Ramón y Aurora, tíos de Joaquin y su hermana Sofía, serían los anfitriones de la celebración que tendría lugar en la casona de veraneo de la familia. Los padres del prometido de Violeta habían muerto cuando él y su hermana eran aún unos chiquillos. El tío Ramón los había acogido en su casa y los había criado como a hijos, además de los dos propios: Andrés y Juan.
Violeta ya había sido presentada tiempo atrás a la familia de su prometido. Pero, como estirpe de recio abolengo que se preciara, era costumbre de la casa reunir a todos sus componentes para dar sello de oficialidad a compromisos tan importantes como una futura boda.
La comida se celebraba en un día caluroso de Junio. La casona de los tíos de Joaquin había sido preparada con una gran mesa en el cenador del jardín, donde el sol no conseguiría martirizar a los asistentes. Dos camareras servirían el evento, mientras el chef y un cocinero de apoyo serían responsables de la preparación de las delicias a dispensar.
Joaquin y Violeta llegaron sobre la una de la tarde, justo para el aperitivo que precedería a la comida. Encontraron el portón de acceso a la finca abierto y se colaron dentro con el todoterreno recién estrenado de Joaquin. Todos los demás invitados debían de haber llegado ya, a tenor del número de coches estacionados en el aparcamiento interior al aire libre. Incluso el parking cerrado había sido ocupado en sus tres plazas como indicaba la señal de «completo» que algún bromista había situado a la entrada.
«Ya está el cachondo de Berto con sus bromitas», pensó Joaquin.
Una vez hubieron aparcado, Violeta y su novio cruzaron el edificio principal y salieron al jardín donde el resto de invitados iniciaban un brindis. Violeta comprobó que, en efecto, allí no faltaba casi nadie. Los únicos ausentes a primera vista eran el tío Ramón y su sobrina Sofía, hermana de Joaquin.
En primer lugar estaba la anfitriona, Aurora. A su derecha, sus hijos Andrés y Juan con sus mujeres, Laura y Rocío, respectivamente. A la izquierda, Berto, el prometido de Sofía. Una camarera sostenía una bandeja con varias copas de champán que ofreció a la pareja como bienvenida.
Los recién llegados hicieron turnos para saludar con los besos de rigor a los ya presentes y, tras finalizar, Joaquin preguntó por su tío.
—¿Dónde está el hombretón de la casa? —dijo en tono de broma.
Su prima Rocío se acercó a él y le agarró de un brazo.
—Ramón está en su buhardilla, trabajando en uno de sus libros —les anunció—. Me pidió que os dijera que subierais a saludarle en cuanto llegarais.
—De acuerdo —replicó Joaquin y se giró hacia su novia—. Violeta, querida, subamos a saludar a tío Ramón.
—De acuerdo, vamos —replicó la joven tomando de una mano a su prometido.
—No, espera —Rocío retuvo a Joaquin, apretando el brazo del que le tenía agarrado desde que se saludaran—. Necesito hablar contigo de un tema urgente. Violeta, vete subiendo tú, cielo, que yo te mando a tu novio en cinco minutos.
Violeta se detuvo extrañada, y miró a su prometido a la espera de una señal de aprobación.
—¿Tan urgente es? —preguntó Joaquin—. ¿No puedes esperar a que saludemos a Ramón?
—No… verás… —titubeó Rocío—. Es un tema delicado y que tengo que resolver enseguida. De hecho, mi abogado espera que le llame antes de las dos para darle una respuesta. Violeta —dijo mirando a la joven—, mejor no esperes a Joaquin, te lo envío en cuanto hable con él.
El hombre asintió mirando a Violeta y ésta se alejó camino de la casa. La mirada de Joaquin no era limpia. Una sombra ensombrecía sus pupilas.
—Vamos, primo, sentémonos bajo aquella pérgola y te cuento mi problema, a ver qué me aconsejas —dijo Rocío tirando de Joaquin.
*
Violeta conocía la casona por dentro. Había estado en ella en varias ocasiones. La buhardilla, sin embargo, era una de las estancias a las que nunca había osado subir. En esa planta, tío Ramón disponía de una sala personal y privada hecha a la medida de sus necesidades —y de sus caprichos—. Muy pocos tenían acceso a ella y solo por invitación.
La casa se hallaba vacía y silenciosa, a excepción del ruido de cacerolas y alguna voz lejana que provenían de la cocina, situada en la planta baja del edificio. Violeta subió los peldaños de la gran escalera que conducía a la primera planta. Giró a su derecha y enfiló el segundo tramo, antes de embocar el tercero y definitivo.
Al llegar a la buhardilla, la puerta de la estancia que la ocupaba se hallaba abierta. Oteó el interior y no vio a nadie, así que se adentró despacio. Lo que en ella encontró era un entorno idílico… para un ermitaño. El espacio era amplio, de no menos de sesenta metros cuadrados, y todos los muebles eran vetustos y lujosos. Lo único que podía decirse en su contra era que habían conocido tiempos mejores. Todos ellos se veían ajados por el paso de los años, y descuidados en relación a su limpieza.
Recorrió con la mirada la estancia y descubrió la mesa de escritorio en un caos de papeles, carpetas, cuadernos y un largo etcétera de instrumentos de escritura. El ordenador portátil apenas se veía bajo una maraña de documentos.
El resto de las paredes se hallaba tapizado de librerías desde el suelo hasta el techo, a excepción de un gran sofá cama en forma de «L» que cubría el esquinazo izquierdo más alejado de la puerta de acceso. En su vida había visto tantos libros en una habitación —más bien una biblioteca— particular. Habría sido de admirar si no hubiera sido porque los libros se apilaban sobre las estanterías sin orden alguno. Más pareciera que hubiera pasado por allí una banda de bárbaros y la hubieran revuelto a conciencia.
En relación al sofá cama, por otro lado, hubo un detalle que la dejó perpleja: la litera se hallaba desplegada y revuelta, como si hubiera sido utilizada en las últimas horas. Probablemente tío Ramón había hecho noche en ella, se dijo Violeta.
La joven se encontraba absorta encajando los detalles de tan siniestro lugar, cuando a su espalda oyó un «clic» que era fácilmente atribuible a un pestillo que se cerraba. Se giró asustada y descubrió que era el tío Ramón quien había cerrado el acceso a la sala con el seguro interno de la puerta.
—Bienvenida a mis aposentos, querida —dijo con voz engolada, imitando a algún galán de cine aunque sin mucha convicción.
—Ah, hola, tío Ramón —respondió ella y se quedó inmóvil.
Ramón se acercó hacia ella y no se detuvo hasta que sus caras casi se rozaron. Sin una palabra más, el tío de Joaquin rodeó a Violeta con un brazo y le aprisionó una de las nalgas, apretándola con avaricia. Violeta abrió la boca para emitir una queja, pero Ramón la tomó al asalto y su lengua húmeda se coló en ella antes de empezar a lamerla con un jadeo continuo.
—Joder, como me gustas… —suspiró el hombre.
La mano libre se había apoderado de uno de sus senos, amasándolo con ansiedad, y rozaba la pelvis con su pene, restregándolo contra ella para que Violeta notara su dureza.
Tras unos segundos de sorpresa, Violeta consiguió liberarse del abrazo y retrocedió dos pasos.
—Pero… tío Ramón… —dijo con los ojos como platos—. ¿Qué es lo que haces?
—¿A ti qué te parece, querida? —replicó chulesco.
—Joder… no sé…
—Pues creo que está claro… —la expresión socarrona de Ramón atemorizaba a Violeta—. Lo que pasa es que estoy muy cachondo y, para reducir mi calentura, había pensado en follarte antes de comer…
—¿Qué… dices…? ¿Te has vuelto loco? —se quejó ella con el bolso sobre los senos a modo de defensa—. Tu sobrino va a subir en cinco minutos, nos puede descubrir…
Ramón sonrió con suficiencia.
—Ah, no, cielito… ya se encarga Rocío de entretenerlo media hora… Tenemos tiempo suficiente para echar un polvo rápido…
—¿Ro… Rocío? —Ahora comprendía Violeta la insistencia de la mujer al querer retener a su novio. La muy zorra le estaba despejando el terreno a su suegro.
—Venga, guapa, déjate de mojigaterías. No necesito que te desnudes, bájate las bragas y túmbate en la cama. Tengo el rabo a punto de estallar y si no te follo rápido me van a reventar los huevos.
Ramón tiró del elástico de su pantalón de chándal y su m*****o apareció enhiesto y orgulloso, duro como una piedra y mirando hacia el techo. Con una mano sostenía el elástico y con la otra comenzó a pajearse para mostrarle a Violeta que no bromeaba al hablar de su calentura.
La joven no pudo menos que asombrarse de la fabulosa virilidad de aquel hombre, sobre todo a su edad. Su próximo cumpleaños sería el sesenta y ocho, aunque por el tamaño y dureza de su m*****o nadie podría suponerle más de cuarenta. Era una pena, se decía, que su novio no hubiera heredado aquella parte del físico de su pariente, a pesar de que reconocía que Joaquin no estaba mal dotado. No obstante, lo hermoso de aquella polla no radicaba en su tamaño, sino en las venas que adornaban el tronco, haciéndola tremendamente atractiva para cualquier mujer con dos ojos en la cara.
Violeta miraba aquella v***a alucinada, mientras Ramón caminaba hacia ella. La muchacha, a su vez, daba pasos hacia atrás. Solo se detuvo cuando la cama se interpuso en su camino.
—Pero es que yo… no… no…
—¿Cómo que «no, no…»? —bufó el hombre—. ¿Es que no habíamos hecho un trato? No me vayas a decir que te has echado atrás.
—No… no es eso… es que yo no dije que aceptaba el trato… yo solo dije que me lo pensaría.
—¿Qué coños tienes que pensar? —Ramón clamaba, pero no dejaba de tirar de su piel hacia adelante y hacia atrás. Viendo como los ojos de Violeta no se apartaban de su rabo, estaba seguro de que la chica cedería. Aunque a este paso no iba a disponer de más de cinco minutos para follarla—. Ya te dije que si no te abres de piernas, Joaquin no recibirá ni un euro en mi testamento. No tienes nada que pensar: tu abres las piernas, yo te meto la polla y Joaquin recibe una cantidad asquerosa de dinero… ¿Qué te parece? Todos felices, ¿no?
Violeta tragó saliva. No sabía cómo iba a salir de aquella encerrona. Quizá terminaría plegándose a las exigencias del medio padre de su prometido, pero ella esperaba que sería en otro momento y en mejores condiciones. No tuvo tiempo para pensarlo, sin embargo. Ramón la dio un empujoncito y la chica cayó hacia atrás, sentándose sobre la cama.
Su mirada era huidiza. Fijaba los ojos en el suelo para no tener que afrontar el fuego de las pupilas de su tío político. Y fue por eso que lo vio. Abrió los ojos alucinada, no se lo podía creer. Aquello que relucía a sus pies, casi debajo del mueble cama, era un condón usado. Y su uso había sido reciente: aún se veía el semen en su interior, líquido y brillante.