y John Trelaine cenaron juntos en las largas mesas bajas de madera que se habían colocado alrededor del perímetro.
Ella lo escuchó suspirar.
—Creo que he comido demasiado y tal vez ahora no pueda ponerme en pie —dijo con buen humor, pero eso no le impidió examinar los postres. Más tarde, sentados en un fardo de heno, Kamila reprimió un bostezo mientras comían una porción de Brown Betty en silencio.
—Creo que tengo espacio para un poco más —observó el señor Trelaine, levantándose para ver lo que quedaba. Kamila suspiró ante la ocurrencia.
En ese momento, Mónica Prentice se acercó y se plantó frente a ella.
—Parece que el señor Winter pasa por las mujeres tan rápido como su amigo pasa por los postres.
—No es «mi» señor Winter —dijo Kamila, con la esperanza de sonar desinteresada mientras miraba a cualquier parte menos a Mónica.
—No, por supuesto que no. Él lo ha hecho evidente esta noche, a pesar de todas tus fanfarronadas. Por otro lado, se dice que se aloja contigo, en tu casa.
Kamila no dijo nada en respuesta, y continuó sin mirar a la rubia menuda.
—Los dos, solos —insistió Mónica una vez más, y Kamila pudo ver que la mujer se moría por herirla.
—Al contrario —dijo Kamila al fin, poniéndose de pie—. Los niños están con nosotros. ¿Y dónde está tu joven médico esta noche? ¿Estudiando? ¿No puede acompañarte, como siempre? —le preguntó Kamila con sarcasmo. Mónica tenía demasiado tiempo libre y lo gastaba en ocuparse de los asuntos ajenos.
—Me parece que lo mejor es que te preocupes por tu propio hombre, Mónica, y de cuántas jóvenes puede conocer en esa escuela de San Francisco.
Kamila cruzó corriendo hacia la puerta del granero, sin querer escuchar más comentarios mezquinos de Mónica. No había duda de que, si había un soltero cotizado en la ciudad, Mónica solo tendría que hacer señas con el dedo, con sus brillantes rizos rubios y sus ojos azules. ¿Qué demonios intentaba demostrar?
Todo lo que Kamila quiso siempre era mantenerse alejada de todos. El mundo había venido a llamar a su puerta, no al revés. Y justo por eso, estaba pagando un precio.
Se detuvo junto al gran roble que hacía sombra al granero y a la caballeriza del pueblo. Nadie sabía cuántos años tenía, pero cada uno de los habitantes de Spring City había trepado sus ramas de niño o se habían sentado a su sombra de adulto. Kamila ahora descansaba contra él, con los ojos cerrados y reconfortada por su solidez.
Entonces, de repente, apareció Byron. Lo sintió incluso antes de abrir los ojos y ver cómo se acercaba, ya a pocos metros de distancia. Sin duda, él la había seguido. Ella suspiró.