CAPÍTULO TRES
La consulta de la doctora Janice Lemmon solo estaba a unas cuantas manzanas del apartamento del que Jessie estaba saliendo y se alegró por la oportunidad de caminar y aclararse la mente. Mientras descendía por Figueroa, casi se alegró de sentir el viento punzante, cortante, que hacía que se le humedecieran los ojos antes de secarse de inmediato. El frío sobrecogedor empujó la mayoría de los pensamientos hacia un lado, excepto el de moverse deprisa.
Cerró la cremallera del abrigo hasta el cuello y bajó la cabeza mientras pasaba junto a una cafetería, y después un restaurante que estaba casi a rebosar. Eran mediados de diciembre en Los Ángeles y los negocios locales hacían lo que podían para que sus fachadas resultaran festivas en una ciudad donde la nieve era casi un concepto abstracto.
Sin embargo, en los túneles de viento que creaban los rascacielos del centro urbano, el frío siempre estaba presente. Eran casi las 11 de la mañana, el cielo estaba gris y la temperatura rondaba los diez grados. Hoy iba a bajar hasta los cuatro grados centígrados. Para Los Ángeles, eso era frío siberiano. Por supuesto, Jessie ya había pasado por inviernos mucho más fríos.
De niña en su Missouri rural, antes de que todo se fuera al carajo, jugaba en el pequeño patio de la casa móvil de su madre en el parque de caravanas, con los dedos y la cara medio entumecidos, montando muñecos de nieve no demasiado impresionantes, pero de rostro alegre, mientras su madre la observaba con atención desde la ventana. Jessie recordaba preguntarse por qué su madre nunca le quitaba los ojos de encima. En retrospectiva, ahora estaba claro.
Unos cuantos años más tarde, en los suburbios de Las Cruces, Nuevo México, donde vivió con su familia adoptiva después de que la metieran en el programa de Protección de Testigos, iba a esquiar en las laderas de las montañas cercanas con su segundo padre, un agente del FBI que proyectaba un profesionalismo sereno, sin que importara la situación de que se tratara. Siempre estaba ahí para ayudarle cuando se caía. Y generalmente, podía contar con una taza de chocolate caliente cuando descendían de las colinas desérticas, peladas y regresaban al albergue.
Esos recuerdos del frío le calentaban mientras doblaba la esquina de la última manzana para ir a la consulta de la doctora Lemmon. Con mucho cuidado, eligió no pensar en los recuerdos menos agradables que, inevitablemente, se entrelazaban con los buenos.
Se presentó en recepción y se quitó las capas de ropa mientras esperaba a que le llamaran para entrar a la consulta de la doctora. No tardaron mucho. A las 11 en punto, su terapeuta abrió la puerta y le invitó a pasar adentro.
La doctora Janice Lemmon tenía unos sesenta y tantos años, aunque no los aparentaba. Estaba en excelente forma y sus ojos, detrás de unas gafas gruesas, eran agudos y enfocados. Sus tirabuzones rubios brincaban cuando caminaba y poseía una intensidad contenida que no podía enmascarar.
Se sentaron en unos sillones de felpa la una frente a la otra. La doctora Lemmon le concedió unos momentos para que se asentara antes de hablar.
“¿Cómo estás?”, le preguntó de esa manera abierta que siempre hacía que Jessie se planteara la pregunta con más seriedad de lo que era habitual en su vida diaria.
“He estado mejor”, admitió.
“¿Y por qué es eso?”.
Jessie le contó lo de su ataque de pánico en el apartamento y los recuerdos del pasado que le asaltaron a continuación.
“No sé qué es lo que me alteró”, dijo a modo de conclusión.
“Creo que sí lo sabes”, le insistió la doctora Lemmon.
“¿Te importaría darme una pista?”, respondió Jessie.
“Bueno, me pregunto si perdiste la calma en presencia de una persona casi desconocida porque no te parece que tengas ningún otro sitio donde liberar tu ansiedad. Deja que te pregunte esto—¿tienes algún acontecimiento o decisión estresante en el futuro cercano?”.
“¿Quieres decir alguna cosa que no sea la cita con mi ginecólogo en dos horas para ver si me he recuperado del aborto, finalizar el divorcio con el hombre que intentó asesinarme, vender la casa que compartimos, procesar el hecho de que mi padre el asesino en serie me está buscando, decidir si voy a Virginia o no durante dos meses y medio para que los instructores del FBI se rían de mí, y tener que mudarme del apartamento de una amiga para que pueda dormir bien una noche? Excepto por estas cosas, diría que estoy bien”.
“Eso suena a bastante”, respondió la doctora Lemmon, ignorando el tono sarcástico de Jessie. “¿Por qué no empezamos con las preocupaciones inmediatas y trabajamos hacia fuera desde allí, te parece?”.
“Tú mandas”, murmuró Jessie.
“La verdad es que no, pero dime algo sobre la cita que tienes ahora. ¿Por qué te tiene eso preocupada?”.
“No es tanto que esté preocupada”, dijo Jessie. “El médico ya me dijo que no parece que tenga ningún daño permanente y que podré volver a concebir en el futuro. Es más bien por el hecho de que ir allí me va a recordar lo que he perdido y cómo lo perdí”.
“¿Estás hablando de cómo te drogó tu marido para poder inculparte por el asesinato de Natalia Urgova? ¿Y cómo la droga que utilizó te provocó el aborto?”.
“Sí”, dijo Jessie con sequedad. “A eso es a lo que me refiero”.
“En fin, me sorprendería que alguien sacara eso a colación”, dijo la doctora Lemmon, con una amable sonrisa jugueteando en sus labios.
“¿Así que me estás diciendo que estoy creando estrés para mí misma sobre una situación que no tiene por qué ser estresante?”.
“Lo que digo es que, si manejas las emociones por anticipado, puede que no te resulten tan abrumadoras cuando estés en la consulta”.
“Eso es muy fácil de decir”, dijo Jessie.
“Todo es más fácil de decir que de hacer”, respondió la doctora Lemmon. “Dejemos eso a un lado por ahora y continuemos con el divorcio que tienes pendiente. ¿Cómo van las cosas por ese frente?”.
“La casa está en depósito de seguridad. Así que espero que eso se concluya sin complicaciones. Mi abogado dice que aprobaron mi solicitud de un divorcio urgente y que debería estar todo finalizado antes de que acabe el año. Hay un bonus por ese lado—como California es un estado de propiedad comunitaria, me quedo con la mitad de los activos de mi pareja asesina. Él también se queda con la mitad de lo mío, a pesar de ir a juicio por nueve delitos mayores a principios de año. Pero, considerando que he sido una estudiante hasta hace unas cuantas semanas, no supone gran cosa”.
“Y bien, ¿cómo te sientes respecto a eso?”.
“Me siento bien por lo del dinero. Diría que me lo he ganado de sobra. ¿Sabes que utilicé el seguro sanitario de su trabajo para pagar por la herida que me hizo al apuñalarme con el atizador? Eso tiene algo de justicia poética. Por lo demás, me alegraré cuando haya terminado todo. Lo que más quiero es dejar esto atrás y olvidarme de que pasé casi una década de mi vida con un sociópata sin percatarme de ello”.
“¿Crees que deberías haberte dado cuenta?”, preguntó la doctora Lemmon.
“Estoy intentando convertirme en criminóloga profesional, doctora. ¿Cómo puedo ser buena si no me di cuenta del comportamiento criminal de mi propio marido?”.
“Ya hemos hablado de esto, Jessie. Con frecuencia, hasta a los mejores criminólogos les resulta difícil identificar los comportamientos ilícitos de los que tienen más cerca. A menudo, se requiere de una distancia profesional para ver lo que realmente está pasando”.
“¿Creo entender que hablas por experiencia propia?”, preguntó Jessie.
Janice Lemmon, además de ser una terapeuta del comportamiento, era una experta criminal muy bien considerada que solía trabajar a tiempo completo para el Departamento de Policía de Los Ángeles. Todavía les ofrecía sus servicios de vez en cuando.
Lemmon había utilizado su considerable influencia y conexiones para conseguir a Jessie el permiso para visitar el hospital estatal en Norwalk y que pudiera entrevistar al asesino en serie Bolton Crutchfield como parte de su trabajo de graduación. Y Jessie también sospechaba que la doctora había desempeñado un papel crucial en que la aceptaran en el ostentoso programa de la Academia Nacional del FBI, que generalmente solo aceptaba a investigadores locales con mucha experiencia, y no a recién graduados que carecían de experiencia alguna.
“Así es”, dijo la doctora Lemmon. “Pero podemos dejar eso para otro momento. ¿Te gustaría hablar de cómo te sientes por haberte dejado engañar por tu marido?”.
“No diría que me engañaron completamente. Después de todo, gracias a mí, está en la cárcel y tres personas que hubieran acabado muertas de no ser por mí, entre ellas yo misma, están vivitas y coleando. ¿No recibo ningún crédito por ello? Porque lo cierto es que acabé por darme cuenta. No creo que la policía se hubiera dado cuenta jamás”.
“Eso parece justo. Por tu tono, asumo que prefieres continuar con otro tema. ¿Qué te parece que hablemos de tu padre?”.
“¿En serio?”, preguntó Jessie, incrédula. “¿Tenemos que hablar de eso a continuación? ¿No podemos hablar de mis problemas para encontrar apartamento?”.
“Creo entender que están relacionados. Después de todo, ¿no es esa la razón de que tu compañera de piso no pueda dormir por las pesadillas que te despiertan a gritos?”.
“No estás siendo justa, doctora”.
“Solo estoy trabajando con las cosas que me dices, Jessie. Si no quisieras que yo las supiera, no las hubieras mencionado. ¿Puedo asumir que los sueños tienen que ver con el asesinato de tu madre por parte de tu padre?”.
“Sí”, respondió Jessie, con un tono que seguía siendo demasiado jactancioso. “Puede que el Ejecutador de los Ozarks se haya metido bajo tierra, pero todavía tiene a una víctima en sus garras”.
“¿Han empeorado las pesadillas desde que nos vimos por última vez?”, preguntó la doctora Lemmon.
“No diría que son peores”, corrigió Jessie. “Se han mantenido básicamente al mismo nivel de espantosa horripilancia”.
“Pero se han hecho dramáticamente más frecuentes e intensas desde que recibiste el mensaje, ¿correcto?”.
“Asumo que estamos hablando del mensaje que me pasó Bolton Crutchfield para desvelar que ha estado en contacto con mi padre, a quien le gustaría mucho encontrarme”.
“De ese mensaje es del que estamos hablando”.
“Entonces sí, ese fue el momento en que empeoraron”, respondió Jessie.
“Dejando los sueños de lado por un momento”, dijo la doctora Lemmon, “quería reiterar lo que te dije previamente”.
“Sí, doctora, no lo he olvidado. En tu capacidad como consultora del Departamento de Hospitales del Estado, División No-Rehabilitadora, has hablado con el equipo de seguridad del hospital para garantizar que Bolton Crutchfield no tenga acceso a ningún personal externo no autorizado. No hay manera de que se pueda comunicar con mi padre para hablarle de mi nueva identidad”.
“¿Cuántas veces he dicho eso?”, preguntó la doctora Lemmon. “Deben haber sido unas cuantas para que lo hayas memorizado”.
“Digamos que más de una vez. Además, me he hecho amiga de la jefa de seguridad de las instalaciones del DNR, Kat Gentry, y me dijo básicamente lo mismo—han actualizado sus procedimientos para garantizar que Crutchfield no tenga ninguna comunicación con el mundo exterior”.
“Y aún así, no suenas convencida”, indicó la doctora Lemmon.
“¿Lo estarías tú?”, le contrapuso Jessie. “Si tu padre fuera un asesino en serie conocido por el mundo entero como el Ejecutador de los Ozarks y hubieras visto con tus propios ojos cómo les sacaba las vísceras a sus víctimas y nunca le hubieran atrapado, ¿te quedarías tranquila por unas meras formalidades triviales?”.
“Admito que, seguramente, sería algo escéptica. Pero no sé qué tiene de productivo concentrarte en algo que no puedes controlar”.
“Tenía pensando sacar eso a colación, doctora Lemmon”, dijo Jessie, abandonando el tono sarcástico ahora que tenía una petición genuina que hacer. “¿Estamos seguras de que no tenemos ningún control de la situación? Parece que Bolton Crutchfield sabe bastante sobre lo que ha estado haciendo mi padre en los últimos años. Y a Bolton… le gusta mi compañía. Estaba pensando que puede que sea hora de hacerle otra visita para charlar con él. ¿Quién sabe lo que puede revelar?”.
La doctora Lemmon aspiró profundamente mientras consideraba la propuesta.
“No estoy segura de que meterte en juegos mentales con un célebre asesino en serie sea el mejor paso para tu bienestar emocional, Jessie”.
“¿Sabes lo que sería estupendo para mi bienestar emocional, doctora?”, dijo Jessie, sintiendo cómo se elevaba su frustración a pesar de sus esfuerzos. “Dejar de sentir miedo a que el psicópata de mi padre pueda aparecer en cualquier esquina y ponerse a acuchillarme”.
“Jessie, si solo con hablar de esto te alteras de esta manera, ¿qué va a suceder cuando Crutchfield empiece a tocarte tus puntos flacos?”.
“No es lo mismo. Contigo no tengo que censurarme. Con él, soy una persona diferente. Soy profesional”, dijo Jessie, asegurándose de que su tono sonara más sobrio. “Estoy harta de ser una víctima y esto es algo tangible que puedo hacer para cambiar la dinámica. ¿Podrías considerarlo? Sé que tu recomendación es algo así como la llave de oro en esta ciudad”.
La doctora Lemmon se la quedó mirando fijamente durante unos segundos desde detrás de sus gruesas gafas, con mirada escrutadora.
“Veré qué puedo hacer”, dijo finalmente. “Hablando de llaves de oro, ¿ya has aceptado formalmente la invitación de la Academia Nacional del FBI?”.
“Todavía no. Todavía estoy pensando en las opciones que tengo”.
“Creo que podrías aprender muchísimo allí, Jessie. Y no te haría ningún mal tenerlo en tu currículum vitae cuando te pongas a buscar trabajo por aquí. Me preocupa que dejar pasar esto por alto pueda ser una forma de autosabotaje”.
“No es eso”, le aseguró Jessie. “Ya sé que es una gran oportunidad. Es solo que no estoy segura de que sea el momento ideal para largarme al otro lado del país durante casi tres meses. Todo mi mundo está en transición ahora mismo”.
Intentó alejar la agitación de su voz, pero podía sentir cómo hacía su aparición sigilosamente. Obviamente, la doctora Lemmon también se dio cuenta porque decidió cambiar de tema.
“Muy bien. Ahora que nos hemos hecho una imagen más clara de cómo van las cosas, me gustaría profundizar un poco más en algunas cuestiones. Si recuerdo bien, tu padre adoptivo vino hace poco hasta aquí para ayudarte a recomponerte. Quiero hablar un momento sobre cómo fue eso. Pero primero, hablemos de cómo te estás recuperando físicamente. Entiendo que acabas de tener tu última sesión de fisioterapia. ¿Cómo fue eso?”.
Los siguientes cuarenta y cinco minutos le hicieron sentir a Jessie como si fuera un tronco al que le estuvieran pelando la cubierta. Cuando se terminó, se alegró de marcharse, a pesar de que eso significara que su próxima parada era para reconfirmar que podría concebir hijos en el futuro. Después de casi una hora en que la doctora Lemmon le estuvo escudriñando su mente, imaginó que dejar que escudriñaran su cuerpo sería cosa de niños. Pero se equivocaba.
*
No era el toqueteo lo que le había provocado. Eran las consecuencias. La cita con el médico había sido de lo más normal. El médico le había confirmado que no había sufrido ningún daño permanente y le había asegurado que podría volver a concebir en el futuro. También le había dado luz verde para retomar la actividad s****l, una noción que sinceramente ni se le había pasado por la mente a Jessie desde que Kyle le atacara. El médico le dijo que, a no ser que surgiera algo inesperado, debería volver a la consulta para hacer un seguimiento en seis meses.
Fue cuando se encontraba en el ascensor de camino al aparcamiento, que perdió el control. No estaba del todo segura de por qué, pero sintió como si se estuviera cayendo dentro de un agujero oscuro en el suelo. Corrió hasta su coche y se sentó al volante, dejando que los violentos sollozos le sacudieran el cuerpo.
Y entonces, en medio de sus lágrimas, lo entendió. Había algo en lo definitivo de esta cita que le había impactado de lleno. No tenía que regresar en otros seis meses. Sería una visita normal. El estadio del embarazo de su vida había terminado, al menos para el futuro previsible.
Casi podía sentir cómo la puerta emocional le daba en las narices con un ruido estridente. Además de que su matrimonio hubiera terminado de la manera más sorprendente posible y de enterarse de que su padre el asesino, al que pensaba que había dejado atrás, estaba de vuelta en su presente, caer en la cuenta de que había tenido a un ser vivo dentro de ella y que ya no lo tenía resultaba demasiado que soportar.
Salió a toda pastilla del aparcamiento, con la visión borrosa por las lágrimas que le inundaban los ojos. Le daba igual. Le pisó fuerte al acelerador mientras conducía disparada por Robertson. Era media tarde y no había demasiado tráfico. Aun así, se metía de un carril a otro con salvaje despreocupación.
Por delante de ella, en un semáforo, vio un camión de mudanzas. Se puso a conducir a todo gas, y sintió cómo el cuello se le echaba hacia atrás al acelerar. El límite de velocidad eran treinta y cinco millas por hora, pero ella iba a cuarenta y cinco, después cincuenta y cinco, a más de sesenta. Estaba convencida de que, si le golpeaba al camión con bastante fuerza, todo su dolor se desvanecería en un instante.
Miró hacia su izquierda y mientras pasaba como un rayo, vio a una madre caminando por el pavimento con su bebé. La idea de que ese chiquitín fuera testigo de una masa de metal retorcido, fuego y ruido ensordecedor, y restos chamuscados le convenció en un instante de abandonar su misión.
Jessie pisó a fondo los frenos, deteniéndose de repente a un par de metros de la parte trasera del camión. Se metió al aparcamiento de la gasolinera que había a su derecha, aparcó, y apagó el motor del coche. Respiraba con dificultad y la adrenalina le recorría todo el cuerpo, haciendo que le temblaran los dedos de las manos y los pies hasta el punto de que le resultara incómodo.
Después de unos cinco minutos sentada allí sin moverse con los ojos cerrados, su pecho dejó de retumbar y su respiración volvió a la normalidad. Escuchó un zumbido y abrió los ojos. Era su teléfono. La identificación del remitente decía que se trataba del detective Ryan Hernández del L.A.P.D. Había hablado con ella durante su clase de criminología el semestre pasado, en la que ella le había impresionado con la manera de resolver un caso de estudio que él había presentado a la clase. También le había visitado en el hospital después de que Kyle tratara de matarla.
“Hola, hola”, se dijo Jessie en voz alta para sí misma, asegurándose de que su voz sonara normal. Bastante normal. Respondió a la llamada.
“Al habla Jessie”.
“Hola, señorita Hunt. Soy el Detective Ryan Hernández. ¿Te acuerdas de mí?”.
“Por supuesto”, dijo ella, encantada de sonar como su ser habitual. “¿Qué pasa?”.
“Sé que hace poco que te has graduado”, dijo él, con una voz que sonaba más dubitativa de lo que ella recordaba. “¿Ya tienes algún puesto asegurado?”.
“Todavía no”, respondió Jessie. “En este momento, estoy considerando mis opciones”.
“En ese caso, me gustaría hablarte sobre un trabajo”.