Capítulo 1
1867ISLA oyó que llamaban a la puerta.
Dejó con rapidez la olla en que estaba preparando la comida y se dirigió corriendo al vestíbulo. Sabía, por la forma en que habían llamado, que era su padre. Abrió la puerta y entró él. Con el sombrero de copa ligeramente ladeado, se le veía muy elegante, sin embargo, Isla adivinó que había estado bebiendo y esto hizo que se le contrajera el corazón.
−¡Has vuelto, papá!− exclamó−. Temía que llegaras tarde.
−No es ninguna sorpresa que yo esté aquí− contestó él con voz aguda.
Dejó el sombrero de copa sobre una silla y se dirigió a la sala. La casa era pequeña y hacía que Keegan Kenway pareciera más alto y fornido de lo que era en realidad.
De cualquier modo, era un hombre tan apuesto, que el gentío que esperaba en la puerta de artistas vitoreaba cuando él aparecía y sus admiradores siempre acudían a los teatros donde actuaba. Tampoco era tan joven como parecía, aunque solo Isla sabía cuánto se había deteriorado desde la muerte de su madre, ocurrida poco más de un año antes. Cuando ella vivía, casi nunca se excedía en la bebida, a pesar de que resultaba difícil ser abstemio en el ambiente teatral.
Siempre había alguien que celebraba un éxito, o pretendía olvidar un fracaso. Ahora, casi todas las noches, cuando volvía a casa, lo hacía con paso vacilante y arrastrando las palabras al hablar. Entonces Isla sabía que tenía que ayudarle a acostarse. De otra manera, él se quedaba sentado con la cabeza entre las manos y las lágrimas rodándole por las mejillas, mientras le decía lo mucho que echaba de menos a su madre.
Isla no lo dudaba; pero aunque ella lo quería mucho, no podía dejar de pensar que aquello era una exagerada muestra de autocompasión, debida no sólo a que se sentía desgraciado, sino también a que había bebido demasiado.
Ahora, cuando su padre se dejó caer en un sillón de la sala, dijo en tono alegre, tratando de animarlo:
−La cena estará lista en unos minutos. ¡Seguro que vienes con hambre!
Levantó la mirada hacia el reloj mientras hablaba y vio que eran las doce y cuarto.
Aquello significaba, puesto que el teatro casi siempre cerraba antes de las once, que había estado bebiendo con alguno de sus amigos antes de volver a casa.
Siempre insistía en que ella se acostara temprano y no bajara por ningún motivo cuando lo oyera llegar a casa.
En los últimos meses, Isla se había dado cuenta de que con frecuencia eran las tres o las cuatro de la madrugada, cuando su padre regresaba. En tales ocasiones se levantaba muy tarde al día siguiente, y ella tenía que andar de puntillas por la casa para no despertarlo.
Ahora, cuando se disponía a volver a la cocina, algo la detuvo. Tal vez fuese la actitud de su padre, su expresión, diferente a cuando se hundía en sus nostálgicas evocaciones. Se arrodilló junto a su sillón.
–Qué te ocurre, papá?
–He perdido la oportunidad de actuar en nuestra función de beneficio, que se va a dar mañana noche− contestó él−. ¡Y Dios sabe cuánto necesitaba ese dinero!
–Pero, ¿por qué? ¿Qué ha sucedido?
Cruzó por la mente de Isla la idea de que tal vez le habían despedido; pero no, eso era imposible. Su padre era una figura popularísima desde que había dejado de actuar en lo que se consideraba «teatro auténtico».
Ahora trabajaba en el teatro de variedades , Nuevo Canterbury de Charles Morton, que había abierto sus puertas en Lamberth trece años atrás. La esposa de Keegan Kenway se había mostrado escandalizada por la decisión de su esposo.
Ella jamás había estado en un teatro de variedades y tampoco permitió que Isla fuera. Sin embargo, el sueldo era bueno y Keegan Kenway, de actor con cierto prestigio en el ambiente del teatro clásico, pasó a convertirse en ídolo de las multitudes que acudían al teatro de variedades.
Vestido siempre a la última moda, con su mostacho cubierto de parafina, su sombrero de copa de fina seda y su bastón, despertaba curiosidad y admiración en todo Londres.
Las canciones que él cantaba con su excelente voz eran tarareadas por todos los mozuelos de la ciudad, y los actores más jóvenes trataban de copiar su apariencia. Después de algunos años en el Nuevo Canterbury, Keegan Kenway pasó a trabajar al teatro de variedades Oxford, construído en 1861 en la calle del mismo nombre.
También su actuación allí fue aclamada por los periódicos y no había la menor duda de que constituía una gran atracción para el público, como el dueño, Charles Morton, sabía perfectamente.
Sin embargo, Keegan Kenway estaba siempre endeudado. Esto preocupaba mucho a Isla, como había preocupado a su madre cuando ésta vivía. Nunca sabían cómo iban a poder pagar las cuentas, ni siquiera el exiguo salario de la mujer que iba todos los días a echar una mano en la cocina.
Kenway siempre había sido un hombre generoso; pero nunca tan derrochador y pródigo con sus amigos como desde que había enviudado. Aquella noche, precisamente, Isla pensaba pedirle dinero a su padre cuando llegara a casa.
El carnicero se había mostrado desagradable aquella mañana, cuando le pidió que cargara en cuenta lo que había comprado. También el pescadero le había dicho que él era un hombre pobre y que tenía sus propios compromisos que cumplir. Los tenderos no podían imaginar que alguien tan famoso como su padre anduviera corto de dinero o que llegara a casa, noche tras noche, con los bolsillos vacíos.
Si Isla protestaba, él contestaba siempre:
−¡Sólo invité a los muchachos a unas copas! ¡Al fin y al cabo, son mis mejores amigos!
O bien:
−Una chica del teatro estaba de verdad en apuros. Alguien en quien confiaba le robó cuanto tenía. ¡No era posible que me negase a ayudarla!
El dinero resbalaba entre los dedos de Keegan Kenway no como agua, sino como champán. Esto era muy adecuado, pues él cantaba canciones que hacían creer a los provincianos recién llegados a Londres que las calles estaban pavimentadas con oro y ningún hombre inteligente bebía otra cosa que no fuera el burbujeante vino francés.
Lo malo era que lo que Keegan Kenway bebía fuera del escenario, fuera lo que fuese, estaba haciendo que sus ojos oscuros, que fascinaban a las mujeres del público, se vieran inyectados de sangre. Su voz era ahora más pastosa que antes y su barbilla estaba perdiendo la firmeza que tenía en tiempos. Aún así, continuaba siendo extraordinariamente apuesto. Sin embargo, a los cuarenta y ocho años ya no podía ser el Adonis que era veinte años antes, cuando se casó.
–¿Qué ha pasado papá− preguntó Isla con ansiedad−. ¿Porqué no vas a participar en la función a beneficio de los artistas del teatro?
Había estado contando con el dinero que aquella función le proporcionaría a su padre. Precisamente las llamadas “funciones de beneficio” tenían la finalidad de complementar los salarios de los actores.
Los artistas de variedades no ganaban tanto como los actores del teatro de verso, porque los ingresos tenían que dividirse entre un mayor número de ellos; solistas, coro, orquesta…
–Cuéntame papá– insistió Isla, si poder disimular cierto matiz de desolación latente en su voz.
–Letty Liston se desplomó después de la función de esta noche y el doctor se empeñó en que debía ir al hospital.
–¡Oh, Dios mío…!
Isla sabía bien lo que aquello significaba. Nunca había visto a Letty Liston, más no ignoraba que era muy atractiva y obtenía un enorme éxito en el actual espectáculo del Oxford, donde aparecía como “la mujer del cuadro”.
Vestida con un hermoso traje blanco y con una diadema sobre el rubio cabello, aparecía sentada dentro de un marco, en un escenario casa a oscuras. Keegan Kenway entraba en escena tambaleándose. Se suponía que llegaba a casa después de haber estado en una fiesta. Con el sombrero de copa ladeado y haciendo girar el bastón, representaba al libertino “Johnny Smart”, que todas las mujeres adoraban.
Levantaba la mirada hacia el cuadro y con su profunda voz de barítono, que hacía palpitar el corazón de las espectadoras, suplicaba a la mujer que bailara con él. De pronto, el cuadro cobraba vida. Letty Liston bajaba a escena, Kenway la rodeaba con sus brazos y ambos giraban al compás de un romántico vals.
Terminada la música, el hombre atraía a la mujer hacia sí, parecía a punto de besarla… y bajaba el telón. Cuando volvía a levantarse el telón, Letty había vuelto a ocupar su lugar dentro del marco. Era entonces cuando con una voz que arrancaba lágrimas al auditorio, Keegan Kenway cantaba el número “fuerte” del espectáculo; “sólo un sueño”, una preciosa balada sentimental.
Debido a que su voz, que había sido magnifica, aún retenía parte de sus virtudes, Kenway lograba sumir el teatro en un profundo silencio. Incluso los espectadores que estaban cenando o bebiendo se detenían hasta que él terminara.
Isla no había visto nunca la obra, pero sí había leído los comentarios de la prensa y además, su padre ensayaba la famosa canción en casa, acompañado al piano precisamente por ella. Se sabía de memoria “sólo un sueño”, más no se cansaba de oírla, así que podía entender la impresión que causaba en el público.
Para Keegan Kenway, era el momento triunfal de la noche. Que no apareciera en la función de beneficio supondría no sólo que sería una desilusión para él, sino para todos los que habían pagado por verlo.
–Anímate papá, no creo que sea tan difícil encontrar alguien que ocupe el puesto de Letty.
El rió sin ganas.
–Las únicas que podría conseguir con tan poco tiempo son las viejas actrices que van a las agencias teatrales con la esperanza de conseguir algún papelucho.
–Entonces, ¿qué puedes hacer? ¡Necesitamos ese dinero¡
−¿Crees acaso que no lo sé?− dijo irritado Kenway−. Y esta tarde le avalé un pagaré a George Vance.
−¡Oh, no, papá!
−No podía negarle mi ayuda al muchacho.
–Pero, papá..., ¿qué va a ser de nosotros si continúas así?
Se hizo el silencio. Después, como si considerara que debía hacer un esfuerzo por reanimar a su padre, Isla dijo:
−Ven a cenar. Tal vez se te ocurra algo cuando hayas comido.
−Dame primero algo de beber.
–No, papá. Tú sabes que te hace daño. Mamá siempre te hacía comer algo cuando volvías de trabajar.
Isla se incorporó y cogiendo a su padre de la mano, le hizo ponerse de pie. Kenway se levantó con esfuerzo y la siguió a través de la habitación. Al pasar por la puerta se golpeó un hombro ligeramente contra el marco. Isla no dijo nada; simplemente lo condujo hasta el comedor, que quedaba al otro lado del vestíbulo.
En cuanto él ocupó su silla, Isla corrió por la sopa, que se mantenía en el fogón. La había preparado con gran esmero, tal como su madre le había enseñado a hacerlo. Era una sopa nutritiva y de sabor riquísimo. Mientras su padre empezaba a comer, Isla se dijo a sí misma que las cosas no podían ser tan malas como parecían.
Kenway terminó la sopa e Isla fue entonces por el filete, preparado tal como a él le gustaba. Cuando regresó, él ya había sacado una botella de whisky de la vitrina. Una ojeada al vaso de su padre le bastó a Isla para darse cuenta de que había en él mucho whisky y poca soda. Consideró preferible no hacer ningún comentario; pero, terminado el whisky, él le pidió vino tinto.
–Es lo indicado para acompañar la carne roja− alegó−. Debe haber del que traje la semana pasada.
–Sólo media botella, papá..., anoche bebiste una buena cantidad de vino.
–Supongo que hay más en el lugar de donde vino ése.
Isla adivinó que su padre estaba pensando en los espectadores ricos del Oxford, que ocupaban los mejores palcos y algunas veces le obsequiaban con bebidas.
Resignada, Isla fue por el vino y le sirvió un vaso, pero él no le permitió que volviera a guardar la botella.
–Creo que has bebido suficiente, papá, y tú sabes que no te beneficia.
–¡Nada puede ser peor que el lío en que estoy metido!− se exaltó Kenway−. Que voy a hacer Isla? ¿Qué diablos puedo hacer?
–Estoy segura de que encontrarás alguien que sustituya a Letty− dijo Isla, llena de confianza−. ¿Qué me dices de todas esas chicas que participan en la función? ¡Los periódicos dicen que son las más bonitas de todo Londres!