Una semana antes, en la mansión de la familia Valencia…
—Da la orden para que preparen a Adelaide —dice Bahram sin ningún atisbo de emoción en su rostro. Su odio por su hija le impide sentir compasión por ella y buscar otra solución para este gran dilema—. No quiero que nada salga mal esta vez. Asegúrate de que llegue a su destino para mañana mismo. Quiero que la acompañes y la entregues personalmente a su futuro esposo.
Calixto asiente y se aleja del lugar dispuesto a cumplir el mandato de su padre, de todas formas, él no puede contradecirlo y su hermana puede tener un futuro mejor al lado de Egil que la que tiene en la mansión Valencia. En esa casa será la esposa del heredero, del CEO más temido y cruel de todos los tiempos, además de que eso representará la salvación de su propia familia.
Mercedes, la anciana encargada del cuidado de Adelaide desde su nacimiento, recibe la orden explícita de Calixto y solicita unas horas para prepararla para el viaje y acompañarla.
La anciana se siente esperanzada, aunque ha oído cosas terribles de Egil Arrabal, son más las versiones que hablan de su lealtad a su apellido. En su viejo corazón cree que Adelaide podrá ganarse su amor y mejorar su destino.
—Mi niña —dice la anciana entrando hasta su pequeño cuarto. Adelaide se halla sentada en su viejo sillón, con su mirada fija al patio, perdida en sus pensamientos.
—¿Por qué traes ese semblante, Mercedes? ¿Sucede algo grave? —A pesar de tener solo dieciocho años, Adelaide es una joven muy inteligente y nota la turbación en su nana. —¿Le sucede algo a mi padre?
—Su padre se encuentra bien, mi niña, pero vengo a prepararla, debemos partir dentro de unas horas.
—¿Partir dónde? —La sorpresa en Adelaide es evidente. Nunca se le permitió salir siquiera al patio a admirar el paisaje, menos de la mansión. Su corazón empieza a acelerarse y miles de preguntas inundan su mente. ¿Dónde se supone que irán? ¿Para qué?
—Su padre me dio órdenes de prepararla para partir a la hacienda de la familia Arrabal. Va a desposar a Egil Arrabal—. Adelaide queda perpleja ante la noticia. Su corazón late desesperadamente como si quisiera salir volando de su pecho. —Debemos partir inmediatamente. Su hermano Calixto nos acompañará hasta nuestro destino para entregarla a su futuro esposo. La ceremonia de la boda se realizará dentro de dos días, al atardecer.
—Pero mi hermana es la prometida de Egil —La voz de Adelaide se corta al final de la oración, dejando ver su desazón—. ¿Por qué debo ir yo a desposarlo? ¿Por qué mi padre permitió ese cambio tan absurdo? —Las lágrimas de la joven empiezan a empapar sus mejillas. La anciana la mira con pesar. No puede entender como alguien tan bondadosa como ella tenga un destino tan triste desde el mismo día de su nacimiento.
—No sé lo que sucedió, mi niña —Mercedes toma su mano para reconfortarla—, pero lo que sí sé es que no es conveniente desobedecer las órdenes de su padre. Ambas conocemos muy bien el poder de su furia.
Si hay algo que Adelaide tiene bien comprobado es que de nada le sirve quejarse, eso lo aprendió desde muy pequeña. Aquí, nadie más que Mercedes la respeta y la estima, los demás solo la ven con odio y la culpan por la muerte de su madre al nacer.
—Debemos cambiarla —Otra de las sirvientas deja un vestido de tono verde oscuro en la cama que Adelaide reconoce al instante como de su hermana Nadia.
Mercedes y la otra sirvienta empiezan a despojarla de su ropa y colocarle otras, peinarla y calzar sus pies con unos tacones a los que ella no está acostumbrada, sin embargo, no se anima a replicar.
Poco tiempo después ya está lista. Mira su reflejo en el espejo y no se reconoce. No está acostumbrada a este tipo de vestidos tan apretados que no la dejan respirar con normalidad, menos a los tacones en sus pies.
—Tranquila —dice Mercedes mirándola con tristeza—. Estoy segura de que nos espera un destino bonito en la mansión Arrabal.
Adelaide asiente sin mucha emoción. Eso es algo que le parece imposible desde todo punto de vista. Si su hermana Nadia huyó deshonrando su compromiso con el heredero y cabeza de esa familia, su destino no será en absoluto bonito.
Desde uno de los balcones, Calixto, al lado de su padre Bahram, miran a Adelaide junto con su nana prepararse para el viaje.
—¿Crees que Egil acepte una sustituta en vez de Nadia? —La voz de Calixto irrumpe los pensamientos de su padre.
Este asiente adivinando a lo que se refiere, pero lo cierto es que también él se encuentra inseguro ante esta opción.
Egil y Nadia fueron comprometidos cuando ella cumplió seis años. Es un compromiso de quince años que la joven tiró a la basura sin el mayor remordimiento.
Ambos están seguros de que aquel hombre frío y solitario de la familia Arrabal, CEO de todas las empresas de la costa oeste, siente un cariño especial por Nadia y eso solo aumenta la desesperación en ellos. Egil nunca perdonará esta afrenta. La amistad entre sus familias ya está destinada a romperse y por lo mismo, también el apoyo y protección que reciben de los Arrabal.
¿Qué se supone que deben hacer ahora?
En este punto es imposible encontrar una solución diferente. Nadia y Adelaide son sus únicas hijas, dignas de ser la esposa de Egil Arrabal.
Bahram ni siquiera está seguro de cómo va a reaccionar Egil ante la noticia de la huida de su prometida. Es casi seguro que buscará venganza contra ella y aquel infeliz que no ha hecho otra cosa que cavar su propia tumba al poner sus manos en Nadia, prometida de uno de los CEOs más despiadados de la historia.
—Haremos lo que sea necesario, pero la ira de Egil es algo que debemos evitar a toda costa —Responde frívolo, Bahram. Calixto sabe exactamente a lo que se refiere su padre. Esto puede desatar una guerra entre las familias en la que no saldrán ilesos. Con toda la potencia de los Arrabal, Egil no tardaría mucho en hacer ruinas a los Valencia.
Calixto mira detenidamente a Adelaide desde lo alto. Aunque su contacto con ella fue casi nulo en estos dieciocho años, no la odia como su padre o su hermana, pero sí perturba su paz, especialmente su parecido con la esposa muerta de su padre, pues ha heredado todos los rasgos de la misma, como un castigo divino.