01
La cuestión es, señor Valenti, que estoy embarazada.
Renzo Valenti, heredero de una fortuna inmobiliaria y famoso
mujeriego, miró con perplejidad a la desconocida que acababa de
entrar en su casa.
No la había visto en su vida, de eso estaba seguro. Él no se
relacionaba con mujeres como aquella, que parecían disfrutar
sudando mientras recorrían las calles de Roma en lugar de hacerlo
revolcándose entre sábanas de seda.
Su aspecto era desaliñado, el rostro limpio de maquillaje, el largo
pelo oscuro escapándose de un moño hecho a toda prisa. Llevaba el
mismo atuendo que muchas de las estudiantes estadounidenses que
llenaban la ciudad de Roma en verano: camiseta negra ajustada,
falda hasta los tobillos y unas sandalias planas que habían visto días
mejores.
Si hubiera pasado a su lado en la calle no se habría fijado en
ella, pero estaba en su casa y acababa de pronunciar unas palabras
que ninguna mujer había pronunciado desde que tenía dieciséis
años.
Pero no significaban nada para él porque no la conocía.
–Enhorabuena… o mis condolencias –le dijo–. Depende.
–No lo entiende.
–No –asintió Renzo–. No lo entiendo. Se cuela en mi casa
diciéndole a mi ama de llaves que tenía que verme urgentemente y
aquí está, contándome algo que no me interesa.
–No me he colado. Su ama de llaves me ha dejado pasar.
Renzo nunca despediría a Luciana y, por desgracia, ella lo
sabía. De modo que cuando dejó entrar a aquella chica medio
histérica debió de considerarlo un castigo por su notorio
comportamiento con el sexo opuesto.
Y eso no era justo. Aquella criatura, que parecía más a gusto
tocando la guitarra en la calle a cambio de unas monedas, podría ser
el castigo de otro hombre, pero no el suyo.
–Da igual, no tengo paciencia para numeritos.
–Pero es hijo suyo.
Él se rio. No había otra respuesta para tan absurda afirmación. Y
no había otra forma de controlar la extraña tensión que lo atenazó al
escuchar esas palabras.
Sabía por qué lo afectaban tanto, aunque no deberían.
No se le ocurría ninguna circunstancia en la que pudiese haber tocado a aquella ridícula hippy. Además, llevaba seis meses
dedicado a una obscena farsa de matrimonio y, aunque Ashley había
buscado placer con otros hombres, él había sido fiel.
Que aquella mujer apareciese en su casa diciendo que esperaba
un hijo suyo era absolutamente ridículo.
Durante los últimos seis meses se había dedicado a esquivar
jarrones lanzados con furia por la loca de su exesposa, que parecía
decidida a demoler el estereotipo de que los canadienses eran gente
educada y amable, alternando con días de ridículos arrullos, como si
fuera una mascota a la que intentase domar después de haberle
pegado.
Sin saber que él era un hombre al que no se podía domar. Se
había casado con Ashley solo para fastidiar a sus padres y desde el
día anterior estaba divorciado y era un hombre libre otra vez.
Libre para tener a aquella mochilera como quisiera, si decidiese
hacerlo. Aunque lo único que quería era sacarla de su casa y
devolverla a las calles de las que había salido.
–Eso es imposible, cara mia.
Ella lo miró con un brillo de sorpresa en los ojos. ¿Qué había
pensado que iba a decir? ¿De verdad creía que iba a caer en tan
absurda trampa?
–Pero…
–Ya veo que te has inventado una extraña fantasía para
sacarme dinero –la interrumpió él, intentando mantener la calma–.
Tengo fama de mujeriego, pero he estado casado durante los últimos
seis meses, de modo que el hombre que te ha dejado embarazada
no soy yo. Le fui fiel a mi mujer durante nuestro matrimonio.
–Ashley –dijo ella, pestañeando rápidamente–. Ashley
Bettencourt.
Todo el mundo lo sabía, de modo que no era tan raro. Pero, si
sabía que estaba casado, ¿por qué no había elegido un objetivo más
fácil?
–Ya veo que lees las revistas de cotilleos.
–No, es que conozco a Ashley personalmente. Fue ella quien me
dejó embarazada.
Renzo sacudió la cabeza en un gesto de perplejidad.
–Nada de lo que dices tiene sentido.
La joven dejó escapar un resoplido de impaciencia.
–Estoy intentándolo, pero pensé que usted sabía quién era.
–¿Y por qué iba a saberlo? –preguntó él, cada vez más
sorprendido.
–Yo… verá, no debería haberle hecho caso, pero… ¡parece que
soy tan tonta como decía mi padre!
Renzo debía admitir que la mentira era original, aunque
estuviese estropeándole el día.
–En este momento estoy de acuerdo con tu padre y seguirá
siendo así hasta que me des una explicación más creíble.
–Ashley me contrató –empezó a explicar ella–. Yo trabajo en un
bar cerca del Coliseo y un día entró y empezamos a charlar. Me
habló de su matrimonio y del problema que tenían para engendrar
hijos…
Renzo tragó saliva. Ashley y él nunca habían intentado tener
hijos. Cuando llegó el momento de discutir la idea de darle un
heredero al imperio de su familia, ya había decidido que no quería
seguir casado con ella.
–Pensé que era un poco raro que me contase cosas tan íntimas,
pero volvió al día siguiente y el día después… al final, yo le conté que
no tenía dinero y ella me preguntó si querría ser madre de alquiler.
Renzo estalló, soltando una larga retahíla de palabrotas en
italiano.
–No me lo creo. Esto tiene que ser algún truco de esa arpía.
–No, no lo es, se lo prometo. Pensé que usted lo sabía. Todo fue
muy… me dijo que todo sería muy fácil. Un rápido viaje a Santa
Firenze, donde el procedimiento es legal, y luego solo tendría que
esperar nueve meses. Supuestamente, iba a pagarme por gestar a
su hijo porque lo deseaba tanto como para pedirle ayuda a una
desconocida.
Renzo empezó a asustarse de verdad y el pánico, como una
bestia salvaje en su pecho, casi le impedía respirar. Lo que estaba
diciendo era imposible. Tenía que serlo.
Pero Ashley era imprevisible y estaba furiosa porque pensaba
que el divorcio era algo calculado por su parte. Y lo era, desde luego.
Pero no podía haber hecho aquello. No se lo podía creer.
–¿Y te pareció normal que una desconocida te contratase como
madre de alquiler sin haber conocido nunca al marido?
–Ella solo podía ir a la clínica llevando gafas de sol y un enorme
sombrero para que nadie la reconociese. Me dijo que era usted muy
alto –la joven hizo un gesto con la mano–. Y lo es, evidentemente.
Habría llamado la atención. Ni siquiera unas gafas de sol hubieran
servido… en fin, ya sabe.
–No, yo no sé nada –le espetó Renzo, airado–. En los últimos
minutos me ha quedado claro que sé menos de lo que creía. ¿Cuánto
dinero te pagó esa víbora?
–Bueno, aún no me lo ha dado todo.
–Ah, claro. Y me imagino que el precio será alto.
–El problema es que ahora Ashley dice que ya no quiere el bebé
por los problemas que hay en su matrimonio.
–Me imagino que se refería a que estamos divorciados.
–No lo sé, supongo.
–Entonces, ¿tú no sabes nada sobre nosotros?
–No hay Internet en el hostal.
–¿Vives en un hostal?
–Sí –respondió ella, ruborizándose–. Solo estaba de paso y me
quedé sin dinero, así que empecé a trabajar en el bar y… en fin, hace
tres meses conocí a Ashley…
–¿De cuánto tiempo estás?
–De unas ocho semanas. Ashley ha decidido que ya no quiere el
bebé, pero yo no quiero interrumpir el embarazo y, aunque me dijo
que usted tampoco querría saber nada, pensé que debía venir para
asegurarme.
–¿Por qué? ¿Porqué tú estarías dispuesta a hacerte cargo de
ese hijo si yo no lo quisiera?
La joven dejó escapar una risita histérica.
–No, ahora no puedo hacerme cargo. Bueno, nunca. Yo no
quiero tener hijos, pero me he metido en esto y… en fin… ¿cómo no
voy a sentirme responsable? Ashley y yo casi nos hicimos amigas.
Me contó su vida, me dijo que deseaba este bebé con toda su alma.
Ahora no lo quiere, pero aunque ella haya cambiado de opinión yo no
puedo cambiar lo que siento.
–¿Y qué vas a hacer si te digo que yo tampoco lo quiero?
–Darlo en adopción –respondió ella, como si fuera algo
evidente–. Pensaba dárselo a Ashley de todos modos, ese era el
acuerdo.
–Comprendo –Renzo pensaba a toda velocidad, intentando
entender la absurda historia que contaba aquella desconocida–. ¿Y
Ashley va a pagarte el resto de tus honorarios si sigues adelante con
el embarazo?
La joven bajó la mirada.
–No.
–¿Por eso has venido a verme, para que yo te dé el dinero?
–No, he venido a verle porque me parecía lo más correcto.
Empezaba a preocuparme que usted no supiera nada del embarazo.
La rabia hacía que Renzo lo viese todo rojo.
–A ver si lo entiendo: mi exmujer te contrató a mis espaldas para
que gestases a nuestro hijo.
–Pero yo no lo sabía –se defendió ella.
–Sigo sin entender cómo pudo manipularte a ti y a los médicos.
No entiendo cómo pudo hacerlo sin que yo lo supiera y no entiendo
qué pretendía ni por qué ahora se ha echado atrás. Tal vez sabe que no conseguirá ni un céntimo de mí y no quiere cargarse con un hijo
indeseado durante el resto de su frívola existencia –Renzo sacudió la
cabeza–. Pero Ashley decide las cosas por capricho y seguramente
pensó que algo de esa magnitud sería una bonita sorpresa, como si
fuera un bolso de diseño. Y, como es habitual en ella, ha decidido
que ya no le apetece el bolso. No conozco sus motivos, pero el
resultado es el mismo: que yo no sabía nada y no quiero ese hijo.
Ella dejó caer los hombros, como si se hubiera desinflado de
repente.
–Muy bien –asintió, levantando la barbilla para mirarlo–. Si
cambia de opinión, estoy en el hostal Americana. A menos que esté
trabajando en el bar de enfrente –añadió, antes de darse la vuelta.
Pero se detuvo en la puerta para mirarlo un momento–. Dice que
antes no sabía nada, pero ahora lo sabe.
Cuando salió de su casa, Renzo decidió que no volvería a
pensar en ella.
Renzo no dejaba de darle vueltas. No había forma de escapar.
Llevaba tres días intentando olvidar su encuentro con la
desconocida. No sabía su nombre, ni siquiera sabía si estaba
diciendo la verdad o si era otro de los juegos de su exmujer.
Conociendo a Ashley, debía de ser eso, un juego, un extraño
intento de atraerlo hacia su tela de araña. Había parecido conforme
con la disolución de su matrimonio porque, según ella, siempre había
sabido que terminarían así. El divorcio en Italia seguía siendo un
asunto complicado y que él hubiera insistido en contraer matrimonio
en Canadá dejaba claro que no se lo tomaba en serio.
Se imaginó que aquella era su venganza. La gestación
subrogada no era legal en Italia y, sin duda, esa era la razón por la
que había llevado a aquella chica a Santa Firenze.
Era una pena que su hermana, Allegra, hubiera roto su
compromiso con el príncipe de ese país para casarse con su amigo,
el duque español Cristian Acosta, que no podría ayudarlo en aquella
situación.
Debería olvidar el asunto. Seguramente, la chica estaba
mintiendo. Y, aunque no fuera así, ¿por qué iba a importarle? No era
problema suyo.
Una punzada en la zona del corazón le dejó claro que no había
bebido suficiente y decidió remediarlo, pero entonces recordó lo que
la desconocida había dicho antes de marcharse.
Trabajaba en un bar cerca del Coliseo…
Renzo tomó una botella de whisky. No tenía sentido buscar a una mujer que, casi con toda seguridad, solo intentaba sacarle
dinero.
Pero la posibilidad seguía ahí y no podía dejar de darle vueltas.
No podía olvidarlo por Jillian, por todo lo que había ocurrido con ella.
Decidido, dejó la botella y se dirigió a la puerta. Iría al bar y se
enfrentaría a aquella mujer. Solo así podría volver a casa y dormir en
paz, sabiendo que era una mentirosa y que no había ningún hijo en
camino.
Se detuvo un momento para reflexionar. Tal vez estaba siendo
demasiado suspicaz, pero, dada su historia, era lo más sensato.
Había perdido un hijo y no estaba dispuesto a perder otro.
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