¡Aquello era demasiado! Ni siquiera cuando tenía que cuidar de su hermano Tadeo había disfrutado de una comida semejante. De haber tenido los medios económicos o culinarios, ella le habría preparado un festín como este a diario.
Kamila recibía en ocasiones platos cocinados que le enviaba su vecina más cercana, Emma Cuthins, la esposa del médico de Spring City. Cuando la única hija de esta se trasladó al casarse hacía casi diez años, la mujer puso toda su atención en la excéntrica y joven escritora. A menudo, sin embargo, Kamila iba a la ciudad a comer al mediodía.
Dios mío, quizá Byron Winter esperaba que ella relegase su trabajo y se dedicase a cocinar para ellos. Su hermano podría haberle dicho que no fuera muy optimista en ese sentido. Las dotes de Kamila como cocinera eran muy básicas, y no las había practicado en los últimos cuatro años, desde que Tadeo se marchó.
Aun así, Kamila decidió hacer un esfuerzo y comenzó a llevar la comida al final del pasillo y de allí a la cocina, equipada con algunas telarañas y una buena capa de polvo alrededor de unas pocas conservas y sacos de harina de maíz y patatas. Ella solo acostumbraba calentar agua para el baño, hacer café o té y cocer un huevo de vez en cuando.
Colocó las bolsas de comida en el centro de la mesa de madera de arce, donde la cocinera de su madre había realizado sabrosas creaciones antes de que Kamila tuviera que despedirla tras la muerte de sus padres. Localizó un trapo y comenzó a limpiar la superficie. En ese momento, la cabeza oscura de Byron Winter se asomó por la puerta.
—Son bastantes provisiones —le dijo ella—. Creo que bastarán para toda su estancia.
—Probablemente no, señorita Bennett —le respondió, acarreando dos bolsas más—. Pero es un comienzo.
Kamila le clavó su mirada. Aquella sensación la invadió de nuevo, la extrañeza de no estar sola y de que hubiera un hombre en su casa, un hombre muy atractivo. Ella vio cómo sus ojos azules y profundos tomaban nota del estado de desuso de la cocina.
—Tengo que decirle, señor Winter, que encuentro esto extremadamente... excesivo.
Él levantó sus cejas oscuras, desconcertado.
—Incómodo, quiero decir —agregó Kamila soltando el trapo—. El hecho de que se aloje aquí es poco ortodoxo, por no decir más, y...
—Si usted hubiera recibido a los niños con los brazos abiertos —la interrumpió—, tomaría el primer tren que saliera mañana de aquí. —Sus pupilas volvieron a tomar el aspecto del acero, como si pensara algo desagradable sobre ella.
Kamila tragó saliva.
—Ya se lo dije, eso está fuera de discusión.
El señor Winter juntó sus manos, desestimando el tema.
—Bueno, entonces, si puede limpiar un poco y llenar una tetera y otra olla con agua, traeré un poco de leña de… —Sus cejas se alzaron una vez más.
Ella se quedó sin habla unos segundos, atrapada por la forma en que él estaba invadiendo su cocina, sin mencionar su vida.
—La pila de madera está a la izquierda. Se la mostraré —añadió, sin poder evitar el tono demasiado dulce de su voz.
Kamila empezaba a cuestionarse por qué no había vendido la pequeña casa y se había mudado a unas habitaciones en la ciudad. Él no habría podido dejarle dos niños si ella hubiera vivido encima de un restaurante o de una tienda. Hizo una nota mental para estudiar tal posibilidad después de que Byron Winter se marchase con su carga.
—Por allí. —Hizo un gesto con la tetera hacia la madera apilada bajo una pequeña inclinación, y luego procedió a cebar la bomba con un vigoroso movimiento de arriba abajo. Por suerte, al primo de Emma no le importaba partir la madera a cambio de un pequeño salario, y uno de los viejos amigos de su padre mantenía la bomba en funcionamiento.
Una vez más en la cocina, Byron encendió los fogones y Kamila comenzó a limpiar la mesa y los mostradores por primera vez en mucho tiempo. Vació las bolsas sobre la mesa, ahora impoluta, y comenzó a organizar pilas de comida. De repente, levantó la vista y encontró los ojos azules de Byron sobre ella.
—La cena deberá estar preparada lo antes posible —dijo él con sequedad.
Kamila asintió con la cabeza.
—Entonces, señor Winter, hágalo usted mismo —dijo cruzándose de brazos—. Por favor, ya que parece considerar que mi casa es la suya y la de los niños, puede incluir también la cocina. Además, lo único que sé hacer es pudin indio, y dudo que haya usted comprado melaza. Ahora, si me disculpa, tengo trabajo.
Él la miró desconcertado. Sin esperar una respuesta, Kamila se dirigió con rapidez hacia el pasillo, con la cara sonrojada y los oídos alerta, a la espera del sonido de sus pasos detrás de ella. Los oyó al cabo de un momento, pero estos pasaron delante de la puerta de su estudio y luego subieron las escaleras.
Hubo un breve silencio, hasta que la voz de Byron Winter resonó en alto.
—Señorita Bennett, ¿quiere subir un momento?
Ella suspiró. Él se estaba excediendo. «¿Qué pasa ahora?», pensó mientras arrastraba los pies por los peldaños.
—¿Sí? —Kamila se detuvo junto a la puerta del dormitorio que había pertenecido a sus padres. Los niños aún estaban vestidos y sentados tranquilamente en la cama, con una expresión, si eso era posible, todavía más triste que antes.
Thomas abrió la boca y soltó un bostezo, y Lillian reprimió otro con su pequeña y blanca mano sobre los labios. Había círculos azulados bajo sus ojos y una ligera palidez en su piel.
Kamila frunció el ceño.
—El plan era que se asearan y que después echaran una siesta. ¿Están enfermos? —preguntó dirigiéndose a Byron.
Él la observó como si fuera la persona más estúpida que jamás hubiera conocido.
—¿No se le ha ocurrido pensar que necesitan ayuda con la ropa y el agua caliente antes de irse a la cama? Señorita Bennett, incluso usted tendría que ser capaz de ver que son niños pequeños a los que hay que tratar con algo de bondad y consideración, si no amor y cuidado maternal —concluyó con tono áspero.
Kamila apretó los labios.
—Haré todo lo posible para ayudarlos y cuidarlos… durante el tiempo que estén todos aquí —precisó—. ¿Qué quiere que haga?
Ella evitó mirar a los niños, ya que estaba segura de que la estarían observando como si fuera un monstruo de uno de sus cuentos de hadas. Su hermano había sido como una marta o una ardilla, siempre sucio, pero capaz de asearse él mismo. Simplemente, Kamila no había imaginado que los niños querrían un baño caliente en lugar de lavarse solo las manos y la cara.
Con su pequeña oferta de ayuda, sin embargo, la tensión disminuyó, y Kamila pronto estuvo trabajando codo con codo con el abogado de los pequeños. Thomas y Lillian parecían tener más capas de ropa de las que ella y Tadeo nunca tuvieron, y pudo ver por qué necesitaban ayuda para desvestirse.