Era domingo por la tarde. Hermes y Hela habían acordado recorrer cerca de la playa para visitar los muelles y sentir la salina brisa del mar. Se había colocado un pantalón jean gris, una camisa blanca de mangas largas, un saco azul marino sin abotonar, unos zapatos Oxford y un cinturón marrón. Se había arreglado su cabello castaño y se había juntado una gran cantidad de un nuevo perfume que había comprado. Esta vez había dejado guardado sus gafas antirreflejos dentro del saco. Una cuidada barba ligera la adornaba el rostro y lo hacía lucir más guapo. Pero Hermes no se había percatado de eso; en sus adentros él seguía siendo un muchacho ordinario que pasaba desapercibido, pero la verdad era que era se veía atractivo e irresistible. No entendía por qué algunas mujeres que pasaban se le quedaban viendo y le sonreían de manera pícara. Aunque Hermes las ignoraba, solo esperaba poder ver a su precioso ángel de cabello dorado. Ya casi eran las tres de la tarde, la hora planeada para verse. Había decidido llegar más temprano para no hacer esperar a Hela: un hombre no debe hacer esperar a una dama, era lo que él pensaba. Cada segundo que pasaba en su reloj lo colocaba más nervioso, pero a la vez lo emocionaba, eran diferentes sentimientos los que le hacía experimentar Hela. Ya había transcurrido un mes desde que se habían conocido y su ángel le correspondía sus acercamientos y sus avances amorosos. Hermes casi no había podido dormir las noches anteriores; nada más, daba vueltas en la cama y se imaginaba como declararse a Hela. Tantas imágenes en su cabeza de la misma situación lo colocaban ansioso, también buscaba las palabras adecuadas para confesársele: ¿novia? ¿Esa palabra sería adecuada para dos adultos? No sabía si ese era el término adecuado, pero lo que sí había descubierto era que declarársele a la mujer que le gustaba era demasiado difícil y agobiante. Respiró profundo para calmarse, no debía lucir agitado o ansioso, no querría dañar el ambiente sin ni siquiera comenzar la cita. No tenía la menor idea de cómo lo haría, pero algo era seguro, y era que hoy se le declararía a Hela. No había pensado en una respuesta negativa de parte de ella, pero si lo rechazaba, era mejor evitar seguir enamorándose más de lo que ya estaba de su precioso ángel.
Hariella vio a Hermes con un atuendo que se le veía bastante bien, parecía nervioso y como si estuviera debatiendo con él mismo. Eso le hacía gracia, pues demostraba que se exaltaba, solo esperándola, eso lo hacía ver más lindo y sin los lentes, se veía más bello.
—Creo que he llegado a la hora justa —dijo Hariella, quitándose los lentes de sol y los hechizantes ojos azules de aquel muchacho que tanto le gustaba, se concentraron en ella.
Hermes escuchó la voz y su corazón no pudo latir más fuerte al ver a Hariella. Vestía un traje de dos piezas negras: un pantalón y un saco sin abotonar, una blusa color piel y unos zapatos de tacón grueso. En su cabeza traía puesto un sombrero y en su antebrazo derecho, colgaba su bolso. El olor de su fragancia era siempre la misma; le fascinaba olerlo, era irresistible.
—Exacto a las tres —respondió Hermes y la saludó con un beso en la mejilla.
—Bien, ya estamos aquí, empecemos con el paseo —sugirió Hariella y Hermes asintió.
Ambos comenzaron a caminar y el sonido de la madera del puerto resonaba con el de sus zapatos. Sus manos se chocaban en el andar, pero a contrario de la primera vez, este era el momento oportuno para hacerlo. Hermes abrió su mano, buscó a la de Hariella y entrecruzaron sus dedos, que ambos acomodaron sin decirse ni una palabra. Este momento era el adecuado y los dos lo deseaban, ya no había marcha atrás. Continuaron su caminata con las manos agarradas y disfrutaron como dos amantes enamorados; comieron helado y bebieron refrescos. A los dos le encantaba estar juntos y la atracción que sentían el uno por el otro cada vez era más fuerte en incontrolable. Al final llegaron a un largo muelle que en la punta era cuadrado para que los turistas se adentraran más a la playa y vieran mejor el mar.
Hermes estaba tan nervioso y asustado, que entró en estado de trance. El pecho le brincaba con vehemencia. Las manos le sudaban y sus labios le temblaban. Se los remojo con su saliva y se preparó para el gran momento que tanto insomnio le había causado en las noches anteriores. Hariella miraba al mar y él se giró hasta ella. Dudó, entonces, si lo debería hacer, hasta ahora, habían compartidos momentos agradables, pero si ella lo rechazaba, todo acabaría. En cambio, si no lo hacía, podrían continuar con sus citas.
«No», se dijo a sí mismo en su cabeza y recordó las palabras de la vendedora de flores que tanto lo habían ayudado para iniciar esta hermosa aventura: “a las mujeres les gustan los hombres decididos que inspiren confianza y las hagan sentir seguras, te lo digo yo que soy mujer y tengo bastante experiencia”.
—Hela —dijo el falso nombre que Hariella le había dado y ella se dio la vuelta para mirarlo.
Hermes le quitó el sombrero a Hariella y su sedoso cabello rubio saltó a la vista. Ambos se quedaron viendo y una llama se reflejaba en sus ojos. Logró obtener el valor para soltar la mano de Hariella y rodearla con ambos brazos, ella no se resistió. Hermes inclinó su cabeza y con lentitud se fue acercando a Hariella. Sus bocas se tocaron por primera vez y la sensación era mejor de lo que se esperaba.
«¿Así se siente un beso? Es agradable», pensó Hermes.
El nerviosismo desapareció de Hermes y cerró sus párpados para entregarse a la nueva sensación que los finos y carnosos labios que su precioso ángel le hacían disfrutar.
Hariella no se contuvo y rodeó el cuello de Hermes con sus brazos. Esto era lo que deseaba experimentar y no se resistiría a ello, ya estaba sumergida en un mar de sentimientos que apenas comenzaban.
Los labios de ambos se movían y casi se quedaron sin respiración. Se despegaron con sus rostros enrojecidos, sus mejillas calientes y con los labios húmedos de la saliva del otro. Se saborearon la boca y el pecho les brincaba con ardiente frenesí.
—¿Quieres ser mi novia? —preguntó Hermes, después del animoso ósculo, y ya se había relajado un poco. Al menos si lo rechazaba, lo haría después de mostrar su valentía por atreverse a hacerlo.
—Te tengo una propuesta mejor —dijo Hariella con una confiada y determinada sonrisa—. ¿Quieres casarte conmigo?