Hermes estaba en la empresa, cumpliendo con su trabajo de mensajero, llevando los paquetes a los receptores correspondientes. La rutina del día a día, con su carga habitual de entregas y trámites, tenía un ritmo casi mecánico. Sin embargo, había un momento en particular que siempre lograba romper la monotonía y llenarlo de una emoción contenida: cuando debía ir a la oficina de la CEO, Hariella Hansen.
Cada vez que recibía esa tarea, sentía un pequeño salto de emoción en su pecho. Caminaba por los pasillos de la empresa con pasos decididos, mientras sostenía los documentos en sus manos, anticipando ese breve encuentro con la poderosa directora. Al llegar a la puerta de su oficina, se tomaba un segundo para recomponerse, respirando hondo antes de entrar.
La puerta se abría con un suave empujón y, como siempre, Hariella estaba de espaldas, protegida por su imponente silla de escritorio. La luz suave de la tarde se filtraba por las ventanas, creando un halo alrededor de su figura. No podía ver ni el cabello, ni la ropa de ella, se mantenía oculta, manteniendo su identidad al resguardo de él.
—Pase —decía ella, su voz suave y firme, con ese maravilloso acento alemán que siempre lo dejaba hipnotizado. Había algo en la cadencia de sus palabras, en la forma en que pronunciaba cada sílaba, que lo fascinaba.
—Buen día, mi señora —dijo Hermes de manera cortés.
Hermes avanzaba con cuidado, dejando el paquete en el escritorio con la máxima delicadeza. No la conocía de forma personal, nunca había visto su rostro de cerca ni había tenido una conversación más allá de ese intercambio formal, pero solo de servirle a ella, a la magnate que dirigía la empresa con mano severa y ojos visionarios, le causaba una satisfacción profunda.
—Con su permiso —dijo él con la misma pasividad.
Hermes se retiraba con una leve inclinación de cabeza, siempre asegurándose de no perturbar su trabajo. Volvía a su rutina diaria con una chispa renovada, sintiendo que esos pequeños momentos en los que estaba cerca de Hariella Hansen eran como un reconocimiento silencioso de su propio valor dentro de la gran maquinaria de la empresa. Para Hermes, esos encuentros breves eran más que suficientes. Eran un recordatorio constante de la grandeza a la que aspiraba, un ejemplo vivo de poder y éxito. Y aunque solo fuera un mensajero, el hecho de contribuir de alguna manera al éxito de Hariella Hansen y su imperio le daba una inmensa satisfacción.
En una ocasión, mientras Hermes colocaba el documento sobre el escritorio de Hariella, ocurrió algo inesperado. Hasta ese momento, sus interacciones habían sido breves y formales, siguiendo siempre el mismo guion. Pero justo cuando se disponía a salir de la oficina, escuchó una voz que lo detuvo.
—¿Cómo te has sentido, Hermes? —preguntó Hariella Hansen de manera inesperada.
Hermes se detuvo en seco, sorprendido. Se giró ligeramente, manteniendo la compostura.
—Muy bien. Gracias por su interés, mi señora —contestó él de forma educada. La verdad era que no le causaba mayor esfuerzo ser el mensajero de la empresa—. Es un gusto trabajar aquí.
El despacho quedó en silencio por un momento, como si el aire mismo estuviera absorbiendo la novedad de la situación. Hermes no esperaba más preguntas, pero sentía una curiosidad creciente por la mujer detrás de la silla. Desde ese día, sus interacciones comenzaron a cambiar. En sus visitas siguientes, Hariella a menudo iniciaba conversaciones más casuales. Hablaban del clima, de los pequeños detalles de la oficina, y de vez en cuando, de algún evento importante en la empresa. Siempre lo hacía con su acento alemán característico, que Hermes encontraba fascinante.
—¿Has visto la nueva exposición en el museo? —preguntó ella una vez.
—No, pero he oído que es impresionante —respondió Hermes, sorprendido por el tema tan mundano y cercano.
A pesar de estas conversaciones más personales, Hariella seguía manteniéndose de espaldas, siempre protegida por su imponente silla de escritorio. Hermes nunca tuvo la oportunidad de conocerla realmente o ver su rostro. Sin embargo, cada vez que hablaban, sentía que una barrera invisible se iba desvaneciendo poco a poco. Estas interacciones, aunque breves y superficiales, le daban a Hermes una visión más humana de la poderosa magnate. Comprendía que, a pesar de su posición elevada, ella también buscaba conexión y comprensión. ¿Solo con él? ¿Con el mensajero? Este cambio en su dinámica le brindaba a Hermes una satisfacción renovada en su trabajo, sintiéndose cada vez más valorado y cercano a la figura enigmática de Hariella Hansen.
Así, sus conversaciones continuaron, convirtiendo lo que antes era una rutina mecánica en una interacción rica y significativa. Para Hermes, estos pequeños momentos eran suficientes para sentir que formaba parte de algo más grande, y le daban un propósito renovado en su rol dentro de la empresa.
Un día, cuando Hermes llegó a la oficina de Hariella, notó algo diferente. Un portátil y varios documentos estaban desparramados en una de las mesas dentro del despacho presidencial, un desorden inusual en el meticuloso espacio de la CEO.
—Ven, entrégamelo —dijo Hariella de manera imperativa—. Por la derecha.
Hermes, con el documento en la mano, rodeó el escritorio como se le indicó. Mientras caminaba, notó que Hariella se iba girando con lentitud, siempre manteniéndose de espaldas a él. Había algo en el aire, una tensión sutil pero palpable. Cuando estuvo cerca de la silla, ella extendió el brazo y lo sacó de la protección del respaldo.
Su mano estaba cubierta por un guante de seda n***o, que solo dejaba ver su extremidad esbelta y delgada. La elegancia y el misterio de esa mano enguantada aumentaron el aura enigmática que siempre rodeaba a Hariella Hansen. Hermes sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y su corazón latió con fuerza, como si presintiera que algo importante estaba por suceder. No entendía por qué, pero que ella se mantuviera desconocida y protegiendo su identidad la convertían en una entidad sobrenatural, misteriosa y señorial que, le resultaba inalcanzable y difícil de presenciar, como si sus ojos no fueran dignos de atestiguar el aspecto divino de La Magnate.
Hermes retrocedió un paso, viendo cómo ella volvía a quedar oculta detrás de la arquitectura rectangular del escritorio. Ese breve momento en el que había estado tan cerca de ella, en el que había visto una parte de su figura oculta y le dejó una impresión indeleble. Sentía que había cruzado una línea invisible, aunque aún se encontraba a una distancia significativa de conocer a la verdadera Hariella.
El silencio en la oficina era casi ensordecedor. Hermes entregó el documento y, esperó. Su respiración era un poco más rápida de lo habitual. La presencia de Hariella, sin ni siquiera verla a la cara, le causaba una presión y un gran peso sobre sus hombros. Era una mujer demasiado importante, poderosa y millonaria.
Hariella tomó el documento con elegancia y lo dejó en su regazo. Moldeó una sonrisa sagaz y de alegría. Esta situación con Hermes le resultaba emocionante. Podía compartir con él, como Hela Hart, de citas, salidas y conversaciones amenas. Pero en la compañía eran jefa y empleado, dos seres que estaban en lados contrarios de la cadena jerárquica. Uno estaba en el lugar más bajo, un plebeyo, mientras que ella, se alzaba en la cima de la corona, sentada en sala real, en su trono, como la reina.