Capítulo 4-2

1858 Words
—Mon Dieu, necesito un trago, uno grande, un Ricard. Ha sido un día terrible —dijo Márquez. —Que sean dos —dijo una voz detrás de él. Márquez se volteó y, bajando la mirada, se encontró con un hombre pequeño como una bala, con una enorme sonrisa. Lo miró de arriba abajo más de cerca. Había algo que no estaba bien con la apariencia de ese hombre; era como si estuviera tratando de descifrar un espejismo. El hombre estaba vestido con un traje de negocios de verano, de los que parecían estar de moda actualmente, tenía una nariz angosta y la tez bronceada. Márquez lo hubiera descrito como una persona común y corriente. Pero había dos cosas que lo hacían resaltar, que no encajaban bien. Primero, estaba el cabello. Obviamente era un peluquín, uno excelente ciertamente, casi no podía ver la unión, pero igual era un peluquín, de eso no había duda. En segundo lugar, estaba la cicatriz que cruzaba su mejilla. No era por un accidente; ese tipo de cicatriz, en ese lugar, solo podría ser por un cuchillo. ¿Un duelo o una pelea, tal vez? Márquez se preguntó quién ganaría el encuentro: el desconocido con el cuchillo o ese europeo de apariencia ruda. —Es nuevo en la ciudad —dijo Caracortada. —Llegué hace unos días. Soy Lucien LeClerc. —Franz Donner —se presentó el hombre, extendiendo su mano. —¿Alemán? —Austríaco, pero en la actualidad, es lo mismo para la mayoría de las personas. ¿Qué está haciendo aquí en Leopoldville?, ¿negocios o placer? Márquez rio. —No imaginaría que haya mucho placer en el Congo considerando su situación actual. La compañía para la que trabajo está tratando de hacer negocios con el Gobierno. Vendemos equipo médico. El pequeño austríaco rio. —Vaya, no hay dinero por aquí, amigo. Jules, dos tragos más, ambos estamos secos como un matorral. —Lo último iba dirigido al barman, quien rápidamente les llevó dos cervezas. El austríaco se acomodó en una silla junto a su nuevo amigo—. Ahora, el dinero en grandes cantidades en esta parte del mundo está en las armas y municiones. Si puede suministrarlos, puede hacer una fortuna en un lugar como este. —¿Es lo que usted hace? ¿Comercia con armas? Donner sacudió la cabeza y sonrió. —En lo absoluto, soy nuevo aquí. Solo llevo un par de semanas. Tengo una pequeña tienda en la ciudad, donde vendo cámaras y equipo fotográfico. Tengo mucho movimiento por los periodistas. —Márquez asintió, más por educación que por aprecio al negocio del hombre. En general parecía un lugar extraño para que un europeo abriera un negocio nuevo, pero en su tiempo había conocido a todo tipo de personas extrañas, con ideas aún más extrañas. Conversaron por una hora, dando cada uno una escasa reseña de sí mismos. Ambos eran de cierto tipo: aventureros, jugadores del gran juego, ansiosos por hacer una diferencia, pero ambos motivados por el dinero. Mercenarios. Bien vestidos y cultos ciertamente, pero mercenarios de todas formas, aunque solo fuera del tipo comercial—. ¿Qué piensa de todos los rusos que están aquí? —preguntó Donner. Márquez tomó un trago y se encogió de hombros. —Para ser sincero, no he visto a muchos; definitivamente, no he hablado con ellos. ¿Por qué? ¿Ha tenido problemas con ellos? Donner se mofó. —Los rusos siempre son un problema, sin importar a qué parte del mundo vaya. Fueron bienvenidos aquí por ese tonto, Lumumba. Creo que vivirá para arrepentirse… o quizás no. Márquez inclinó la cabeza a un lado con curiosidad. Tal vez esta conversación con el austríaco resulte beneficiosa. Decidió presionar el punto un poco más; después de todo, quién sabía a dónde lo llevaría. —¿Por qué? ¿Sabe algo que el resto no sepamos? Efectivamente, Lumumba no es popular en ciertas partes, pero lo que entiendo sobre eso es que podría reunir suficiente apoyo de su gente para retomar el poder. Donner se encogió de hombros. —Posiblemente, pero si eso sucediera, abriría las puertas de la ciudad y la Unión Soviética entraría directamente a África. Piense en eso. Nada de libre mercado, un estado semicomunista, sin espacio para los inversores europeos. Todo propiedad de los soviéticos. Márquez asintió. —Pero qué podemos hacer Franz; después de todo, solo somos pequeños comerciantes. No tenemos los medios para presionar a la Unión Soviética, desafortunadamente. —Tal vez no de forma directa. Pero, si está interesado en ayudar a esta gente, hay cosas que se pueden hacer para al menos evitarlo. Cosas prácticas, cosas que suceden sobre la marcha. Cosas que beneficiarían a los empresarios europeos como usted y yo —planteó Donner. Entonces, se le ocurrió a Márquez que ese pequeño hombre de apariencia ruda ¡en realidad estaba tratando de reclutarlo! Si no fuera tan gracioso, podría haberse ofendido. Márquez miró al austríaco con otros ojos—. Podría utilizar a un hombre como usted. Lo veo en sus ojos, Lucien… debajo de su apariencia es un hombre sin miedo a la acción. Yo estoy en contacto con personas que están indignadas por la forma en que estos comunistas están tratando a África y a su pueblo, poniendo sus títeres en puestos de poder. Márquez tomó el resto de su bebida. —Siempre habrá quien se revele contra el poder, mona mi, siempre ha sido así. —Desde luego, desde luego, pero estos amigos míos han decidido actuar para detener la podredumbre que está arruinando al Congo. —¿Quiénes son ellos? —preguntó Márquez con curiosidad. Donner consideró cuidadosamente a ese hombre. ¿Podía confiar en él? Después de todo, era un europeo y su instrucción era organizar y dirigir una unidad de asesinatos, lista para actuar con poca anticipación para eliminar a cualquier jugador que los estadounidenses decidieran eliminar como aspirante al poder en el Congo. —Aquí no. Hay demasiados oídos y ninguno es confiable. ¿Qué le parece una última copa en el club Numero Dix? ¿Lo conoce? —preguntó. Márquez sacudió la cabeza—. Lo administra un corso rudo; sería un buen lugar para hablar más, sin interrupciones, y la mayoría de la clientela es discreta. Además, las chicas son muy complacientes. —Tomaron un taxi y llegaron al Numero Dix, un bar grande y costosamente amoblado, a unos cinco minutos de distancia desde el Intercontinental. Estaba oscuro adentro, con vidrio y cromo en abundancia, que generaba un aspecto siniestro. Márquez estaba consciente de las meseras vestidas de manera exótica que coqueteaban con varios clientes. Encontraron un cubículo, ordenaron bebidas y solo entonces comenzó a hablar el austríaco—. Lamento mucho toda la intriga y el misterio, pero hay ciertos lugares en esta ciudad donde uno se siente seguro y en otros no, especialmente cuando se discuten asuntos de vida o muerte. —No hay problema. ¿Eso hacemos? Discutir asuntos de vida o muerte, me refiero. El austríaco se acercó. Su conversación, en un susurro, se perdería en el ruido y agitación del club. —No al principio, pero las cosas pueden cambiar con rapidez. Estoy organizando un equipo, un equipo con individuos útiles que puedan estar listos para actuar sin mucho tiempo de anticipación. Un equipo dispuesto a hacer lo que sea necesario, incluso ensuciarse las manos. ¿Le molesta eso? Márquez sacudió la cabeza; sabía a qué se refería, pero pensaba que era mejor calmar sus emociones. —De momento, no. Aunque no estoy seguro de qué manera puedo ayudarlo. No tengo experiencia de combate —mintió. —No todo se trata de combate. Hay otras formas en las que podría ayudar al equipo que tengo: entregar mensajes, trasladar equipo, vigilar una dirección, quizás incluso suministrarnos alguna información que ha obtenido. Obviamente, no esperamos que lo haga de forma gratuita. Trescientos dólares estadounidenses al mes para comenzar, más si se presentan trabajos especiales. —Donner no dijo qué involucraban los “trabajos especiales”, pero Márquez suponía que era el tipo de trabajo que involucraba ametralladoras y objetivos humanos. Sacó un fajo de francos belgas, extrajo una media docena y se la acercó a Márquez—. No decida todavía; piénselo, no hay prisa. Consideraremos este un p**o por ocupar su valioso tiempo. ¿Alguna pregunta? Márquez tenía varias, pero pensó que era mejor plantear primero la más obvia, al menos para ver qué tan profesional era ese espía. Decidió enfocarlo de una manera medio cómica, medio curiosa. —Estos amigos suyos, ¿quiénes son? No son locales, supongo. ¿Es para algún gobierno extranjero? ¿Es usted un espía, Franz? El pequeño austríaco miró con curiosidad alrededor del club para asegurarse de que nadie estuviera escuchando. Cuando miró de nuevo a Márquez, estaba sonriendo. —Vamos, amigo, no puedo negar ni confirmar sus conclusiones. —Pero, Franz, al menos deme una idea de quién pagaría mi salario. Si voy a arriesgar mi vida, tengo derecho a tener una idea aproximada de por quién la estoy arriesgando. Donner asintió su acuerdo y Márquez se dio cuenta de que estaba considerando cuánto decirle a su potencial “subagente”. —De acuerdo, lo que puedo decirle es que represento una nación moderna que ha visto el error en sus métodos desde la Segunda Guerra Mundial. Es un país renacido, a pesar de sus recientes dificultades y siente que ayudar a una nación en problemas, como esta, los devolverá al redil y le ganará la confianza de sus anteriores enemigos. Creo que eso le da suficientes pistas sobre quién nos patrocina. Márquez estaba impresionado con el discurso; incluso le creyó una parte. Donner le estaba dando todas las pistas que señalaban a Alemania Occidental, pero la experiencia le decía que los alemanes tenían suficientes preocupaciones para preocuparse por husmear en África. No, las cosas no tenían sentido y necesitaría investigar más. —Necesitaré tiempo, como dice. No se preocupe, Franz, seré discreto, pero necesito pensar en esta propuesta. El austríaco lo miró, lleno de falsa cordialidad. —Desde luego, amigo mío, desde luego. Somos hombre de mundo y no esperaría nada menos de usted que ser cauto. Pero percibo profundidades ocultas en usted, Luc. Hay en usted más de lo que está a la vista. Márquez llegó a su hotel una hora después. Había caminado, disfrutando el aire fresco de la noche y, además, le había dado tiempo para aclarar sus ideas y correlacionar sus pensamientos. No estaba borracho, para nada, a pesar de la cantidad de alcohol barato que había bebido. Pero necesitaba dar algún tipo de orden a la información que le había suministrado el encuentro de la noche. Siempre había una sensación irreal sobre estar en una misión. No importaba para quién fuera: el mundo clandestino, los nazis, los franceses, los belgas o los estadounidenses; siempre estaba esa extraña sensación, una experiencia extracorpórea, como si las reglas no aplicaban cuando se era parte del mundo secreto. Lo había sentido antes y sin duda lo sentiría de nuevo hasta que dejara ese extraño negocio que había elegido. Se quedó parado en la oscuridad de su habitación y miró la ciudad de noche que lo saludaba. Enormes focos de oscuridad, intercalados por pequeñas joyas de luz, pero más lejos, en la distancia, estaba la apabullante negrura de África. Márquez concentró su atención en una pequeña área al oeste de la ciudad. Allí, en algún lugar, un hombre se estaba preparando para descansar el resto de la noche, tal vez leyendo o escribiendo algunas notas para su próximo discurso o nota de prensa. El hombre era su objetivo. Encontraría ese objetivo y él, Márquez, al final, sería la causa de la muerte de ese hombre.
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