CAPÍTULO TRES

2206 Words
CAPÍTULO TRES Dejaron a Sofía colgando allí toda la noche, sujeta solo por las cuerdas que habían usado para atarla al poste de castigo. La misma inmovilidad era casi tanta tortura como su castigada espalda, mientras sus extremidades ardían por la falta de movimiento. No podía hacer nada para aliviar el dolor de su paliza, o la pena de que la hubieran dejado allí fuera bajo la lluvia como una especie de aviso para los demás. Entonces Sofía las odiaba, con el tipo de odio por el que siempre reprendía a Catalina por tener demasiado cerca. Quería verlas morir y el desearlo era una especie de dolor también, pues no existía un modo en el que Sofía pudiera estar en posición de hacer que eso sucediera. Ni tan solo podía liberarse a sí misma ahora. Tampoco podía dormir. El dolor y la postura incómoda se encargaban de ello. A lo que más se podía acercar Sofía era a una especie de delirio medio en sueños, en el que el pasado se mezclaba con el presente mientras la lluvia continuaba pegándole el pelo a la cabeza. Soñaba con la crueldad que había visto en Ashton, y no solo en el infierno viviente del orfanato. Las calles habían sido casi igual de malas con sus depredadores y su cruel falta de preocupación por aquellos que acababan en ellas. Incluso en el palacio, por cada alma bondadosa, había otra como Milady d’Angelica que parecía gozar del poder que su posición le daba para ser cruel con los demás. Pensaba en un mundo que estaba lleno de guerras y crueldad provocada por los humanos, preguntándose cómo podía haberse convertido en un lugar tan desalmado. Sofía intentaba llevar sus pensamientos a cosas más agradables, pero no era fácil. Empezó a pensar en Sebastián, pero lo cierto era que eso le dolía demasiado. Las cosas parecían perfectas entre ellos y después de descubrir quién era ella… se había hecho pedazos tan rápidamente que ahora su corazón parecía ceniza. Ni tan solo había intentado hacer frente a su madre y quedarse con Sofía. Simplemente la había despachado. En su lugar, pensó en Catalina y, pensando en ella, vino la necesidad de gritar para pedir ayuda una vez más. Mandó otra llamada en los primeros destellos de la luz del amanecer, pero aun así, no hubo nada. Peor aún, pensar en su hermana sobre todo traía consigo recuerdos de los tiempos difíciles en el orfanato, o de otras cosas anteriores. Sofía pensó en el fuego. En el ataque. Era tan pequeña cuando esto había sucedido que apenas recordaba nada de ello. Podía recordar las caras de su madre y de su padre, pero no sus voces gritando las pocas instrucciones para que corrieran. Recordaba tener que huir, pero tan solo podía juntar los más débiles destellos del tiempo anterior a esto. Había un caballito mecedor de madera, una casa grande donde era fácil jugar a perderse, una niñera: Sofía no podía sacar nada más que eso de su memoria. La Casa de los Abandonados la había cubierto casi por completo con un miasma hecho de dolor, de manera que era difícil pensar más allá de los azotes y de las ruedas de moler, la sumisión forzosa y el temor que venía de saber hacia donde llevaba todo esto. Lo mismo que ahora aguardaba a Sofía: ser vendida como un animal. ¿Cuánto tiempo estuvo allí colgada, sin poderse mover por mucho que intentara escapar? Por lo menos, el tiempo suficiente para que el sol estuviera en el horizonte. El tiempo suficiente para que cuando vinieran las monjas enmascaradas para cortar las cuerdas, las extremidades de Sofía cedieran, haciendo que se desplomara sobre las piedras del patio. Las monjas no hicieron ni un movimiento para ayudarla. —Levántate —ordenó una de ellas—. No querrás vender tu deuda con este aspecto. Sofía continuó allí tumbada, apretando los dientes para aguantar el dolor mientras la sensibilidad trepaba de nuevo a sus piernas. Solo se movió cuando la monja la atacó, pateándola. —Levanta, te dije —dijo bruscamente. Sofía se obligó a ponerse de pie y las monjas enmascaradas la tomaron por los brazos del mismo modo que Sofía imaginaba que un prisionero podría ser escoltado hacia su ejecución. Ella no se sentía mucho mejor ante la expectativa de lo que le esperaba. La llevaron hasta una pequeña celda de piedra, donde había cubos esperando. Entonces la restregaron y, de alguna manera, las monjas enmascaradas consiguieron convertir incluso esto en una especie de tortura. Parte del agua estaba tan caliente que escaldó la piel de Sofía mientras le limpiaba la sangre, haciéndola gritar con todo el dolor que había sufrido cuando la Hermana O’Venn la había azotado. Había más agua que estaba fría como el hielo, de un modo que hizo tiritar a Sofía. Incluso el jabón que utilizaban las monjas escocía, quemándole en los ojos mientras le fregaban el pelo y se lo ataban atrás en un nudo irregular que no tenía nada que ver con los elegantes diseños del palacio. Le quitaron sus enaguas blancas y le dieron la indumentaria gris del orfanato para que se la pusiera. Después de las ropas elegantes que Sofía había llevado los días anteriores, esta hacía que le picara la piel junto con la promesa de mordeduras de insectos. No le dieron de comer. Presuntamente, no valía la pena, ahora que su inversión en ella llegaba al final. Así era este lugar. Era como una granja para niños, engordándolos justo lo suficiente y con las habilidades y el miedo para convertirlos en aprendices útiles o sirvientes para después venderlos. —Saben que esto está mal —dijo Sofía mientras la llevaban hacia la puerta—. ¿No ven las cosas que están haciendo? Otra de las monjas le dio un coscorrón detrás de la cabeza, que hizo tropezar a Sofía. —Proporcionamos la misericordia de la Diosa Enmascarada a aquellos que la necesitan. Ahora, cállate. Te venderás por un precio peor si tienes la cara amoratada por haberte pegado. Sofía tragó saliva al pensar en ello. No había pensado en lo cuidadosamente que habían escondido las marcas de sus azotes bajo el gris apagado de su indumentaria. De nuevo, se puso a pensar en los granjeros, aunque ahora se trataba del tipo de comerciante de caballos que podría teñir el pelaje de un caballo para venderlo mejor. La llevaban por los pasillos del orfanato, pero ahora no había caras observando. No querían que los niños que había allí vieran esta parte, probablemente porque a demasiados les recordaría el destino que les esperaba. Los alentaría a escapar, mientras los azotes de la noche anterior probablemente los habían aterrorizado para que no lo hicieran nunca. En cualquier caso, ahora se dirigían a las secciones de la Casa de los Abandonados donde ahora no iban los niños, hacia los espacios reservados para las monjas y sus visitas. En su mayoría era sencillo, aunque había notas de riqueza por todas partes, en candelabros bañados de oro, o en el brillo de la plata alrededor de los bordes de una máscara ceremonial. La habitación a la que llevaron a Sofía era casi lujosa para el nivel del orfanato. Parecía un poco la sala de recepción de una casa noble, con sillas colocadas alrededor de los lados, cada una con una pequeña mesa en la que había una copa de vino y un plato con dulces. En un extremo de la sala había una mesa, tras la que estaba la Hermana O’Venn, con un trozo de vitela doblada a su lado. Sofía imaginó que sería la cuenta de su venta. ¿Le harían saber la cantidad antes revenderla? —Formalmente —dijo la Hermana O’Venn—, debemos preguntarte, antes de venderte, si tienes los medios para devolver tu deuda a la diosa. Aquí está la cantidad. Ven, cosa inútil, y descubre lo que en realidad vales. Sofía no tuvo elección; la llevaron hasta la mesa y miró. No se sorprendió al ver que había anotada cada comida, cada noche de alojamiento. Subía tanto que Sofía retrocedió por instinto. —¿Tienes los medios para pagar esta deuda? —repitió la monja. Sofía la miró fijamente. —Sabe que no los tengo. Había un taburete en medio de la sala, tallado de madera dura y que completamente con el resto de la sala. La Hermana O’Venn señaló hacia él. —Entonces te sentarás allí, y lo harás recatadamente. No hablarás a menos que se te pida. Obedecerás cualquier instrucción al instante. Falla y habrá castigo. Sofía estaba demasiado herida para desobedecer. Fue hacia el taburete bajo y se sentó, bajando lo suficiente la mirada para no atraer la atención de las monjas. Aun así, observó cómo entraban unos tipos en la sala, hombres y mujeres, todos rodeados por una sensación de riqueza. Sin embargo, Sofía no pudo ver mucho más que eso, pues llevaban velos que no eran diferentes a los de las monjas, evidentemente para que nadie pudiera ver a quién le interesaba comprarla esclava. —Gracias por venir avisándolos con tan poca antelación —dijo la Hermana O’Venn, y ahora su voz tenía la afabilidad de un comerciante ensalzando las virtudes de una seda o un perfume buenos. —Espero que piensen que vale la pena. Por favor, tómense un momento para examinar a la chica y, a continuación, hagan sus apuestas conmigo. Entonces rodearon a Sofía, mirándola fijamente del modo que un cocinero podría haber examinado un trozo de carne en el mercado, preguntándose para qué serviría, intentando ver algún rastro de putrefacción o exceso de nervio. Una mujer ordenó a Sofía que la mirara y Sofía hizo todo lo que pudo por obedecer. —Tiene buen color —dijo la mujer—, y supongo que debe ser lo suficientemente bonita. —Es una lástima que no nos la dejen ver con un chico —dijo un hombre gordo con un rastro de acento que indicaba que venía del otro lado del Puñal-Agua. Sus caras sedas estaban manchadas por un viejo sudor, su hedor disfrazado con un perfume que probablemente era mejor para una mujer. Echó una mirada a las monjas como si Sofía no estuviera allí—. A no ser que hayan cambiado su opinión sobre ello, hermanas. —Este todavía es un lugar de la Diosa —dijo la Hermana O’Venn, y Sofía distinguir la auténtica disconformidad en su voz. Era extraño que se opusiera a ello, cuando no lo hacía a tantas otras cosas, pensó Sofía. Extendió su talento, intentando distinguir lo que podía de las mentes de aquellos que estaban allí. Pero no sabía lo que esperaba conseguir, pues no se le ocurría el modo en el que podía influir en sus opiniones sobre ella de un modo u otro. En su lugar, solo le dio una oportunidad de ver las mismas crueldades, los mismos finales duros, una y otra vez. Lo mejor que podía esperar era la servidumbre. Lo peor la hacía temblar de miedo. —Mmm, tiembla de forma hermosa cuando está asustada —dijo un hombre—. Demasiado bella para las minas, imagino, pero haré mi oferta. Fue hasta la Hermana O’Venn y le susurró una cantidad. Uno a uno, los demás hicieron lo mismo. Cuando acabaron, ella miró alrededor de la sala. —En este momento, Meister Karg tiene la oferta más alta —dijo la Hermana O’Venn—. ¿Alguien desea subir su oferta? Un par parecieron pensárselo. la mujer que había querido mirar a los ojos a Sofía fue hacia la monja enmascarada y, presuntamente, le susurró otra cantidad. —Gracias a todos —dijo al fin la Hermana O’Venn—. Nuestro negocio ha concluido. Meister Karg, ahora el contracto de esclavitud le pertenece. Debo recordarle que, en caso que sea redimido, la chica será libre para marcharse. El hombre gordo resopló bajo su velo y, al apartarlo, dejó al descubierto una cara rojiza, con demasiada papada, que no mejoraba la presencia de un espeso bigote. —¿Y cuándo ha pasado esto con mis chicas? —respondió bruscamente. Levantó una mano rechoncha. La Hermana O’Venn cogió el contrato y lo dejó en su mano. Los demás que allí había hacían pequeños ruidos de enfado, aunque Sofía notaba que varios de ellos ya estaban pensando en otras posibilidades. La mujer que había subido su oferta estaba pensando que era una pena que hubiera perdido, pero solo en el modo que la enojaba que uno de sus caballos perdiera una carrera contra los de sus vecinos. Al mismo tiempo, Sofía estaba sentada, sin poderse mover ante el pensamiento que toda su vida se le entregara a alguien con tanta facilidad. Unos días atrás, había estado a punto de casarse con un príncipe, y ahora… ¿ahora estaba a punto de convertirse en la propiedad de este hombre? —Solo está la cuestión del dinero —dijo la Hermana O’Venn. El hombre gordo, Meister Karg, asintió. —Me encargaré de esto ahora. Es mejor pagar con monedas que con promesas de banqueros cuando hay que coger un barco. ¿Un barco? ¿Qué barco? ¿Dónde tenía pensado llevarla este hombre? ¿Qué iba a hacer con ella? Las respuestas a eso eran fáciles de arrancar de sus pensamientos, y solo aquella idea era suficiente para hacer que Sofía se levantara a medias, dispuesta a correr. Unas manos fuertes la cogieron, las monjas la agarraron fuerte por los brazos una vez más. Meister Karg la miraba con desprecio distraído. —¿Podéis llevarla a mi carreta? Yo arreglaré las cosas aquí y después… Y después, Sofía veía que su vida se convertiría en una cosa de un horror aún peor. Quería pelear, pero no había nada que pudiera hacer mientras se la llevaban. Nada en absoluto. En la intimidad de su cabeza, gritaba para que su hermana la ayudara. Pero parecía que su hermana tampoco la había oído –o no le importaba.
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