Prefacio:
Fue una nublada tarde de otoño, en la que terminaba de cerrar mi última maleta. Junto a mi madre nos tocaba mudarnos a Cashmere, un pueblito del condado de Chelan, Washington.
Tiempo atrás, solíamos visitar a mi tía Lía allí, cuando empezaban las vacaciones de verano, ya que Cashmere es nuestro pueblo natal. Aunque, en aquellos últimos cuatro o quizá cinco años, mi madre decidió que dejáramos de ir.
Recuerdo que el parque del pueblo era mi sitio favorito para dibujar o simplemente descansar, bajo algún árbol viejo a la hora de la tarde; luego debía regresar a casa antes del atardecer. Estaba lleno de pasto verde y saludable por las constantes lluvias, que cuando paraban, un arcoíris cruzaba siempre el cielo, hasta perderse en el horizonte.
El parque llegaba hasta la orilla del río Wenatchee, que separaba el pueblo de un profundo bosque montañoso lleno de pinos que se erguían orgullosos, por el cuál adquiría un ambiente misterioso, como los bosques de trágicas historias de seres fantásticos, como hadas, vampiros, hombres lobo…
Circulaba la leyenda, como en todos los pueblos viejos que tienen las suyas, en donde se decía que los vampiros y hombres lobo lo invadieron, llevándose a quien se atreviera a entrar de noche, con ellos...
Y aquella tarde, con mis doce años cumplidos hacía exactamente dos días, bajaba del coche de la mejor amiga de mi madre. Entre bajar las maletas y despedirnos –mi madre y Marina con lágrimas brotando de sus marrones ojos–, se hicieron las tres y media de la tarde, por lo que nos tuvimos que apresurar al aeropuerto. No debíamos perder el vuelo.
Al acercarnos a la familiar entrada, una nostalgia me invadió al leer el enorme cartel al costado, que citaba “Fresno Yosemite Aeropuerto Internacional”, y los recuerdos de los días pasados en Cashmere, y de mis años vividos en mi hogar en Porterville, California, me dejaban un sabor amargo, y a la vez una pequeña sensación de que algo muy bueno nos esperaba de regreso en nuestro pueblo natal.
Luego de mucha espera en aquellos asientos azules, y de hacer largas filas, por fin me encontraba recostada en el asiento del lado de la ventanilla, viendo como despegaba el avión y todo se hacía más pequeño, disfrutando que siempre me han gustado las alturas y los paisajes surrealistas que la distancia revela.
Luego de un rato de aburrimiento y del cansancio de la larga espera, me colocaba mis auriculares, sacando mi cuadernillo de anotaciones y empezando a garabatear una hoja en blanco. Y así los minutos pasaron, quedándome profundamente dormida…
Cuando el avión descendió, mi madre me despertó más risueña: ya habíamos llegado. Mientras guardaba los auriculares en mi pequeño bolso gris junto con mi MP4 y, al tomar mi cuaderno para guardarlo también, mi respiración se detuvo al ver lo que la página en la que garabateé mostraba.
El retrato de un joven se hallaba perfectamente dibujado. Hasta hubiera jurado que los trazos con lápiz n***o que conformaban los irises de los ojos, daban una pizca de tonalidad verdosa muy peculiar. Y como un flash de luz cegadora, lo recordé.
‹‹Ojos verdes esmeralda veteados con resplandor rojizo, piel blanca y tersa, cabello negruzco como el mismo cielo nocturno, carnosos labios carmesí formando una dulce sonrisa torcida…››
Lo había visto en sueños, hacía unas semanas. El mismo sueño que se repetía, como el que quizás y seguramente acababa de tener.
—¿Quién es Alessander? —preguntó Beatrice, mi mamá, sacándome de la ensoñación.
—¿Alessander? —devuelvo como respuesta, desconcertada.
‹‹¿De qué me perdí?››.
—Repetías ese nombre mientras dormías —informó con una sonrisa pícara —. ¿Hay algo que no sepa? ¿Un chico quizás?
—No, para nada.
Volví la vista al dibujo –que por suerte ella no alcanzó a ver, o eso esperaba porque lo más seguro era que no lo quiera mencionar ahora– y caí en cuenta de que ese extraño chico que había dibujado se llamaba Alessander. Tomando de nuevo el lápiz, escribí el nombre en un borde de la hoja, terminando de guardar todo para luego descender del avión.
Dentro del hall la gente caminaba apresurada, cosa que nosotras imitábamos para buscar nuestro equipaje con prisa. Mi madre me hizo esperar en la puerta mientras llamaba a Lía, y en ese momento aproveché para observar mejor a mi alrededor. Con intriga, veía a familias, parejas, e incluso personas solas, caminando sin cesar, hablando entre ellos o simplemente esperando con el celular en la mano. Por un ventanal que dejaba ver la amplia calle Pangborn Rd que nos conduciría a la avenida Grant Rd, se lograba apreciar el estacionamiento semi vacío, y el horizonte cubierto por el manto blanco de la nieve, y pocos árboles a lo lejos adornando el paisaje casi árido.
‹‹El clima al que le tengo tango aprecio y lindos recuerdos…››
—Ya la he llamado, dice que nos está esperando —anunció con su mirada iluminada, mientras me pasaba la manija de una de las maletas de carrito—. Vamos, ya quiero salir de aquí.
Al salir divisamos a Lía frente a su clásico y viejito Chevrolet azul, con la cajuela del baúl abierta, lista para acomodar nuestras cinco maletas.
—Ya era hora de que llegaran —nos saludó con su radiante sonrisa, envolviéndonos en un abrazo grupal.
—Hola hermana. ¡Ha pasado tanto!
—Lo sé, Bea. Me contarán todo en el camino.
Nos separamos y acomodamos el equipaje. Mi madre se ubicó de copiloto y yo en los de atrás. Parlotearon todo el trayecto desde el aeropuerto Pangborn Memorial, en East Wenatchee, hasta Cashmere, y me alegraba por ambas. Hacía unos años que mi madre no se veía con su gemela por cuidar de mí, allá en Porterville. Siempre fueron como uña y carne, pero… Luego de la llegada de mi padre y su hermano, y de que se enamoraran de ellos, ya no tenían tiempo para ellas; más con mi nacimiento, llegó el mudarnos a California…
Preferí solamente mirar por la ventanilla, pensando en aquel insólito dibujo. Todo parecía tan confuso, inesperado, pero simple también. Algo de lo que estaba segura. Una sensación que me invadía completamente.
Él iba a entrar a mi vida. Tarde o temprano, pero lo haría. Alessander… Un nombre peculiar para el chico extraño.
Capítulo I:
Cuatro años después…
Presente: lunes 16 de octubre, 2017.
Ya pasaron cuatro años desde la primera vez que soñé con Alessander. Lo que no esperé fue que luego de ése, vinieran más; algunos más aterradores que otros, revelando escenas e imágenes teñidas en sangre y fuego… Y otras –en la mayoría su cara, su voz, su risa–, transmitían una inexplicable paz y anhelo, siendo un reconfortante recordatorio de que, incluso en mi imaginación, no todo era caos y destrucción.
Aún sigo conservando el misterioso dibujo, junto con los tantos más que guarda mi tía Lía, que hice estando dormida durante estos últimos cuatro años. Tampoco he visto al propietario de aquel alargado rostro de marfil, pero en las últimas noches el soñarlo se hizo más frecuente y repetitivo…
Despierto gracias al irritante pitido del despertador, que apago de un manotazo. Restriego mis ojos mientras me siento en la cama, estirando mi espalda que truena agotada. La ventana abierta deja ver el cielo recién amanecido, y los colores amarillos y ligeros naranjas que lo surcan tiñendo las nubes de tonos pasteles.
—Hija —unos golpecitos suenan en la puerta entornada y mi madre se asoma con su impecable sonrisa habitual—, ya son las siete y media. Vamos, baja a desayunar que se te hará tarde.
—Ya voy mamá —contesto con la voz algo ronca, sintiendo la boca seca.
Bostezando, voy hasta el baño a lavarme los dientes y la cara, para luego preparar la ropa del día. Ya lista, tomo mi bata de baño y me meto a la ducha. Intento no demorarme, ya que antes del Instituto debo pasar por mi mejor amiga e ir a la biblioteca a recoger unos libros que hace casi una semana dijimos de retirar.
Salgo y me envuelvo en mi bata celeste contemplando mi reflejo en el espejo, mientras suelto la pinza que sujetaba mi cabello castaño lacio en un moño alto. Estoy nerviosa, ansiosa, y no sé el por qué. Sumando que el mal dormir por los sueños dejaron mi piel con apariencia enfermiza y más pálida de lo normal, sin contar el agotamiento físico y mental.
Me cambio con el conjunto de jean gris y blusa escarlata que dejé sobre la cama, y cuando termino de calzarme las zapatillas corro escaleras abajo para desayunar. Veo que ya están ellas reunidas en la cocina sirviendo un plato con tostadas, el frasco de mermelada y tres cafés como desayuno. Nuestro típico desayuno rápido desde que a mi madre le dieron más turnos para cubrir en el consultorio pediátrico del Central Washington Hospital y Clinics.
—Hola, gemelas —las saludo con un beso en la mejilla cada una, y paso a servirme una buena taza de café.
‹‹Voy a necesitar más de estas hoy››.
—Hola, cariño —mi madre me pasa la azúcar mientras ambas siguen prestando atención al televisor, en donde el canal de noticias anuncia la desaparición de una mujer de veinte años en Rock Island, un pequeño pueblo a unas cuantas horas de aquí—. ¿Cómo dormiste?
‹‹¿Dormir? Claro, sin contar los ataques de migraña que me deja de obsequio cada maldito sueño››, me doy una cachetada mental tratando de prestar atención a mi alrededor, un ligero mareo se hace presente, pero intento disimularlo bebiendo un sorbo de café.
—Bien mamá, gracias. ¿Y ustedes? —siento mis manos un poco adormecidas, y un escalofrío recorre mi espalda. Por algún motivo no puedo dejar de ver la pantalla en donde muestran la imagen de la mujer.
—Bien —dicen al unísono, mi tía se da cuenta de mi actitud y cambia de canal, dejando la transmisión de un reality show— ¿Terminaste los trabajos para la escuela? —inquiere mi madre con ojos suspicaces.
—Sí, y debo pasar a buscar a Sara hoy —doy el último sorbo al café, noto la preocupación en sus rostros y tomo la mochila para salir corriendo hacia la calle—. ¡No me esperen hoy, saldré con los chicos!
Antes de escuchar alguna réplica de mi madre, camino de prisa hasta mi coche color n***o brilloso. Andy le había apodado el EllieMovil en cuanto lo vio la primera vez, bautizándolo desde ese momento.
Al subir tiro la mochila en los asientos traseros y arranco. Lo bueno de este pueblo son las pocas personas y coches que hay por las calles, ya que tan sólo consta de aproximadamente tres mil habitantes.
Intento enfocarme en las calles, las personas paseando a sus perros en las veredas o simplemente caminado, pero mi mente sigue en esa desaparición. Ya es la quinta de esta semana, si bien es la primera en Rock Island, hubo otras cuatro desapariciones en dos ciudades al este, en otras ciudades dentro de Washington.
A los minutos me estaciono frente a la casa de Sara, y su cabellera negra parece bailar desquiciada a su alrededor mientras corre hasta el coche.
—¿Por qué tanta prisa? —pregunto cuando cierra la puerta y arranco nuevamente.
—¡Tengo noticias! Bueno, es un chisme, pero la señora Loren, del almacén, dice que una familia nueva se mudó aquí ayer —ni siquiera respira para seguir hablando, y aguanto una risa cuando su cara comienza a tornarse rosada—. Dicen que tienen dos hijos y que ambos irán a nuestra escuela. ¡El hijo mayor irá a nuestro año!
—Un compañero nuevo… ¿Eso es todo? —arqueo la ceja mientras doblo en la Elberta Ave para ingresar al estacionamiento de la biblioteca.
—No solo eso, dicen que vienen desde Italia y que son muy guapos. ¿Y si al fin es tu príncipe desconocido?
—Bueno… — carraspeo. No debo hacerme ilusiones, aunque el hecho de que los nervios me ganan, pues…— No voy a hacerme ilusiones, además, no sabemos si los sueños que tuve son reales o solo un problema con mi cerebro.
—Al menos déjame soñar con una historia romántica, aguafiestas —me saca la lengua molesta.
Estuve pensando en los sueños del chico de mis dibujos y en su mirada. Sus pupilas destilaban cariño en cada escena, pero a la vez todo en él era extraño. Contando de por sí que sólo lo veo en imágenes que aparecen mientras duermo. Quizá lo podría conocer en la escuela, o en algún lugar del pueblo. No sé cuándo, pero debo encontrarlo y saber quién es. Hasta hace una semana era casi un recuerdo guardado bajo candado en mi memoria, pero por razones que desconozco no he podido dejar de pensarlo y soñarlo constantemente, además de tener esta sensación de fuerza oprimiendo mi pecho. Llevaba años sin pensar tanto en Alessander, y sin tener esta angustia desesperante de hallarlo, pero por una extraña razón afloró nuevamente; como el recuerdo de un fantasma.
Estaciono entre unos coches y bajamos con tranquilidad. La fresca brisa del otoño nos golpea, y veo a mi amiga ajustarse más su chaqueta mientras cruzamos la puerta doble de vidrio.
La biblioteca es grande y llena de estantes repletos de libros de toda clase, dividida en tres secciones: el ala para niños al fondo, otra para investigaciones e historia, y el resto era de novelas literarias. La entrada tiene un escritorio donde la bibliotecaria, la señora María Cromwell –de unos sesenta años, con su castaño cabello velado de surcos de múltiples canas y su rostro pecoso cubierto de arrugas–, lee un viejo libro de páginas gastadas, inclinada en el respaldo de la silla. En las paredes de madera unos cuadros viejos y amarillentos cuelgan algo inclinados, y el piso de la entrada está cubierto por una alfombra gris y gastada.
Recuerdo que de niña cuando veníamos de visita al pueblo, siempre me gustaba estar aquí, además del parque, claro. Jamás fui muy sociable, solo tengo dos amigos aquí, y en Porterville tuve una amiga, pero con el pasar de estos años dejé de comunicarme.
Camino hasta las mesas en el sector apartado, y Sara escoge una cerca de los estantes. Ambas nos quitamos las camperas y las colgamos en los respaldos de nuestras habituales sillas para estar más cómodas. Estaremos un rato aquí y con la calefacción hace calor.
Mientras busco en la mitad de un estante, siento el peso de la mirada de alguien sobre mí. Volteo rápido, pero sólo veo el otro estante detrás, la tranquilidad de la biblioteca parece de surrealista, aunque con los nervios que estuve reteniendo estos días, lo más probable es que sea sólo mi mente. Y como si fuese mi imaginación, de un instante a otro dejo de sentir esa extraña sensación de ser observada, por lo que sigo buscando entre los libros hasta encontrar el que tengo en mente hace más de una semana, restándole importancia a lo de hace unos segundos.
Saco un par de libros que se ven interesantes y cuando, inconscientemente, miro el hueco en el estante que deja ver al otro pasillo, hay un chico de ojos verdosos mirándome…
‹‹No lo puedo creer…››
El shock me recorre el cuerpo. Incluso mi mente queda en blanco. Tantos años esperando verlo, y la conmoción gana. Cuando pestañeo ya no hay nadie, sólo la siguiente estantería.
Demoro unos segundos en reaccionar, sintiendo las piernas entumecidas y el corazón tan acelerado que quema; y eso no ayuda. En un instante de lucidez, en el que la adrenalina crece inmensurable dentro de mi golpeando mi sistema nervioso, corro desesperada y angustiada hacia el otro pasillo en donde él apareció…, pero cuando doblo no hay nadie. No quiero perderlo. No ahora, pero simplemente se esfumó.
—Tuvo que haber sido mi imaginación —murmuro con el corazón retumbando en mis oídos.
‹‹Sí… Seguro fue eso››.
Cuando logro despegar los pies del suelo me tambaleo mareada hasta sentarme, y poder apoyar mi frente entre mis manos. Mi cabeza me duele demasiado, al igual que el pecho.
No sé del todo qué acaba de suceder, pero no creo –o me niego a creer–, que sea sólo una ilusión, o un juego de mi mente. El sentido común me dice que eso no fue real, que sólo lo imaginé. Que la saturación de tantos días sin descansar bien ya afecta y distorsiona lo que veo. Pero a la vez, algo en mi subconsciente dice lo opuesto. No podía…
Me levanto bruscamente tomando mi campera y los libros. Elijo uno al azar de entre los que llevo ya que no alcancé a encontrar el que vine a buscar.
‹‹Debo salir de aquí lo antes posible››.
—¿Qué te pasó, Ellie? —Sara se acerca a mí rápido y toma mi brazo mientras deja un libro enorme sobre la mesa.
—Creo que lo vi… —suspiro cansada y resignada.
—¿En serio? ¡¿Era él?!
—Chist... —miro a todos lados—. Nadie debe saber. Recuerda.
—Lo siento… Pero si realmente es él, ¿qué piensas hacer?
Un nudo se aprieta en mi garganta, y quiero llorar. Aguantar tantas emociones durante cuatro años… No es sano.
—Esperar… Supongo.
Dejo en su lugar los otros libros que había tomado, y voy tomada del brazo con Sara, hasta la bibliotecaria que aún sigue leyendo sentada tras el escritorio.
—Buenos días. Quiero sacar este libro —le digo tratando de componer una sonrisa.
—Buenos días, jovencitas —contesta mientras saca un papel y anota dos fechas—. Son bellas historias de romance, seguro las disfrutarán. Bueno —golpetea un sello en dos fichas, y nos extiende ambos libros con una arrugada sonrisa—, los tendrán que devolver el veintitrés de octubre. ¿De acuerdo?
—Sí, está bien —asiento forzando una sonrisa lo más amable que puedo, y tras un saludo salimos hacia el fresco día.
Ya en el coche dejamos los libros en el asiento de atrás, y emprendemos camino hacia el Instituto. Si nos demoramos más llegaremos tarde.
Mientras el camino se hace más relajante, cantando a gritos las dos, los nervios y la ansiedad se van apaciguado. A los quince minutos aparco en el estacionamiento ya repleto del Cashmere High School, divisando a Andy que ya nos espera, sentado en la escalera de la amplia entrada repleta de adolescentes con el uniforme de la escuela y del equipo de futbol Bulldogs, rodeado por las porristas y el equipo de basquetbol apoderándose del sector opuesto en la entrada.
Al llegar junto a él nos abraza a modo de saludo, y caminamos los tres por el largo pasillo hacia nuestros casilleros.
—¿Cómo estuvieron el fin de semana? —curiosea el animado pelirrojo pasando un brazo por los hombros de mi amiga.
—¡Genial! Me la pasé viendo series, salieron unas nuevas de suspenso que están buenísimas.
—Pero Sara —cuestiona él arqueando una ceja burlonamente—, nunca terminas las series que ves. Ni siquiera terminas las últimas temporadas.
—Esta vez comencé unas que son cortas —contesta haciendo puchero.
—Apuesto a que tampoco las terminarás —y le revuelve el cabello mientras se ríe por la expresión exasperada de ella—. ¿Y tú Ellie?
—Bien, intenté de nuevo preguntar sobre mi padre, pero mi madre prefirió excusarse y cambiar de tema otra vez.
—¿Y tú tía sigue sin ayudarte? —Sara apoya una mano en mi brazo a modo de apoyo, y le sonrío encogiéndome de hombros.
—No, dice que es decisión de mi madre contarme, y que cuando sepa la verdad entenderé por qué no quisieron contarme nada. Pero no entiendo, y es ahora cuando quiero saber, no en unos años —retuerzo mis manos con incomodidad y frustración, hablar sobre mi padre no era algo grato, no por el hecho de que nos haya abandonado, sino porque era un tema tabú en mi casa, y eso era más que molesto.
Ambos intercambian miradas y Sara opta por cambiar de tema, aunque no es muy buena la opción que toma.
—¿Y si mejor le contamos a Andy lo que viste hoy en la biblioteca? —les revoleo los ojos y suelto todo el aire que no sabía que retenía.
—¿Qué viste Ellie?
—Lo vi… —balbuceo mirando hacia otro lado. Él me observa con los ojos muy abiertos exagerando concentración, y las palabras se me traban en la lengua. ¿Cómo puedo hablar del tema, si lo más probable es que fue producto de mi imaginación? Es como confirmar que estoy volviéndome loca. Y mientras más personas lo sepan, más lo comienzo a creer con certeza— A Alessander.
—¡¿Qué?! —Andy se para en medio del pasillo, y varios estudiantes se voltean a vernos.
—Cállate, marmota —Sara molesta le da un manotazo en el brazo, y siento mi cara arder en vergüenza.
—Ouchi —se soba el brazo—. ¿Te han dicho que tienes manos pesadas?
—Ni siquiera te pegué —contesta cruzándose de brazos, ofendida—. Solo te empujé por no tener ni una pizca de cuidado.
—Sí, claro —ahora sí espera a que el grupo que pasa cerca de nosotros se haya marchado, entre tanto nos acercamos a nuestros casilleros, para voltear a verme con seriedad—. Pero Ellie, entonces…
—Nada —lo interrumpo, abriendo mi casillero y tomando unos libros.
—Pero ¿por qué?
—Andy, no pude ni moverme cuando lo vi. Ni siquiera sé si es real… —recuerdo esos hermosos ojos mirándome a través del hueco de la estantería, y la rapidez con la que desapareció… Como si nunca hubiese estado allí— Él sólo se esfumó. Así, sin más —su cara totalmente desconcertada hace que suelte un bufido, agotada, y tomo una bocanada de aire para intentar reunir las palabras en mi mente y explicarme mejor—. Lo vi a través del hueco de una estantería en la biblioteca. Y cuando reaccioné, él ya no estaba. Fue como si nunca lo hubiese visto…
—Qué extraño —contesta rascándose la cabeza y apoyándose en el casillero de al lado del nuestro, pero de un instante a otro, su rostro se ilumina en asombro y me mira con una sonrisa burlona.
—Piensa rápido amiga, porque ahí viene —chilla Sara con los ojos con brillos de emoción y dando saltitos.
Y al voltearme, mi corazón se detiene.
‹‹Alessander…››