01. El metro
No eres tú, ¡Soy yo! es una novela escrita por Andrea Paz PS y registrada en SafeCreative bajo el código: 2105087776850.
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«No necesito demostrarle a nadie lo dañada que está mi alma. Nadie entenderá nunca lo que es tener alas y no poder volar jamás…»
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No estoy segura de cuánto tiempo llevo aquí... Miro de un lado a otro, esperando respuestas que nada ni nadie me puede dar. El ruido de la gente se escucha como un eco muy lejano, mientras suena por los parlantes que el próximo carro tiene un retraso.
Ya he dejado pasar cinco carros y aún no me armo de valor.
Sigo mirando hacia todos lados buscando algo que me ayude a tomar la decisión correcta, hasta que siento ese viento correr que anticipa la llegada del metro.
¿Lo hago o no? ¿tengo el coraje para hacerlo? —Con un nudo en la garganta, lloro por dentro, pero no quiero hacer evidente mis reales intensiones—. Es ahora o nunca —digo para mí misma.
Se aproxima el carro del metro, me acerco al andén lo más posible cruzando la línea amarilla de advertencia; mi corazón está a mil por hora, pero no quiero sufrir más, ya no quiero más de nada ni de nadie, y por mucho que quiera que pasen mil cosas en mi vida, estoy cansada, nada tiene sentido para mí.
Tengo el metro a unos segundos de llegar a mi encuentro, cuando me armo de valor y trato de dar un paso más para caer a las vías y terminar con todo, pero unos brazos fuertes me agarran del bolso que llevo en la espalda y evitan que me deshaga del dolor que siento. Caigo al suelo y lloro por la frustración y porque todo se ha acabado para mí, ya no habrá otra oportunidad, en mi interior sabía que no habría más oportunidades como ésta—. ¡Lo sabía!
El guardia me sostiene aún con fuerza y me ayuda a ponerme de píe, mientras otro se sitúa del otro lado y me guían hacia un lugar dentro de la estación. Ninguno dice una sola palabra mientras caminamos, no logro ver nada por las lágrimas que siguen rodando por mis mejillas.
Entramos a una oficina y me hacen sentar. Frente a mí un policía ordenando unos papeles, aún no logro distinguir su cara, ya que tengo la vista nublada por el llanto.
—La estuvimos observando a través de las cámaras. Llevaba más de una hora parada al inicio de la estación —menciona—. Supimos sus intenciones cuando dejó pasar el tercer carro, lo hemos visto en miles de ocasiones —señala, como para que no me sienta especial—; Necesito sus documentos —Pide el oficial en un tono serio.
Busco en el bolso mis documentos y le entrego lo que me pidió, sin decir una sola palabra, aun sollozando, con espasmos y tiritones en el cuerpo.
—¿Usted cree que lanzándose a las vías del metro se termina todo? —cuestiona enojado mientras se pone de pie y pone ambas manos sobre su escritorio—. Le informo que, además de paralizar el servicio, tendríamos que cortar el suministro de energía, cerrar la estación y dejar a miles de pasajeros a la deriva por ser hora punta —explica—. Además, tendríamos que llamar a su familia para informarles lo que usted hubiese hecho, y que, como si fuera poco, tendrían que pagar por todos los gastos que implica hacer semejante barbaridad —Me mira con ojos acusatorios y el ceño fruncido, mientras me tiende un pañuelo de papel.
—Yo… yo... no lo ssa-sabía —murmuro, aún con la voz quebrada. Nuevas lágrimas se acumulan en mis ojos nublándome la vista, mientras aprieto fuerte los ojos para que rueden libres por mis mejillas.
—¡Claro que no lo sabía! ¡Nadie sabe estas cosas, porque no piensan antes de hacer cosas como ésta! —exclama con impotencia—. ¿Tan terrible es su vida señorita —Lee mi identificación—, Emilia? —Se sienta nuevamente en su lugar.
—Usted no sabe nada... no lo entendería... nadie lo entiende… —sollozo con impotencia.
—La voy a dejar detenida y necesito el número de algún familiar para contactarme con ellos —dice, revisando unos papeles sobre su escritorio.
Me quedo en silencio, mi cabeza da miles de vueltas y lo único a lo que reacciono hacer es mover mi cabeza de un lado a otro en negación.
—¡No! ¡No, por favor! —Es lo único que logro decir, casi como una súplica.
—Es el procedimiento, señorita —dice sin levantar la vista de sus papeles.
—¡Por favor! —Pido poniéndome de pie. El hombre me mira por unos instantes—. Le prometo que me salgo de la estación y no vuelvo a intentar una tontería como esta, pero por favor, necesito salir de aquí... sin que mis padres se enteren de nada... por favor —Le digo esto último casi sin aliento y con lágrimas saliendo de mis ojos.
—Está bien, pero dejaré en el registro lo que sucedió hoy y dejaré una alerta roja con sus datos y una foto —La cual toma de inmediato, sin haberlo previsto—. Esto es para que en las otras estaciones estén al tanto de sus intenciones, así que, ni se le ocurra intentarlo nuevamente —advierte amenazante—. De momento, tiene prohibido el ingreso a esta estación.
Me quedo en absoluto silencio pensando que nada me había salido como esperaba, y que mi vida era cada día más mierda, que el día anterior.
Hago un asentimiento con la cabeza, mientras el oficial me tiende la identificación la cual sostiene con fuerza, cuando logro tomarla.
—Tengo una hija de su edad —dice más tranquilo—. Refúgiese en su familia y no tome una decisión que quebrará a su familia para siempre... piénselo —Pide en un tono “paternal” soltando el documento finalmente.
—Gracias —murmuro.
Salgo de la estación rápidamente, escoltada nuevamente por los guardias de seguridad, en absoluto silencio, el que es interrumpido por el sonido de sus Walkie Talkie, los que suenan con códigos que sólo ellos entienden.
Sin mirar atrás, subo las escaleras y me pongo a caminar sin saber a dónde; sólo quería alejarme lo más posible.
No me preocupa la hora, porque había llamado a mi madre para decirle que tenía que quedarme hasta más tarde en el trabajo y que no sabía a qué hora nos desocuparíamos, así que le avisaría cuando fuera camino a casa.
La noche estaba fría, con mucho viento. El centro de la ciudad se iba apagando poco a poco. Ya no quedaba tanta gente en las calles, por lo que imaginaba todas esas personas llegando a sus casas, con total normalidad, con sus familias o sus vidas. Siguiendo con sus rutinas, mientras yo echaba tierra a mi propia tumba, otra vez, sintiéndome muerta en vida, como todos los días.
Caminé sin rumbo por varios minutos, pero esto no podía ser eterno, en algún minuto debía volver a casa, por lo que me subí a un autobús, me puse mis audífonos y le di play al reproductor mientras sonaba “Wake Up” de Mad Season. Me sentía cada vez peor, pero me exigí no llorar más y así borrar todo rastro de lo que sucedió hace unos momentos... No tenía los cojones para volverlo a intentar.
Llegue a casa, saludé a mis padres, dejé mis cosas en mi dormitorio, lave mis manos y mi rostro, eliminando cualquier rastro de dolor.
Me acerqué con la mejor cara que podría poner, al comedor, donde mis padres me esperaban para acompañarme a cenar. Inventé una historia sobre un cliente con requerimientos presuntuosos y que por lo mismo nos tuvimos que quedar hasta más tarde en la oficina, pero no le di muchas vueltas al asunto.
Terminé de cenar, les dije que estaba cansada, me di una ducha, me puse pijama, tomé mi medicación y me refugié en mi cama, la que gracias a Dios me atrapó rápidamente para llevarme a los brazos de Morfeo.
Una semana después…
Los días pasaban y todo seguía igual, me refugiaba en mis “amigos virtuales”, ya que no podía tener otros de otra forma.
Seguía hundida en mis pensamientos. Ya nada me motivaba. Estaba cansada de seguir actuando, haciendo como si mi vida fuera maravillosa y sonriéndole al mundo.
Abro una nueva ventana de chat y le escribo a mi amiga Lucía:
Emilia: tengo que contarte algo
Lucía: ¡Hola! ¡Salúdame primero, al menos!
Emilia: sí, hola...
Lucía: ya... ¿Qué pasó ahora?
Emilia: lo de siempre... pero esta vez ya no tuve atajo… ¿puedo ir a verte? Necesito salir de esta casa...
Lucía: si, obvio, Natsh no está, así que podremos conversar tranquilas
Emilia: veré cómo salgo de acá y voy
Invento una excusa con mi madre para poder ir a casa de Lucía
—Mamá. voy donde Natsh! —digo mientras tomo las llaves del auto de papá y salgo, con la indicación de siempre: volver a las nueve de la noche en punto, ni un minuto más y avisar cuando llegue a mi destino. No salir a ninguna otra parte y dejar un numero de contacto para verificar si realmente estoy en casa de Natsh o no.
Odio esto... no soy una niña… ¡¡tengo 25 años por Dios!! —digo para mí misma.
Llego a casa de Lucía, quien, si podemos definir de alguna manera, es mi mentora. Ella fue mi profesora en la escuela. Siempre fue muy cercana y amiga de los alumnos, sobre todo de un grupo en particular, donde yo estaba incluida, pero excluida a la vez.
Me había hecho muy amiga de su hija Natasha. Éramos uña y mugre en la escuela, pero esta vez, necesitaba hablar de cosas más profundas, que con Natsh no siempre conseguía.
Me bajo del auto y toco el timbre.
—¡Te dejé abierto Emi, pasa! —grita desde su dormitorio, el que da hacia la calle.
Entro a la casa y voy a su cuarto, me siento en la cama donde ella se encuentra y me largo a llorar. Ella me acoge entre sus brazos y me acaricia el cabello por unos momentos, mientras sisea y me mece.
Levanto la mirada y comienzo a vomitar todo lo que tenía dentro, a decirle todo lo que había hecho, lo que sucedió ese día en el metro. Lucía escuchó todo, como siempre. Ya sabía mi situación con mis padres, sabía de sobra mi manera de pensar y, sobre todo, sabía todo sobre mi dolor.
Cuando terminé de hablar, me mira por unos minutos con lágrimas en sus ojos y hace un chasquido.
—Mi Emi... quiero que veas algo —dice, mientras se pone de pie, enciente la tv y pone un DVD en el lector—. Quiero que mires esto, sin reclamar, sin decir absolutamente nada y cuando termines hablamos, si es que quieres —ordena, por lo que asiento con la cabeza.
Comienza a reproducirse “El Secreto”, nunca lo había visto. Había leído algunas reseñas, pero mi depresión era más fuerte. Nada, menos un libro, me haría salir del hoyo en el que me encontraba y, según mi lógica, si el libro tiene “película”, debe ser malísimo.
Algo en mi interior hizo “click”.
La miré, ella me sonrió. La abracé y no dijimos nada. Le di un beso, tomé mis cosas y me fui, no sin antes gritarle “gracias” desde la puerta.