Un sonido estridente, parecido al de una explosión, se hizo presente en la cima de la montaña Yumai. Gao, Mei y sus secuaces voltearon sobresaltados de inmediato. Se acercaron a donde estaban seguros que yacían sus rehenes, pero en lugar de eso se dieron cuenta de que las jaulas improvisadas que fabricaron habían volado en mil pedazos y no había rastro de los jóvenes. —Maldición, se escaparon —gruñó Gao con la respiración demasiado sonora. Mei lo golpeó en la cabeza, muy enfurecida por lo ocurrido. —¡Imbécil! Te dije que no les quitaramos los ojos de encima, pero nunca me escuchas —regañó la mujer. Gao frunció el ceño y se sobó donde ella le había golpeado. —No hay tiempo para tus malditos regaños —Gao se volteó hacia todos los demás— ¿Qué no oyeron? Se escaparon, búsquenlos hasta el