Sentí que esa noche dormí de maravilla. Cuando abrí los ojos, estaba recostada sobre el pecho de Peter mientras él me rodeaba con su brazo. Me alejé cuidadosamente para que no se diera cuenta de lo sucedido.
—Buenos días, señorita —saludó Peter, con una sonrisa.
—Buenos días, señor —respondí, intentando ocultar mi nerviosismo.
—¿Cómo durmió? —preguntó, con un tono que parecía conocer la respuesta.
—De maravilla, señor —dije, tratando de sonar casual.
—Pude darme cuenta —añadió, con un toque de picardía.
—¿Qué dice, señor? —pregunté, fingiendo no entender.
—Oh, nada, nada —dijo Peter, disimulando.
Me hice la desentendida, pero sabía que él se había dado cuenta de lo sucedido. Tomé una ducha rápidamente; no quería hacer esperar a mi jefe o, mejor dicho, a mi esposo. Peter era muy impaciente en muchas ocasiones.
—Señor, puede entrar al baño. Disculpe la tardanza —dije, saliendo del baño con la prisa del momento.
—No pasa nada. Pedí que le compraran algo de ropa, así que deben de estar casi aquí —respondió Peter.
—Gracias, señor, pero no se hubiera molestado —dije, sorprendida por su consideración.
—Ahora es mi esposa y todo lo que tenga que ver con usted me incumbe —afirmó Peter, con firmeza.
Peter no esperó que le respondiera y se dirigió al baño. En ese momento, tocaron la puerta de la habitación. Tal como él había dicho, era la ropa para mí, y del tamaño adecuado.
—Laura, por favor, puede venir al baño —llamó Peter desde adentro.
—Señor, deme un momento. Me estoy cambiando —respondí, tratando de ponerme la ropa lo más rápido posible.
—Venga ahora, es urgente —insistió Peter.
Solo me había puesto la blusa. Corrí hasta el baño para saber qué le sucedía.
—Señor, ¿qué le pasa? —pregunté, preocupada.
—No puedo bañarme bien en esta ducha. Necesito ayuda, por favor —dijo Peter, con un tono serio.
—Señor, ¿y cómo haría eso? Es decir, no quiero mirarlo —respondí, nerviosa.
—¿Señorita, no ha visto un hombre desnudo? —preguntó Peter, un poco divertido.
—Sí, señor, pero solo en televisión —dije, intentando mantener la compostura.
—Señorita, necesito que entre a la ducha y me ayude a bañarme ahora —insistió Peter.
Entré al baño muriéndome de los nervios. Lo vi sentado desnudo en su silla de ruedas. Vaya, qué cuerpo tenía mi jefe; parecía que iba al gimnasio todos los días. Simplemente, era perfecto.
—Señorita, usted tiene unas manos muy suaves —comentó Peter, mientras lo ayudaba a bañarse.
—Gracias, señor —respondí, tratando de concentrarme.
Trataba de cerrar mis ojos o no enfocarme en él, pero era inevitable. Él tenía una erección. Me preguntaba qué estaba viendo. Su m*****o era... lindo, de buen tamaño. Es decir, no sé de esas cosas, pero se veía bien...
—Odio depender de la gente para hacer mis cosas. Odio estar en esta silla de ruedas —dijo Peter, con frustración.
—Señor, yo lo puedo bañar todos los días con gusto —ofrecí, sinceramente.
—¿Qué dice usted, señorita? Ni que fuera una enfermera —respondió Peter, sorprendido.
—No lo soy, pero estudié masaje. Creo que lo que le hace falta a sus piernas son masajes diarios de 20 minutos, es decir, en la mañana antes de levantarse y en la noche antes de acostarse —expliqué.
—¿Y en qué momento hizo esa carrera? —preguntó Peter, intrigado.
—Los domingos, en mi día libre —respondí, sonriendo.
—Es usted una caja de sorpresas. Sabe de números, resuelve problemas en la empresa y ahora resulta que es masajista —dijo Peter, impresionado.
—Pues sí, me gusta el buen funcionamiento del cuerpo —respondí, con modestia.
Salimos del baño y Peter, mi jefe-esposo, me pidió un masaje en sus piernas como prueba.
—No tengo los materiales para hacerle el masaje —dije, preocupada.
—Pienso que una buena masajista no necesita nada más —respondió Peter, con confianza.
Me acerqué a él, le pedí que se acostara y empecé a masajear ambas piernas.
—Realmente se siente bien, muy bien. Tengo que reconocer que tiene buenas manos; este masaje me está relajando —dijo Peter, relajándose.
—Ese es el objetivo, que las personas se sientan bien y libres —respondí, contenta por su satisfacción.
—¿Dice las personas? ¿Acaso le da usted masajes a alguien más? —preguntó Peter, curioso.
—Pues sí, señor. Lo hago después del trabajo con citas previas —respondí, un poco nerviosa por su reacción.
—¿Qué público tiene? ¿Hombres y mujeres o más a unos que a otros? —preguntó Peter, con interés.
—La verdad, son más hombres que mujeres. Supuestamente, el hombre está más estresado —dije, intentando ser neutral.
—Pues eso se acabó, señorita. De ahora en adelante, mi esposa no puede tocar el cuerpo de nadie que no sea su esposo —declaró Peter, con firmeza.
—Señor, no veo nada de malo en eso. Solo estoy ayudando al buen funcionamiento del cuerpo —dije, intentando razonar.
—Pues desde ahora, esas personas tendrán que buscar a otra masajista. No quiero que esté en boca de nadie y menos estarlo yo —sentenció Peter.
—No me parece justo, señor, que tenga que dejar de hacer algo que me gusta —protesté.
—No dejará de hacerlo porque me tendrá todas las noches y las mañanas para que me haga sus masajes —respondió Peter, sin ceder.
—Pero señor...
—Es mi última palabra —dijo Peter, tajante.
No dije nada más. Conocía a mi jefe y sabía que sus respuestas eran contundentes y no había forma de revertirlo.
Pasamos todo el día trabajando desde la casa de campo. Cuando llegó la hora de la cena, nos sentamos frente a frente.
—Laura, ¿está usted enamorada de alguien o tenía algún novio antes de decidir casarse conmigo? —preguntó Peter, inesperadamente.
—Estoy enamorada de alguien, señor, pero no tengo novio —respondí, sorprendida por la pregunta.
—Ok, y ¿puedo saber quién es el afortunado de su cerebro y sus manos? —preguntó Peter, con una sonrisa.
—Jaja, no me haga reír, señor. No es para tanto —respondí, riendo nerviosamente.
—No bromeo, es en serio —dijo Peter, mirándome a los ojos.
—Entonces, si no bromea, dígame, ¿por qué no se casó con Missi? —pregunté, curiosa.
—No lo hice porque no quería atarla a mí para siempre. La amo demasiado para permitir que eso pase —respondió Peter, sinceramente.
—¿Es decir que en ninguna circunstancia usted volvería con ella? —pregunté, intrigada.
—Así es. Aunque le confieso que si ella me hubiera buscado incluso el mismo día de nuestra boda, me hubiera quedado con ella. Pero era de esperarse que no le importara porque no quería estar atada a mí —dijo Peter, con tristeza.
—Señor, usted es muy hermoso. Además, aún en esa silla de ruedas, puede hacer grandes cosas —dije, tratando de consolarlo.
—Gracias por sus palabras, señorita —respondió Peter, con una sonrisa.
Después de tres días, regresamos a la ciudad para trabajar como jefe y secretaria.
En la oficina, todos me miraban raro. Peter y yo acordamos que en el trabajo solo seríamos jefe y secretaria, por lo que nuestra vida privada no sería ventilada de ninguna forma.