Desde uno de los ventanales del gran Palacio trasero de la Ciudad Prohibida, que era la residencia de la familia imperial, se podía apreciar a dos hombres contemplar la víspera del ocaso. En sus rostros se reflejaba mucha angustia, pesar y agotamiento emocional. Se trataba del emperador y de su hijo Shun, que en todo lo que restaba del día, no dejaron de estar pendientes de la hora y de los cuidados de su adorada madre.
Varios sirvientes y curanderos pasaban de un lado a otro con medicinas y compresas que le aplicaban a cada cuarto de hora, pero la situación no mejoraba ni un poco para An. El palacio se sumía en palabras de desaliento y la desesperanza a cada minuto que pasaba aumentaba a pasos agigantados.
De pronto se acercó detrás de ellos Jin, el segundo príncipe, ni más ni menos con el mismo estado emocional que el de su padre y hermano mayor. Había estado de turno con los sirvientes, velando el estado de su madre y un hilo de sudor surcaba su frente. Su padre notó su presencia y se preocupó; al parecer no traía buenas noticias. Al ver a su hijo de soslayo, todo lo decía su semblante decaído y desgastado de cansancio.
—¿Cómo se encuentra, hijo? —preguntó sin voltear la mirada, la que permanecía fija en el horizonte.
—Mal, padre... muy mal —respondió Jin en un hilo de voz, mientras se pasaba una mano por la frente—. Y... ¿Aún no hay noticias de Yun?
—Nada, hermano. Yun se fue hace tan solo unas cuantas horas, pero pareciera como si esto fuera una eternidad —respondió Shun con pesar.
Heng dio un fuerte suspiro mientras negaba con su cabeza y sin pronunciar una sola palabra se retiró en dirección al templo de oración, como ya lo había hecho con frecuencia en todo el día. Para él era muy duro mostrar el dolor y la flaqueza que le ocasionaba solo el pensar que An fuera a fallecer y que los esfuerzos de su hijo terminaran en una tragedia de muerte. Simplemente prefería sufrir aquello en plena soledad.
Sus dos hijos conocían más que bien esas actitudes de su padre. Ante ellos no podía fingir ni siquiera una sonrisa. Conocían sus expresiones como la palma de sus manos. El dolor en los corazones de Shun y Jin les dolía como si una hilera de púas estuviera destrozándolos con lentitud.
—¡Esta desesperación nos está matando a todos! —reclamó Shun con impotencia—. Creo que debí ir yo en lugar de Yun, él es demasiado inexperto y jamás ha encabezado una batalla en su vida. Sé que no hemos tenido necesidad de guerras, ni nada por el estilo, pero, para más nosotros dos fuimos a batallar cuando un ejército de rufianes amenazaba la ciudad.
—Hermano, entiendo tu argumento y más por el hecho de que madre está al borde de la muerte —respondió Jin—, pero deberías confiar un poco más en Yun por una vez en tu vida. El anciano vio valentía en él, además ahora no hay marcha atrás y solo nos queda esperar.
—Creo que tienes razón —suspiró Shun y se llevó la mano a su frente—, solo estoy demasiado frustrado porque sabes que lo que sugirió ese anciano suena a algo imposible. Incluso suena como una gran mentira inventada yo qué sé por cual razón. La gente hace maromas para que los reflectores estén en ellos, aunque sea para hacer el ridículo.
—Bueno, si te digo la verdad... Yo tampoco le tengo demasiada fe a lo que nos ha dicho ese señor, pero dime, Shun ¿Qué alternativa nos queda? —Jin se cruzó de brazos con frustración e impotencia.
—Cuestionar al viejo —respondió Shun sin titubear mientras volteaba a ver a su hermano.
—Bueno, entonces qué... ¿Nos dirigimos a la sala de audiencias y que nos lo traigan? Les ordenaré de inmediato —demandó Jin mientras se volteaba para ir a llamar a los mandaderos.
—No, tonto —Shun alcanzó a tomar del brazo a Jin para detenerlo—. No es una reunión oficial —dijo quedito—. Si padre se entera que estamos cuestionando más al viejo y que organizamos interrogatorios extraordinarios, es capaz que me quite autoridad frente a todos. Entiende, me ha costado ganarme la confianza y el poder que él me confirió como futuro emperador. Hay que actuar con discreción.
—Bueno, bueno. Pero no te sulfures —respondió Jin, un poco ofendido— Y entonces... ¿Cuál es el plan más sensato?
Shun le indicó con la mirada que caminaran hacia la celda donde tenían al viejo. Jin miró a su hermano con un gesto de aprobación, y mientras nadie veía, ya que estaban ocupados con la emperatriz, ambos príncipes cruzaron los largos pasillos, y salieron por los jardines. Caminaron un largo pasillo de rojas columnas grandes, techo ornamentado con diseños dorados y pisos relucientes de madera, para luego salir del palacio. Siguieron un callejón un poco descuidado, hasta llegar a las celdas a donde habían llevado al "sabio hechicero"
No tuvieron problema al hacerse paso entre los estrechos corredores de aquel lugar ni tampoco los guardias pusieron objeción, sino que saludaban con reverencias largas de respeto. Shun ahora tenía acceso a todo lugar en el palacio, así como Heng lo tenía; él ya no era un príncipe, su poder ya se asemejaba ahora al de Heng.
Los dos hermanos se acercaron con sigilo y se asomaron entre la ventana de barrotes de aquella puerta metálica y observaron al viejo, que se había llamar Di. No tenía nada de extraordinario en realidad; él permanecía sentado en el suelo con las piernas cruzadas; pareciese como si estuviera meditando. Usaba en su regordete cuerpo un traje hanfu desgastado y su cabeza ya estaba casi calva en la coronilla, y esa mata de pelo a los lados estaba ligeramente canosa.
—Y bien —musitó Jin para no ser escuchado por nadie más—. Esta fue tu idea, deberías comenzar, porque yo ni loco comenzaría una conversación con ese señor —insistió mientras zarandeaba el brazo de su hermano.
—Suéltame que me desconcentras —espetó Shun y se hizo el quite del agarre de Jin.
En cuanto Shun devolvió la mirada hacia la ventanilla y entreabrió la boca para comenzar a decir lo que sea, el viejo Di ya estaba asomado, viendo al par de príncipes. Jin se sobresaltó y Shun no bajó la mirada ante la del viejo.
—Señor —jaló aire—, le aconsejo que avise antes de acercarse, casi me mata de un susto —demandó Jin, aún recuperándose del sobresalto que había sufrido.
—Bueno, ustedes tampoco avisaron que se asomarían a mi ventana, y eso también es de mal gusto —debatió el viejo y Jin hizo un puchero sutil, mientras Shun intervenía para hablar.
—Sí, tiene razón. Nos retractamos, no queríamos importunar a nadie —dijo Shun con voz firme y solemne—. Sabrá que, nosotros estamos pasando un momento devastador justo ahora, y nuestras mentes están llenos de dudas acumuladas.
—Es comprensible, su majestad —respondió Di mientras hacía una pequeña reverencia—. No los culpo, ya que nuestra querida emperatriz está sufriendo, y por ende todos nosotros.
—Así es —esbozó Shun—. Por eso hemos venido aquí para decirle que, nos cuesta creer en todo lo que dijo en la sala de audiencias imperial. Necesitamos una reconfirmación de sus palabras, con respecto al acertijo que le extendió a mi padre y que nuestro hemano se llevó aceptando esa encrucijada de vida o muerte. Comprenda que no es cualquier cosa, se trata de la vida de nuestra propia sangre; sangre noble y justa de la que depende toda China. —El tono de voz de Shun se elevó en exasperación y sus manos se empuñaron—. Exijo que nos diga aquí y ahora qué tan efectivo será que él se encuentre con esa ave. Sea cien porciento sincero, ¡esto no es un juego, señor!
El viejo Di escuchaba todo, calmo y sereno como el viento que soplaba por los corredores. Con paciencia se privó de hacer alguna intervención, hasta que el príncipe terminó de exponer sus quejas y conflictos, para luego suspirar y comenzar a responder.
—Su alteza, ¿cree que yo vendría a exponer mi vida a decir esto si el acertijo no fuera real? Por supuesto que no. Esas palabras grabadas en el papiro mágico aparecieron cuando yo mismo me comuniqué con la sabiduría de Buda, tras años de experiencia, meditación y entrenamiento. Yo no escribí eso, lo juro. Las palabras aparecieron plasmadas y yo vine a exponer una solución. Si no creían en mi palabra pudieron no haber tomado la alternativa y esperar la voluntad natural que hay entre la vida y la muerte; con todo respeto, nadie los obligaba a haber aceptado.
Ante aquellas palabras Shun y Jin quedaron mudos, sin poder debatir lo que Di les había dicho. Incluso Jin, por una fracción de segundo pensó que no habían hecho tanto bien al encerrarlo, pero, la vida de su madre y de su hermano estaba en juego. Ambos príncipes se retiraron de allí en silencio absoluto, llevándose un conflicto interno inmenso y las almas vacías de respuestas.
Mientras caminaban hacia el palacio, Shun solo se limitó a voltear a ver hacia el despejado cielo. El primer indeseable ocaso estaba por hacer su magestuosa entrada.