—Este lugar es hermoso —dice Adelaide tan suave que Egil apenas logra oírla. A su espalda la observa detenidamente mientras ella recorre paso a paso el sitio. De cierto modo, Egil refleja a su madre en Adelaide. A ella también le gustaba leer novelas y llevar vestidos y maquillajes sencillos. Su tía Irene le contaba historias de ella cuando era niño, de cuanto amaba las plantas y lo servicial que era con los más necesitados. Adelaide se encuentra tan ensimismada mirando algunos de los muchos libros en el estante cuando de pronto siente la mano de su esposo despejar su cuello y colocar algo frío allí. El rozar de los dedos de Egil la hace emitir un gemido bajo que no pasa inadvertido para él. —Egil yo… —Ella nunca antes lo había llamado por su nombre y para los oídos de Egil tiene un son