Hermes esperaba a Hariella al frente de la notaría. Estaba nervioso y a la vez emocionado, ya era de tarde y pronto sería la hora de la boda; sabía que ella era puntual como una británica. Llevaba puesto el traje n***o y la camisa blanca que Hariella le había regalado el día anterior, se había guardado las gafas dentro de su saco y su pecho estaba adornado por una corbata de moño que era oportuna para la ocasión. No pudo contener una sonrisa cuando vio a la hermosa mujer de vestido, tacones y sombrero n***o que caminaba hacia él; era preciosa.
Hariella tenía una figura envidiable y unos atributos de fantasía, ni grandes ni pequeños, su silueta era perfecta, como si hubiera sido tallada a mano por el mejor de los artistas y de ese proceso hubiera resultado su hermoso ángel de cabello dorado y esa dulce mirada azulada. Caminó hasta Hermes; él se veía atractivo. Tenía el semblante de un joven apuesto y la de un hombre sincero. No se dijeron nada y se saludaron con un beso en la que disfrutaron del gratificante sabor de sus labios.
Hermes respiró para recuperar el aire y se percató de la pareja que estaba detrás de su prometida.
—¿Quiénes son ellos? —preguntó Hermes en un susurro cerca de la oreja de Hariella y ella se erizó ante el tacto de la respiración de él.
—Son nuestros testigos —respondió Hariella con neutralidad.
Hariella le había pagado a una pareja desconocida. No quería involucrar a Lena ni a Amelia; ellas ni siquiera sabían que estaba por casarse, este era un asunto que no le concernía a nadie más que a Hermes y a ella misma.
—¿Y Lena? —interrogó Hermes; ella era su amiga y era más factible que la hubiera elegido.
—Estaba ocupada y tampoco le he dicho nada —dijo Hariella, revelando un mayor carácter en el tono de su voz—. La boda es de los dos, no de nadie más. —Extendió su brazo hacia Hermes y él la recibió con cariño—. Ya es hora…
La ceremonia tardó varios minutos, pero se llevó a cabo sin ningún inconveniente y luego salieron con el registro de matrimonio que los acreditaba como esposos: Hermes Darner y Hela Hart, ahora eran marido y mujer de manera legal.
Hariella se había encargado de todo lo relacionado con el papeleo y los documentos, no había nada que una buena suma de dinero no podía arreglar.
Hermes creía que estaba viviendo un sueño, la había conocido hace un mes y ya era su esposa. Además, era la mujer más linda y agradable que había podido conocer. Lo que ocurriera de ahora en adelante debería ser mejor, eso pensó. La alegría le llenaba el pecho y no podía dejar de admirarla, podría pasar horas seguidas viéndola y no se cansaría, pues era la mujer que amaba y estaba seguro de que nunca se cansaría de verla. Disfrutaron de un paseo por las calles de la ciudad con las manos agarradas y pronto la noche inundó el cielo con su oscuridad, pero esta era distinta, a pesar de su lobreguez, hoy se veía radiante y acogedora. Se sentaron en una banca pública de madera y charlaron felices, bajo la luz de las lámparas. Pero la misma naturaleza estaba a su favor y en el tranquilo cielo nocturno resplandeció un fulgurante rayo y luego se escuchó un ensordecedor trueno que los hizo colocarse en pie para buscar refugio. Las gélidas gotas de agua descendían de los cielos como un inmenso ejército. Los dos salieron corriendo entre sonrisas, observaron el semáforo de los peatones que estaba en verde y pasaron la carretera por la parte en donde el asfalto estaba pintando con líneas blancas. Se cubrieron bajo el techo te una tienda y se pararon a lado y lado con las manos bien sujetadas. Se miraron y se sonrieron, la lluvia los había alcanzado a mojar. Pero esta misma escena ya la habían vivido.
—¿Recuerdas que lo mismo pasó el día en que nos conocimos? —preguntó Hermes, nostálgico.
—Claro que lo recuerdo, cómo podría olvidar el día en que conocí a mi esposo —comentó Hariella, con gracia—. Apenas nos vimos por primera vez y míranos ahora; estamos recién casados.
—Fue por tu bolso —dijo Hermes—. Si no hubiera sido por el robo no habíamos podido conocernos.
—Entonces creo que lo guardaré como una reliquia —dijo Hariella, y en sus ojos brillaron cuando un taxi se detuvo al verlos—. Vayamos hacia tu apartamento —Señaló con su mano el auto amarillo—. Es mejor que estar aquí, ya me está dando frío.
Hermes no lo dudó y en una veloz carrera llegaron al automóvil amarillo y luego los dejó en el edificio donde él vivía. Subieron al ascensor y recorrieron los pasillos. Ambos se miraron con timidez al llegar a la puerta del apartamento de Hermes. Entraron y ante ellos se reveló una sala de estar pequeña con todos los muebles en orden. Hermes lo había arreglado y limpiado para hoy, tuvo un presentimiento que lo impulsó a hacerlo y también había preparado una sorpresa más por si se daba la ocasión.
—¿Puedo cargarte? —preguntó Hermes, calmado pero susurrante.
Hariella dio su aprobación y él le quitó el sombrero, el bolso y los dejó en la mesa de la sala.
Hermes se encorvó y puso su mano izquierda en la parte trasera de las rodillas de Hariella, la derecha en la espalda y la cargó en sus brazos como a una princesa, o en este caso, como a una auténtica reina.
Hariella se sujetó en la nuca y el hombro de Hermes, mientras sus ojos se cruzaban con incipiente frenesí.
Hermes la trasladó hacia su habitación y la puso de nuevo sobre sus pies con cuidado. Había una gran cama cubierta de sábanas blancas, decorada con rosas que formaban un corazón. También, había dos lámparas a los lados de la cabecera que estaban pegadas en la pared. Además de globos rojos de la forma del amor que estaban amarrados en la madera. El olor de perfume de flores anegaba cada rincón del cuarto.
Hariella respiró para tranquilizarse, pocas veces había estado nerviosa, pero la situación en la que se encontraban era demasiado oportuna para ellos: se habían casado y tarde o temprano consumarían su matrimonio, y sus fantasías se habían disparado desde aquella noche bajo la lluvia, era lo mismo: no, se corrigió a ella misma. En aquella ocasión eran dos desconocidos y se habría visto muy mal que una mujer se hubiera dejado llevar a la cama con tanta rapidez, pero los sentimientos de ambos habían florecido y con eso la necesidad de llegar cada vez más lejos que solo besos. Ahora eran marido y mujer y ya nada podía impedirlo. Se agachó con sensualidad ante la vista de Hermes para quitarse los tacones y los acomodó para no dejarlos regados. Pasó sus manos por su cabello rubio, que era como hebras de seda dorada. Movió su cabeza de izquierda a derecha con delicadeza para recuperar el volumen que el sombrero le había quitado al tenerlo puesto.
Hermes se le quedó viendo y cuando Hariella terminó de sacudirse, ella lo veía con insistencia. Vio en los ojos de la mujer que lo miraba, la intensa flama del deseo y la pasión, era aprobatoria y lo llamaba hacia ella. Se desamarró el corbatín y se desabrochó el saco para dejarlo sobre la mesita de noche. Luego se quitó los zapatos, las medias y avanzó hacia ella con el corazón a punto de estallarle. No se habían hablado mucho, pero era claro lo que sucedería y ellos lo querían. La abrazó por la cintura y la pegó hacia él. El cuerpo de ambos ardía y sus labios temblaban. Se habían dado ya bastantes besos en muchas ocasiones, pero estos sabían diferentes, eran más incitadores y deleitosos que los anteriores.
Hariella lo rodeó por el cuello para poder mantenerse en pie. Un fuego le asaltaba el pecho y un cosquilleó nació en su vientre que le llegaba hasta su entrepierna; era como en la cama de su mansión cuando imaginó el primero beso, pero esta sensación era más intensa y sabia la manera en que lograría calmarla.
Hermes recorrió la espalda de Hariella con lentitud, hasta llegar a los glúteos de ella. Abrió sus palmas y en sus manos agarró las nalgas de Hariella y le dio un fuerte apretón. Hariella soltó un suspiro y la viveza de su beso aumentó a ritmos casi maratónicos.
La virtud de Hermes se había endurecido ante la excitación y se le notaba en el pantalón. Hariella se dio cuenta de la rigidez de Hermes en la parte baja de su barriga y el ardor ya era incontrolable. En esta instancia no había posibilidad de parar, estaba segura de que ninguno de los dos podía detenerlo, pero también que ninguno quería cesar lo que ya habían iniciado.
—Siéntate —dijo Hariella. Su voz salió sin fuerza y temblante.
Hermes obedeció y se acomodó en el colchón que se hundió cuando se sentó.
Hariella se dio media vuelta y se apartó el cabello rubio hacia un lado para revelar el cierre de la prenda, no tuvo que decir nada y Hermes le liberó la cremallera.
—Ya —dijo Hermes.
Hariella dio un paso hacia atrás y se volvió a girar hacia Hermes. Llevó sus manos hasta sus hombros y con sutileza se dejó caer el vestido. Mostraba ahora sus delirantes curvas y su seductora ropa interior de encaje n***o semitransparente.
Hermes quedó hechizado observando los abultados senos de Hariella que detrás de la tela se le notaba las rosadas aréolas y los finos pezones. El abdomen plano y el bello punto del ombligo. No había imaginado a su hermoso ángel con tal provocativa vestimenta, pero su imaginación ya había sido consumida por sus pensamientos eróticos.
Hariella también se quitó el sujetador para descubrir la parte superior de su cuerpo en su totalidad.
Hermes tragó saliva y miraba atento a Hariella. Se levantó, le acarició el sedoso pelo y volvió a besarla con ansias. Sus lenguas jugueteaban y sus labios se mojaban. La fue conduciendo hacia el lecho y la recostó con suavidad en la cama.
Hariella abrió sus piernas para recibir a Hermes y él se hizo espacio entre ellas aun con su traje de novio puesto.
Hermes luchó consigo mismo para desprenderse de aquellos labios con los que quería seguir deleitándose. Se puso sobre sus rodillas y se quitó la camisa blanca, revelando su torso marcado. Apoyó sus manos a los lados del rostro de Hariella y continúo besándola con voraz apetito. La piel de ambos se tocaba con incalmable fervor. Las mejillas se les enrojecieron y sus pechos saltaban con desbocada agitación.
—¿Estás segura? —preguntó Hermes, jadeante, cerca de la boca de Hariella y sus precipitadas y cálidas respiraciones chocaban con agrado—. Tiemblas, mi ángel.
Hariella envolvió la espalda de Hermes con sus brazos y sus ojos azules centellearon.
—Tiemblo porque me importas —respondió Hariella—. Y, por eso, sí quiero seguir. Además, es la noche de nuestra boda.