Mi casa queda a una cuadra del edificio donde vive Alessandro. Lo veo desde la ventana de mi habitación todas las mañanas correr en dirección al parque. Y si me asomo desde el balcón puedo verlo hacer las vueltas al parque.
Mi mayor secreto es que me gusta Alessandro Bacheli. No se lo he contado a nadie. Tampoco que compré esta casa porque sabía que sería vecina de él y así nos veríamos seguido. Pues no quiero que crean que deseo volver a acosarlo como de niños.
Recuerdo bien el primer día que Alessandro me vio en su vecindario. Fue una mañana, como siempre, estaba trotando y yo salía de la casa para subirme en mi auto, recuerdo que iba ese domingo a adelantar trabajo en la oficina. Él me echó una mirada rápida y después aceleró su trote y casi se tropieza, trastabilló calle abajo y me asusté al creer que se iba a ir de bruces.
Seguramente para Alessandro es demasiado desagradable que para ir a su parque favorito la única calle que tiene es esta y que justo mi casa quede en la esquina de ese mismo parque. Y también debe serle exasperante que yo casi que a diario me ponga a observarlo desde la ventana. Porque sé que me ve, a veces cruzamos mirada.
Para mí también es algo raro. Una dinámica algo bizarra. Él baja trotando, yo lo observo por la ventana apenas me despierto y con el pelo enmarañado, cruzamos mirada y después me ignora. Creo que los dos ya nos acostumbramos.
Sería lo más estúpido para mí el intentar tener problemas con él en este momento. Es un Bacheli, un magnate. Si quisiera, podría vengarse por haberle hecho imposible la primaria. Pero no lo hace, sabe que me duele más que me ignore y me mire con asco, como si le estuvieran mostrando una cucaracha.
Recuerdo que en la secundaria tuvimos un año en el que estudiamos juntos, fue noveno grado. Afortunadamente sólo fue un año. Todas las chicas estaban enamoradas de él, era el presidente de la clase y el que siempre ganaba los reconocimientos. Yo me esforzaba demasiado, porque estaba acostumbrada a siempre ocupar el primer lugar, pero ese año no pude gozar ese privilegio, porque Alessandro era mejor que yo.
Y me ignoraba. Hacía como si yo no existiera.
Una vez tuvimos que hacer un trabajo en grupo y recuerdo que me dijo:
—Yo hago el trabajo. Tú nada más escribe tu nombre.
Estaba tan furiosa que volví a hacerlo. Éramos los únicos esa tarde en el salón y terminé abofeteándolo, para después correr a tomar el borrador del tablero y se lo aventé. Recuerdo el sonido que hizo el borrador cuando le golpeó la frente, sonó torpe y brusco. Y empezó a sangrar.
Alessandro esta vez se defendió y se abalanzó a mí, me tomó del cuello y me recostó al tablero. Recuerdo que creí que me iba a matar. Pero terminó observándome fijamente, hiperventilando y sus ojos estaban ardiendo en furia.
—No. Yo no soy igual a ti —me dijo.
Fue lo único que me dijo.
Entonces me soltó y después se marchó.
Él escribió mi nombre en el trabajo, aunque yo no participé. Ganamos una nota perfecta.
El resto del año me obsesioné con encontrarlo con la mirada, en ese momento no lo entendía, pero en mí había comenzado una mezcla de admiración y culpa. Ya no lo odiaba, me sentía culpable, pero nunca me acerqué a pedirle perdón, porque en ese aspecto siempre he sido una cobarde.
Esta mañana me parece incómoda la idea de observarlo por la ventana. Mi despertador ha sonado y yo estoy dando vueltas para levantarme, pero al final lo hago y apago la alarma del celular que está en mi mesita de noche. Me levanto y dudo en si observar por la ventana, las cortinas blancas están corridas y uno de mis gatos entra en la habitación maullando porque tiene hambre.
Al final mis pies se dirigen a la ventana y husmeo. Ahí viene corriendo calle abajo. Él es bien señor puntual, nunca se retrasa. Quién sabe cuántos años lleva haciendo esta rutina que le parece indispensable, hasta en domingos.
Y cuando llega hasta mi casa, su mirada se alza hasta mi ventana. Esta vez lleva puesto auriculares inalámbricos, una novedad, antes siempre salía sin audífonos.
Mi gato brinca hasta la ventana y también husmea, paseándose por mi brazo para que lo acaricie.
Hago mala cara cuando mi mirada se encuentra con la suya.
—Mira Rumeo, ahí va el malhumorado, quiere llevar mi empresa a la quiebra —le digo al gato y después me alejo de la ventana.
Rumeo baja de la ventana y se va conmigo, irguiendo su cola, maullando en repetidas veces, exigiendo que le dé comida.
.
Esta reunión sí que es incómoda, estoy segura de que este desayuno me dará indigestión. Y eso, si logro pasar bocado.
Después de despertarme, mi papá me llamó, me dijo que fuera a desayunar con él, que también estaría el señor Bacheli. Claramente acepté porque sabía que era una gran oportunidad para lograr obtener una nueva reunión. Sin embargo, nunca se me dijo que Alessandro estaría invitado.
Me parece que la mesa del restaurante es algo chica. Estamos en lo que parece ser un patio de una vieja casona que acomodaron con una fuente de ninfa y mesitas de madera redondas, pero algo chicas para cuatro personas.
El dependiente nos trajo el desayuno, pero los platos me parece que quedaron algo apretados y lo peor… por momentos mi brazo derecho se roza con el de Alessandro. Él se pidió unos panes con café sin azúcar y una ensalada de frutas, al igual que su padre. Todo lo contrario, a mi padre y a mí que sí nos pedimos unos sándwiches con doble rebanada de queso y chocolate, claramente con azúcar…
Intentaba concentrarme en mi desayuno, había llegado con la tripa rugiéndome, pero mientras llevaba el primer sándwich por la mitad, el señor Bacheli comenzó a hablar sobre lo importante que era dejar los asuntos personales fuera del trabajo. Y ahí se me fue quitando el hambre. Inspiré profundo y poco a poco fue desacelerando mi masticar.
Intenté acomodarme en mi silla, pero el piso estaba hecho en piedra y era difícil que no se tambaleara y me daba miedo que si al recostarme al espaldar pudiera caerme de espaldas.
—Cuidado, mija —pidió mi papá al verme incómoda en la silla.