En cuestión de minutos, Albornoz se había puesto la túnica, bajado la escalera y bajado a trompicones a la planta baja. Llegaba tarde, pero respiró aliviado al entrar en la habitación: junto a su padre estaba sentado un hombre que no reconoció. Ambos estaban tan absortos, estudiando una hoja de pergamino, señalando con el dedo una parte y otra, que su tardía llegada pasó desapercibida. "Aquí... siéntate a mi lado", siseó madre, con los labios apretados. "No hay que molestar a papá en sus quehaceres bajo ningún concepto, o lo pagaremos todos". La criada, que parecía un ratón, se acercó para llenar de leche el vaso del niño. Cogió un trozo de pan de la cesta y luego queso de una fuente. "¿Dónde están Fernan y Alvar?", susurró. "Calla, baja la voz. Ya han comido y se han ido a la casa sol