—Ya es hora, señorita —dice una de las sirvientas entrando al cuarto de Adelaide. La joven asiente con un gran nudo en el estómago. Ella todavía está incrédula. La mujer en el espejo parece ser otra persona, menos ella. Está hermosa y radiante esta mañana.
Mercedes abre el cajón y saca un frasco de perfume para aplicar en su cuello y muñeca. La fragancia era de su difunta madre Amaranta y nadie posee un perfume con el mismo aroma, porque lo fabricó un nativo de su pueblo solamente para ella. Mercedes guardó los frascos de perfume como un tesoro cuando ella falleció y se los dio a Adelaide cuando cumplió sus quince años.
La joven cierra los ojos y aspira ese aroma que tanto le recuerda a su madre, a la que nunca conoció porque murió el día que nació. Es como si estuviera ahora con ella y eso le da valor para lo que viene a continuación.
Se mira por última vez en el espejo mientras da media vuelta para admirar su vestido. Es tan precioso, esponjoso y brillante, como si hubiera sido sacado de un cuento de hadas. En su cabeza posa una delicada corona plateada, con piedras preciosas con un velo largo, y en su cuello, su gran tesoro, el collar con el retrato de su madre.
—Debemos irnos —indica Mercedes. Adelaide asiente y ambas salen hacia los pasillos para dirigirse hasta la capilla donde va a celebrarse la ceremonia.
Egil ya espera paciente en la entrada de la pequeña capilla que se encuentra en el predio de la hacienda.
Los pocos asistentes son empresarios y algunos socios de sus empresas. Nunca pretendió hacer una gran celebración, pero ahora que Nadia salió huyendo para irse con un don nadie, se da cuenta de que fue la mejor decisión que pudo haber tomado o terminaría siendo el hazmerreír de todos sus conocidos.
Recordar a Nadia vuelve a trastocar la ira dentro de su pecho y más aún al ver a Adelaide caminar lentamente hasta su posición. Quiere tomarla del cuello y hacerla pedazos frente a todos, al igual que al mequetrefe de su hermano, quien la acompaña el día de hoy.
La rabia que siente es tan grande que su único deseo es hacer ruinas a los Valencia y a todos los que tengan que ver con esa familia.
Su corazón se empieza a acelerar y sus manos sudan por la rabia contenida, pero debe estar sereno. No puede perder los estribos ahora, debe ser fuerte y demostrar seguridad, el momento de cobrar deudas llegará y su ganancia ya lo tiene asegurada frente a él mismo.
Adelaide llega hasta su posición con el fino velo cubriendo su rostro, pero eso no oculta lo hermosa que está y lo comprueba el silencio profundo entre los presentes al verla.
Ambos se miran por unos segundos y se sacuden con una corriente extraña cuando se toman de la mano, pero por supuesto que ninguno se atreve a admitir tal cosa frente al otro. Para Egil, Adelaide no es más que el objeto principal de su venganza y para ella, Egil es su verdugo.
Dan un par de pasos hasta llegar al altar donde el sacerdote inicia la ceremonia que dura apenas unos minutos y son declarados finalmente marido y mujer.
—Eres mía, Adelaide —Susurra en su oído Egil en el momento que se acerca a dejar un beso corto en sus labios rosados para sellar su unión. Una frase que la estremece de pies a cabeza porque sabe el significado implícito de sus palabras.
Sin embargo, Adelaide, intenta mantenerse serena frente a todos los presentes que se acercan a saludar al grandísimo Egil Arrabal.
Aun con sus manos entrelazadas, Adelaide se deja llevar por él hacia el salón principal, donde una hermosa y elegante recepción los espera. Los ojos de la joven se empiezan a aguar ante la vista. Ella nunca asistió a ningún evento de este tipo y cada pequeño detalle la deja emocionada y sorprendida.
En medio mismo del salón, bajo un enorme candelabro de cristal, hay una pista grande decorada con hermosas flores. A los costados, mesas con más flores, quesos, frutas frescas y bebidas.
A la izquierda, hay una gigantesca mesa rectangular con un mantel blanco bordado en hilos dorados, con veinticuatro sillas alrededor y en la cabecera, la silla del jefe de familia.
Egil la mira de soslayo y no se sorprende por su reacción ante lo que ve, todos saben que ella vivió exiliada en su propia casa, por eso nadie, excepto su familia, la conocía hasta ahora.
Egil suelta su mano y llama a Vítor, un señor mayor, con un traje elegante. Este se encuentra en un grupo de caballeros de su misma edad, conversando.
—Señor —El anciano hace un asentimiento ante él, pero mira de manera indiferente a Adelaide.
—Asegúrese de que Adelaide llegue a su habitación y que no salga de allí hasta que yo ordene lo contrario. Tiene prohibido que alguien, aparte de su nana, se acerque a ella mientras tanto.
Adelaide lo mira anonadada. ¿Cómo es que la manda a su habitación? ¿Acaso ella no va a permanecer a su lado en la celebración de su boda?
Todos voltean a mirarla cuando él pronuncia aquellas palabras, algunos hasta sueltan pequeñas risitas de burla.
Antes de que pueda expresar su desacuerdo con lo que dispuso su esposo, la llegada de una mujer llama su atención y la de todos.
Petra, enfundada en un hermoso y elegante vestido rojo, con un maquillaje muy cargado, llega hasta ellos y toma el brazo de Egil como si ella fuese su nueva esposa ahora, la señora de Arrabal.
¿Quién es ella? ¿Por qué se comporta de esa forma frente a todos y Egil lo permite?
Los ojos de Adelaide pican ante tal escena. Tiene muchas ganas de llorar, pero se insta a no hacerlo para no caer en lo ridículo.
Petra la mira de arriba a abajo, con arrogancia pura, destilando el peor de sus venenos, jactándose de su superioridad y declarándole la guerra de forma sutil.
En ningún momento, Egil le da el motivo de aquella orden, solo se aleja con esa mujer tomada de su brazo, hablando de manera cómplice con ella, dejando a Adelaide sola en medio del salón en presencia de aquel hombre.
Nunca se sintió tan humillada como ahora. Está siendo echada de su propia boda y su ahora esposo prefiere la compañía de otra mujer en la celebración.
Vítor le indica con la mano que lo siga y ella lo hace sin rechistar.
En total silencio, Adelaide sigue al anciano. Ya dentro de su habitación, se tira a la cama y empieza a llorar, como nunca antes lo había hecho. En su inocente cabeza no entiende cómo pueden lastimarla tanto y de tantas maneras sin ella tener la culpa de nada.
—Mi niña, ¿Desea que la ayude con su vestido? —La voz de Mercedes irrumpe dentro de la habitación, sobresaltándola.
—¡Déjeme sola! —Exige ella, exaltada—. No quiero ver a nadie, ni siquiera a ti. Prohíbo la entrada a todos sin que yo lo ordene.
La sirvienta mira a la joven con el corazón oprimido. Oyó en los pasillos en boca de otros sirvientes lo que había sucedido en el acontecimiento entre el señor Egil y aquella mujer.
Nunca había visto tan agitada a Adelaide, sin embargo, comprende muy bien su desconsuelo.