Rosario no deja de mirar al hombre que conduce el auto. Su mirada impasible, su mandíbula apretada todo el tiempo, su ceño casi siempre fruncido... Parece un hombre duro, pero no lo es. Es un buen hombre. Otro en su caso, no hubiera tomado en cuenta a su hijo, sin embargo, él sí. Él le dio algo en qué pensar al niño y el enseñó a ocuparse de las cosas para no preocuparse. Mira hacia atrás, Rodrigo duerme, acostado en el asiento. ―¿Qué pasa, Rosario? ―¿Por qué hace esto? ―¿Hacer qué? ―Esto, ayudarnos, nos sacó de la ciudad donde corríamos peligro, usted no tiene ninguna obligación... ―La tengo, pero aunque no la tuviera, le aseguro que lo haría igual. ―¿Qué obligación tiene usted conmigo? ―Debo decírselo antes de llegar adonde vamos. No sé cómo lo vaya a tomar usted, espero