Cuando Étaín regresó, pálida y muerta de cansancio, Edna fue a su encuentro. La viejecilla advirtió los ojos anegados de lágrimas, los moretones que le surcaban las mejillas, el gesto de pesar que le envejecía la cara. Con suma delicadeza la rodeó con un brazo y le ayudó a entrar en la casa. Morgana, cansada y afligida, se dejó arrastrar por ella sin pronunciar palabras. La viejecilla le preguntó si estaba herida y la muchacha negó con la cabeza. —Son solo unos rasguños—contestó—, pero no es nada de qué preocuparse. Edna asintió, aunque no estaba del todo convencida. —Vamos a la cocina. Está pálida y fría. Le daré un poco de leche caliente para que entre en calor. Morgana hizo un gesto de afirmación con la cabeza y soltó un suspiro. La vieja, sin detenerse, la miró con aprensión.