CAPÍTULO CINCO
El Santísimo y Supremo Ra estaba sentado en su trono dorado en la capital, en el centro de Andros, y miraba hacia la cámara llena con sus generales, esclavos, y suplicantes, mientras frotaba sus manos en los respaldos del trono ardiendo con insatisfacción. Sabía que debía sentirse satisfecho y victorioso después de todo lo que había conseguido. Después de todo, Escalon había sido el último bastión de libertad en el mundo, el último lugar en su imperio que no estaba en completa subyugación, y en los últimos días había logrado que sus fuerzas pasaran por una de las rutas más famosas de todos los tiempos. Cerró los ojos y sonrió al recordar pasar por la Puerta del Sur sin ningún impedimento, arrasar con las ciudades del sur de Escalon, y crear un trayecto al norte hasta llegar a la capital. Sonrió al pensar que este país, que en alguna ocasión había sido fructífero, ahora no era más que un gigantesco cementerio.
Sabía que el norte de Escalon había tenido una suerte similar. Sus flotas habían logrado inundar la gran ciudad de Ur haciendo que ahora solo quedara la memoria. En la costa este sus flotas habían tomado el Mar de las Lágrimas y habían destrozado todas las ciudades portuarias de la costa, empezando con Esephus. Casi todo rincón de Escalon ya estaba en sus manos.
Pero más que nada, el comandante rebelde que había empezado todo esto, Duncan, ahora estaba en una celda como prisionero de Ra. Ahora, mientras Ra veía el sol elevarse por la ventana, se llenó de emoción con la idea de llevar personalmente a Duncan a la horca. Él mismo jalaría la cuerda y lo vería morir. Sonrió al pensarlo. Este sería un excelente día.
La victoria de Ra estaba completa en todos los frentes; pero aun así no se sentía satisfecho. Ra trataba de ver dentro de sí mismo para entender este sentimiento de insatisfacción. Tenía todo lo que deseaba. ¿Qué era lo que lo molestaba?
Ra nunca se había sentido satisfecho, ni en ninguna de sus campañas ni en toda su vida. Siempre había algo que ardía en su interior, un deseo de tener más y más. Incluso ahora podía sentirlo. ¿Qué más podía hacer para satisfacer sus deseos? se preguntaba. ¿Qué hacer para que su victoria se sintiera más completa?
Lentamente pensó en un plan. Podía matar a cada hombre, mujer y niño que quedara en Escalon. Podría primero v****r a las mujeres y torturar a los hombres. Sonrió aún más. Sí, eso ayudaría. De hecho, podía empezar justo ahora.
Ra miró hacia sus consejeros, cientos de sus mejores hombres que se inclinaban ante el con las cabezas bajas y sin atreverse a verlo a los ojos. Todos miraban hacia el suelo en silencio como era debido. Después de todo, eran afortunados de estar en la presencia de un dios.
Ra se aclaró la garganta.
“Tráiganme a las diez mujeres más hermosas que queden en Escalon cuanto antes,” ordenó con una voz profunda que hizo eco en la cámara.
Uno de sus sirvientes bajo la cabeza hasta que casi tocó el piso de mármol.
“¡Sí, mi señor!” dijo mientras daba la vuelta y salía corriendo.
Pero mientras el sirviente iba hacia la puerta esta se abrió primero y otro sirviente entró en la cámara, frenético, corriendo directamente hacia el trono de Ra. Todos los demás en la sala se quedaron sin aliento, horrorizados por la afrenta. Nunca nadie se atrevía a entrar en la habitación y mucho menos acercarse a Ra sin una invitación formal. Hacerlo significaba una muerte segura.
El sirviente se arrojó boca abajo al suelo y Ra lo miró con disgusto.
“Mátenlo,” ordenó.
Inmediatamente varios de sus soldados se acercaron y tomaron al hombre. Lo arrastraban y mientras lo hacían este se retorció y gritó: “¡Espera, mi grandioso Señor! ¡Traigo noticias urgentes, noticias que debes escuchar cuanto antes!”
Ra dejó que arrastraran al hombre sin importarle las noticias. El hombre se sacudió todo el camino y cuando estaba a punto de pasar por la puerta, gritó:
“¡Duncan ha escapado!”
Ra, sintiendo un repentino impacto, levantó su palma derecha. Sus hombres se detuvieron sosteniendo al mensajero en la puerta.
Frunciendo el ceño, Ra lentamente procesó la noticia. Se levantó y respiró profundo. Bajó por los escalones de marfil uno a la vez mientras sus botas doradas hacían eco al atravesar toda la cámara. Había un silencio lleno de tensión en la habitación hasta que finalmente se detuvo frente al mensajero. Ra pudo sentir la furia creciendo dentro de él con cada paso que daba.
“Dímelo de nuevo,” ordenó Ra con voz oscura y siniestra.
El mensajero se estremeció.
“Lo siento mucho, mi grande y sagrado Supremo Señor,” dijo con voz temblorosa, “pero Duncan ha escapado. Alguien lo ha rescatado de los calabozos. ¡Nuestros hombres lo persiguen por la capital mientras hablamos!”
Ra sintió que su rostro se enrojeció sintiendo un fuego dentro de él. Apretó los puños. No lo permitiría. No permitiría que le robaran la última pieza de su satisfacción.
“Gracias por traerme estas noticias,” dijo Ra.
Ra sonrió y por un momento el mensajero pareció relajado e incluso empezó a sonreír y llenarse de orgullo.
Ra sí lo recompensó. Dio un paso hacia adelante y lentamente puso sus manos alrededor del cuello del hombre y empezó a apretar. Los ojos del hombre se le hinchaban en la cabeza mientras tomaba las muñecas de Ra; pero no fue capaz de escapar. Ra sabía que no lo lograría. Después de todo, él solo era un hombre, y Ra era el grande y sagrado Ra, el Hombre Que Una Vez Fue Dios.
El hombre cayó al suelo, muerto. Pero esto le dio a Ra muy poca satisfacción.
“¡Hombres!” gritó Ra.
Sus comandantes prestaron atención y lo miraron con miedo.
“¡Sellen cada salida de la ciudad! Manden a todos los soldados que tenemos a encontrar a Duncan. Y mientras lo hacen, maten a cada hombre, mujer y niño que quede en esta ciudad de Escalon. ¡VAYAN!”
“¡Sí, Supremo Señor!” respondieron los hombres al mismo tiempo.
Todos salieron corriendo de la habitación tropezando uno con otro, todos tratando de seguir las órdenes de su amo más rápido que los demás.
Ra se dio la vuelta, hirviendo, mientras cruzaba solo la ahora vacía habitación. Salió hacia un ancho balcón que permitía ver toda la ciudad.
Ra salió y sintió el aire fresco mientras veía la ciudad en caos debajo. Vio con alegría que sus soldados ocupaban la mayor parte de ella. Se preguntó en dónde estaría Duncan. Tenía que reconocer que lo admiraba; tal vez incluso hasta veía algo de él mismo en él. Pero aun así Duncan sabría lo que significaba desafiar al grandioso Ra. Aprendería a aceptar con gracia la muerte. Aprendería a someterse como el resto del mundo.
Se empezaron a escuchar gritos y Ra vio que sus soldados empezaban a apuñalar con espadas y lanzas a hombres, mujeres y niños por la espalda. Siguiendo sus órdenes, las calles empezaron a llenarse de sangre. Ra suspiró consolándose con esto y obteniendo un poco de satisfacción. Todos estos Escalonianos aprenderían. Era lo mismo en cualquier lugar a donde iba, en cualquier país que conquistaba. Pagarían por los pecados de su comandante.
Pero un sonido repentino cruzó por el aire incluso por encima de los gritos, y esto sacó a Ra de su ensimismamiento. No podía comprender de qué se trataba o por qué lo había perturbado tanto. Fue un sonido grave y bajo semejante a un trueno.
Justo cuando se preguntaba si en realidad lo había escuchado, se escuchó de nuevo con más fuerza y se dio cuenta de que no venía del suelo, sino del cielo.
Ra miró hacia arriba perplejo, examinando las nubes en confusión. El sonido vino una y otra vez y entonces supo que no eran truenos. Era algo mucho más tenebroso.
Mientras examinaba las nubes grises, Ra de repente vio algo que nunca olvidaría. Parpadeó al creer que lo había imaginado. Pero sin importar las veces que cerraba los ojos, eso seguía allí.
Dragones. Una manada entera.
Bajaron sobre Escalon extendiendo alas y garras y respirando llamas de fuego. Volaban directamente hacia él.
Antes de que pudiera procesarlo, cientos de sus soldados ya estaban siendo quemados debajo, gritando al quedar atrapados en las columnas de fuego. Cientos más gimieron mientras los dragones los despedazaban.
Mientras se quedó inmóvil por el pánico y la incredulidad, un enorme dragón se dirigió hacia él. Apuntó hacia su balcón levantando las garras y bajó.
Un momento después ya estaba cortando la piedra en dos y errando por solo un poco gracias a que se agachó. Ra, en pánico, sintió que la piedra empezaba a derrumbarse debajo de él.
Momentos después sintió que caía retorciéndose y gritando hacia los pisos de abajo. Había pensado que era intocable, más grande que cualquier otra cosa.
Pero después de todo, la muerte lo había encontrado.