Un pequeño cordero caminando hacia el sacrificio es lo que parece Adelaide ante los ojos de Egil desde lejos. Él es conocedor de la belleza de su difunta madre, la señora Amaranta, a quien había visto un par de veces en su niñez, sin embargo, jamás pensó que la joven pareciera la copia exacta de aquella mujer que robaba suspiros de todos en el pasado.
Su cabello, ondulado, largo y rojizo, brilla bajo los rayos del sol y su piel se ve extremadamente blanca en ese vestido verde, aunque ese color no combina para nada con ella.
Adelaide es una joven bella, eso puede verlo desde su posición, pero todo eso es opacado por su repugnante procedencia.
Egil mantiene la cabeza erguida ante el murmullo a su alrededor y finge no inmutarse. Esto es exactamente lo que buscaba al hacer este recibimiento, volverla vulnerable ante los ojos de todos en la hacienda.
La joven camina con su nana por la pasarela, donde él la espera al final, sin ninguna pizca de emoción en el rostro. Su porte erguido y desdeñoso es algo que cohíbe a cualquiera y para Adelaide tampoco es indiferente.
Adelaide consigue verlo, pero sin apreciar a fondo sus rasgos. La luz del sol que le da de lleno a la cara le impide verlo del todo, sin embargo, los efectos de luces y sombras dan un aire aún más imponente y solemne a Egil. Su cabello castaño claro, con corte pulcro, su torso es ancho y fornido, y es alto, demasiado alto.
Su hermano Calixto es el primero en llegar, luego ella y su sirvienta, quienes saludan a Egil con un asentimiento.
—Bienvenidos a la hacienda Arrabal —Egil asiente hacia Calixto e ignora premeditadamente la presencia de Adelaide mientras indica con la mano para que lo sigan dentro de la casa.
—Gage, ordena a los sirvientes que la joven sea conducida a su habitación y se encarguen de sus necesidades —Dispone Egil mientras camina a grandes zancadas hacia un pasillo largo y alto. Adelaide solo consigue ver su espalda ancha mientras se aleja.
La mano derecha del jefe guía personalmente a Adelaide, tal como se le indicó su jefe y a su sirvienta en el área que le corresponde. A Gage no le pareció muy raro que Egil haya pedido para ella la habitación más alejada de toda la hacienda y en el ala con menos luz, porque está claro que tiene alguna intención oculta con esa disposición.
Mira de soslayo a la joven mientras caminan y algo en su interior se compadece de ella. También es una víctima de toda esta mierda que provocó su hermana Nadia.
Una vez que llegan a la habitación dispuesta para ella, Adelaide se siente conforme, aunque nunca tuvo todo lo que necesitaba en la mansión Valencia, sus gustos no son muy exigentes, en especial después del viaje tan largo del que acaba de llegar.
—Si necesita algo, no dude en pedirlo, señorita —Gage hace un asentimiento para enseguida retirarse, dejándola sola en aquel sitio.
Adelaide da una vuelta a la habitación y le gusta lo que ve. Las paredes están bien cuidadas y pintadas y son de un tono verde pálido, las ropas de cama hacen juego con la cortina y tiene un balcón que da vista a un pequeño jardín con rosas muy coloridas.
Se asoma hasta el barandal y mira con detenimiento ese horizonte totalmente desconocido para ella. En este lugar todo parece más oscuro y tétrico.
Esto es demasiado para Adelaide. En menos de dos días su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Está a solo horas de desposar a un hombre que hasta ayer era prometido de su hermana desde hacía quince años. Ella puede ser todo, menos tonta, sabe que su futuro no será bueno en manos de ese hombre despechado. Nadie en su sano juicio olvida un agravio tan grande, menos alguien como Egil Arrabal, con una desalmada reputación del que todos comentan todo el tiempo.
No se había sentido sola como ahora a pesar de que creció rechazada por su familia. Hoy hay algo más pasando en su cabeza y en su corazón y no puede evitar derramar unas lágrimas. Se siente desprotegida cómo nunca antes lo había estado, tal como un cordero entregado para un sacrificio.
Luego de varias horas de tanto llorar, Adelaide seca inmediatamente sus mejillas cuando escucha unos toques a la puerta y antes de que pueda consentir la entrada, una sirvienta desconocida entra en la habitación como Juan por su casa.
—Es hora de su baño, señorita —La mujer mayor anuncia con verdadera prepotencia. Le pareció escuchar una risita después de eso, pero como no está segura, prefiere no mencionar nada.
—Mercedes, mi sirvienta, es la encargada de preparar mi baño —Replica, Adelaide. Su voz sale débil y grave, seguramente producto de la humedad a la que claramente no está acostumbrada.
—Yo soy su sirvienta asignada por el señor Egil —Anuncia la mujer colocando un vestido de un color rojo muy llamativo encima de la cama—. Su sirvienta está resolviendo algo más para el jefe. Necesito ponerla lista para dentro de una hora.
«¿Lista para qué?», se pregunta Adelaide en su interior con un temor profundo, pero ese vestido es todo menos un atuendo para una algo formal o eso cree ella por todo el brillo que tiene como adorno.
Se encuentra a punto de preguntar sobre el motivo cuando la puerta se abre y Mercedes entra, agitada. Inmediatamente, Adelaide siente alivio, pero en cuanto ella empieza a preparar el baño, se da cuenta de que algo malo sucede.
—¿Mercedes, qué pasa? —Pregunta ella de manera inocente, pero antes de que la anciana pueda contestar, la otra sirvienta se acerca y la guía hasta el baño, donde una bañera grande con agua tibia y perfumada la espera.
Adelaide entra en el líquido y la sirvienta empieza a frotar su cuerpo con fuerza. Ella desea protestar por el ardor que se produce en su piel, pero la sirvienta no se inmuta ante su incomodidad.
Cuando está lo suficientemente limpia, ambas sirvientas la ayudan a secarse, aplican ungüentos perfumados en toda su piel, peinan su cabello, la maquillan y la visten. Mercedes abre un cofre con joyas y coloca en su cuello un collar a tono muy hermoso, aretes y anillos que lo complementan.
—Voy a ponerle un poco de perfume antes de que se vaya, mi niña —dice Mercedes. Adelaide nota su comportamiento extraño, así que pregunta nuevamente.
—¿Para qué me están alistando? —La mira con tanta intensidad que la anciana no puede evitar contestar.
—El señor Egil la solicitó en su habitación esta noche, mi niña —Adelaide queda boqueando sin asimilar del todo sus palabras. No es que no sepa lo que eso significa, pero ¿Por qué él ordenó que vaya a su habitación? La boda todavía no se lleva a cabo.
El cuerpo de Adelaide empieza a temblar incontrolablemente. Se resiste a creer que aquel hombre quiera poseer su cuerpo hoy mismo cuando acababa de llegar de un largo viaje. ¿Ni siquiera se han dirigido la palabra aún y ya quiere poseerla? Esto es inconcebible para ella.
—Ya llegó la hora, Adelaide. Debemos irnos —dice Mercedes golpeando a Adelaide con la dura realidad—. El señor advirtió que debía ser puntual.
Adelaide asiente con el corazón latiendo aceleradamente. Sigue a la sirvienta por un pasillo largo, intentando prepararse mentalmente para lo que la espera. Ese hombre la tiene en sus manos y no hay nada que se pueda hacer para evitar que él haga con ella todo lo que se le dé la gana.