Una primavera templada daba paso al verano meseteño en toda la región castellana. Las lluvias torrenciales habían permitido, para alivio de los agricultores, que germinaran los cultivos recién plantados. Con pragmático realismo, este año preveían una buena cosecha. Albornoz y sus amigos se reunieron en el valle, como de costumbre, pero a última hora de la tarde, cuando el feroz calor del sol había amainado. Al mediodía, las calles estaban desiertas y las tiendas cerradas: sus habitantes, jóvenes y viejos, permanecían en casa; los sabios perros y gatos callejeros se refugiaban en rincones sombríos y bajo los bancos. Cuenca era sin duda una ciudad atractiva, un lugar tranquilo, cómodo y a gusto consigo misma. Situada en un promontorio rocoso y escarpado, no hacía más que despreciar a los más