Capítulo 1. Lucius Ward
Nunca había visto un sobre tan elegante.
De hecho, había visto pocas cosas elegantes en mi vida, y eso incluía a alguien que vistiera de traje fino en un internado olvidado entre las montañas, donde el único lujo eran las flores silvestres que crecían junto al huerto y las aburridas misas en latín los domingos.
La mujer descendió del costoso auto n***o con una seguridad que contrastaba brutalmente con los muros humildes del convento. Tacones de aguja impolutos y brillantes como un espejo, un portafolio de cuero, un moño perfecto y, entre sus manos enguantadas, un sobre lacrado con mi nombre escrito en tinta negra.
“Elara Wyn”, dijo sin dudar, como si ya supiera exactamente quién era. Su voz era firme, sin adornos. “¿Podemos hablar en privado?”
Asentí en silencio. A los dieciocho años, había aprendido a seguir instrucciones desde muy corta edad. De hecho, toda mi corta vida cabía en los límites estrictos de ese convento. Sabía rezar en cinco idiomas, distinguir plantas medicinales, bordar sin enhebrar dos veces la aguja, y memorizar pasajes enteros de los evangelios. Pero no sabía quiénes eran mis padres. Nunca los conocí. Y mi origen siempre había sido un completo misterio.
La hermana Bernadette, que me había criado desde que tenía memoria, me explicó una vez que había llegado en una noche de tormenta, envuelta en mantas empapadas, con un colgante de plata que nadie pudo abrir ni descifrar. Dijeron que era especial. Que tenía un propósito más allá de esos muros del convento. Pero a medida que pasaron los años y nadie vino por mí, dejé de esperar. De hecho, quizá hasta había perdido un poco la fe.
Hasta ese día.
—¿Quién es usted? —pregunté al entrar en la pequeña sala de visitas, donde el sol se colaba por los vitrales y las paredes olían a incienso antiguo.
—Mi nombre es Sra. Radcliffe. Represento los intereses del fideicomiso de tu madre, Elara —respondió mientras abría una carpeta de cuero, repleta de documentos.
—¿Mi madre? —repetí, sintiendo cómo el estómago se me encogía de repente.
—Falleció hace varios años —dijo, sin rodeos—. Pero su voluntad estableció un acuerdo legal que recién se activaría hoy, en tu cumpleaños número dieciocho. Así que aquí estoy para cumplir su voluntad.
Dijo y me extendió el misterioso sobre. Lo abrí con manos temblorosas. El papel era grueso, y el escudo dorado que encabezaba la hoja parecía más una marca familiar que un simple adorno.
—Según estas instrucciones —continuó—, a partir de este momento quedarás bajo la custodia del señor Lucius Ward.
Parpadeé, confundida.
—¿Custodia? ¿Acaso no soy mayor de edad ya?
—Es una tutela privada, firmada y sellada legalmente por tu madre antes de morir. El señor Ward tiene poder absoluto sobre tu bienestar, tu seguridad y tu educación hasta que cumplas veintiún años. De hecho... —alzó la vista con una media sonrisa profesional—. Ya deberías estar empacando para partir.
Empacar.
Mi mochila de cuero desgastado.
Mis libros leídos hasta el cansancio.
El crucifijo de madera que colgaba en mi cama desde que era una niña pequeña.
Y la certeza de que todo lo que conocía estaba por romperse indudablemente.
Las monjas no me abrazaron. Nunca fueron de gestos efusivos para ser sincera. Pero vi la preocupación en sus ojos, como si quisieran advertirme algo que no podían poner en palabras.
California olía a jazmín y asfalto caliente.
El auto me llevó lejos de todo lo que me fue familiar alguna vez, cruzando autopistas infinitas hasta llegar a una colina custodiada por portones altos y negros. Ni siquiera podía ver la mansión desde afuera. Todo estaba cubierto de árboles altos y cámaras ocultas. Honestamente me sentí inquieta.
El silencio era absoluto.
Y cuando entramos, el conductor no pronunció una sola palabra. Así que me limité a observar, a grabar con la mente cada detalle: las paredes blancas, los cuadros abstractos, los pasillos amplios de mármol gris.
Lucius Ward estaba de espaldas, hablando por teléfono frente a una ventana que daba a un jardín invisible. Vestía un traje oscuro sin una sola arruga, y en su mano sostenía un vaso de whisky con un hielo que giraba en círculos.
Al girarse, sus ojos gris verdoso me escanearon con una intensidad difícil de sostener. Como si buscara algo más allá de mi rostro. Como si ya supiera todo lo que yo misma ignoraba.
Y, por un segundo, no pareció sorprendido de verme. Pareció... aliviado.
—Elara —dijo con voz grave—. Llegaste antes de lo previsto.
—¿Usted es…?
—Tu tutor. A partir de hoy, esta será tu casa.
Me invitó a sentarme, pero no lo hice. Mi cuerpo estaba demasiado tenso, mi mente era una maraña de preguntas sin respuestas que no me atreví a formular en voz añta.
—¿Qué significa todo esto? ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?
Él se acercó un paso. No tenía la sonrisa cálida de un salvador ni la ternura de un padre perdido. Lucius Ward era hielo contenido. Precisión. Peligro disfrazado de elegancia. Con su traje a la medida y su barba perfectamente recortada.
—Hay normas —dijo, con tono firme—. No puedes salir sin permiso. No puedes usar internet. No puedes hacer preguntas personales.
—¿Y si no estoy de acuerdo con eso?
—Puedes irte. Pero perderás la herencia. Y con ella, cualquier conexión con tu pasado.
Así, sin matices.
Así de brutal.
Mis labios temblaron, pero me forcé a mantener la barbilla en alto.
No tenía a dónde ir. No tenía a nadie en el mundo.
No tenía nada. Y él lo sabía.
Pero aun así, algo en su mirada —algo oculto y oscuro— me hizo sentir que el mundo afuera ya no sería suficiente incluso si elegía darle la espalda a eso para siempre.
Acepté. No porque confiara. Sino porque necesitaba respuestas. Y estaba segura que allí las encontraría. O eso esperaba aunque dentro mío latía muy fuerte una certeza:
Lucius Ward no era un simple tutor.
Y yo... no era una simple heredera.