El director Thorne se levantó tan rápido que su silla voló por el despacho y cayó al suelo. Había sentido algo… ¿algo qué? Algo… «inesperado». Un deslumbrante rayo de luz salió de debajo de la pared de relojes, envolviendo la habitación en un resplandor dorado. A Thorne se le pusieron los ojos en blanco y se le cayeron los hombros. Echó la cabeza hacia atrás y cayó de rodillas. Durante unos instantes permaneció allí, inmóvil y silencioso, bañado en luz, sin vista y mudo. Levantó un dedo huesudo y señaló a un enemigo invisible. «¡TÚ!», siseó. «¿CÓMO ESTÁS HACIENDO ESTO?» Luego, con un gemido bajo, se agarró la cabeza con fuerza entre las manos y apretó como si tratara de aplastar su propio cráneo. «¡Demasiado!», aulló. «Demasiados días. ¿Días? ¿Años? ¿Son años? ¿Cuándo es ahora? ¿Es ahor