Connor no estaba seguro de qué lo había despertado primero: la sensación agitadora de su intuición o el olor fuerte del humo. “¡Titus!” gritó, golpeando la pared que separaba sus habitaciones mientras se ponía los jeans y las botas, y saltaba hacia la puerta. Desde su visión periférica vio a Daisy refugiada en una esquina de la cocina, encogida a un tamaño tan pequeño que parecía un chihuahua con tres cabezas. Connor podía escuchar los gritos de los centauros y unicornios en cuanto salió. Un fénix solitario estaba volando sobre la casa, las plumas de su cola completamente encendidas con fuego. Distraídos por Cleo, no habían estado supervisando apropiadamente los ciclos de muda de los fénix para mantenerlos alejados de la madera seca y de la paja de los establos. El establo entero estaba