En el interior del palacio yacía un emperador junto al lecho de la emperatriz, su amada esposa, quien no había dejado de convulsionar desde hacía horas. La agonía de An era demasiado lenta para ella y el dolor en el pecho de su esposo era tan grande al sentirse incapaz de ayudarla a disminuir el dolor. Heng lloraba también porque su hijo mayor sufría con sus propias heridas; en silencio, porque sabía la desgracia que representaba para un gobernante, sentirse inútil y derrotado frente a su pueblo. De lo que no tenía ni un ápice de idea, era que su hijo hacía un par de horas se había levantado de su lecho convaleciente para buscar explicaciones del viejo, y que allá abajo, en la bodega más recóndita del palacio, Shun lidiaba con una batalla de vida o muerte. Por boca de algunos sirvientes