CAPÍTULO 4: TU PADRE HA MUERTO.
Liana sonreía con dulzura mientras limpiaba la herida del pequeño José, aunque por dentro su corazón pesaba con los recuerdos de su propia infancia.
—Tal vez deberías portarte mejor y dejar de hacer travesuras. Si sigues así, no van a querer adoptarte, José —dijo, esforzándose por mantener su voz ligera.
El niño desvió la mirada hacia la ventana, su pequeño rostro endurecido por una amargura que Liana conocía demasiado bien.
—No me importa si no me adoptan. No quiero tener papás; solo quiero crecer y poder hacer lo que quiera.
Liana dejó la gasa a un lado y suavemente giró su rostro hacia ella, obligándolo a mirarla a los ojos. En esos momentos, se preguntaba si alguien la había mirado así cuando tenía la edad de José, cuando aún anhelaba el calor de un hogar que nunca llegó.
—Sabes que eso no es cierto —respondió con suavidad—. Lo dices para protegerte, pero en el fondo, como cualquier niño de diez años, quieres tener una familia.
José frunció el ceño, negando con vehemencia.
—¡No! ¡No quiero una mamá y un papá! ¡No me hace falta!
Las palabras del niño resonaron en Liana como un eco doloroso. Ella también había intentado convencerse de lo mismo. Había pasado años diciéndose que no necesitaba a su padre, que su vida en el convento era suficiente. Pero el nudo en su estómago le decía que mentía, al igual que lo hacía José ahora.
—No guardes odio en tu corazón, José. A Dios no le gusta —le dijo, sintiendo cómo una oleada de tristeza la envolvía.
—Dios no me quiere —murmuró el niño con amargura—. Si me quisiera, mis papás no me habrían abandonado y no estaría aquí.
La verdad cruda de sus palabras golpeó a Liana como un puñal en el pecho. Ella conocía ese dolor, ese vacío que se siente cuando las personas que más amas te abandonan sin una explicación. Había pasado tres años en el convento, preguntándose por qué su padre nunca la visitaba, por qué la había dejado allí para que se desvaneciera en la soledad.
Su mente la arrastró a recuerdos que había intentado enterrar:
«—Papá, ¿por qué estamos aquí? —preguntó Liana con la voz temblorosa, el miedo creciendo en su corazón joven.»
—Es por tu bien, Liana —respondió Vittorio, su voz cargada de una tristeza que ella era demasiado joven para entender. Mientras sacaba la maleta del maletero, evitaba mirarla a los ojos.
—¿Por mi bien? —repitió ella, sintiendo que el pánico comenzaba a apoderarse de ella—. No quiero quedarme aquí. Quiero ir contigo.
Él finalmente la miró, y en sus ojos vio una tristeza infinita, pero también una determinación inquebrantable. Fue la primera vez que Liana notó cuán envejecido y agotado se veía su padre, como si llevara el peso del mundo sobre sus hombros.
—Liana, este es un lugar seguro para ti. Aquí estarás bien cuidada.
—¡Pero no quiero estar aquí! —gritó, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a correr por sus mejillas—. ¡Quiero estar contigo! ¡Por favor, papá, no me dejes aquí!
Vittorio la abrazó entonces, un abrazo que era fuerte y desesperado, como si estuviera luchando contra sus propios sentimientos. Liana podía sentir su corazón latiendo rápido, y por un momento, creyó que él cambiaría de opinión.
—Lo siento, hija —susurró, soltándola y dando un paso atrás—. Esto es lo mejor para ti.
Liana se aferró a su brazo, negándose a soltarlo.
—¡No, papá! ¡Por favor, no me dejes! ¡Prometo que seré buena, que no causaré problemas! ¡Solo no me dejes aquí!
Con un gesto suave pero firme, Vittorio la apartó y se dirigió hacia la puerta del convento. Tocó el timbre y esperó en silencio mientras Liana sollozaba a su lado, incapaz de comprender por qué la estaba dejando allí.
La madre superiora abrió la puerta y miró a Liana con una mezcla de compasión y autoridad.
—Bienvenida, Liana —dijo, extendiendo la mano—. Aquí encontrarás paz y refugio.
Liana miró a su padre una última vez, con la esperanza de que él dijera algo, que cambiara de opinión. Pero él solo inclinó la cabeza, incapaz de sostener su mirada.
—Adiós, Liana —dijo con voz ahogada—. Nunca olvides que te quiero.
Y con esas palabras, se dio la vuelta y se alejó, dejando atrás a su única hija en la entrada del convento, con el corazón roto y una sensación de abandono que la marcaría para siempre.
Liana volvió al presente, mirando al pequeño José con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
—José, ¿qué tal si hacemos algo?
El niño la miró con interés, sus ojos brillando con una chispa de curiosidad.
—¿Qué?
—¿Qué tal si te adopto?
José la miró incrédulo, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.
—¿Usted? Pero si es una monjita, Sor Liana.
Liana lo miró seriamente, con una determinación que él no había visto antes. Era una decisión impulsiva, pero sentía que debía hacer algo significativo, algo que llenara el vacío en su propio corazón.
—Voy a hablar con la madre superiora. Quizás te acepte en el convento. Así, podrás vivir con nosotros hasta que seas adulto. Y entonces, entregues tu vida a Dios al convertirte en sacerdote.
—¿¡Qué?! ¿Ser cura? ¡No, ni loco!
Liana presionó la herida deliberadamente y José se quejó.
—No digas eso. Entregar tu vida a Dios es maravilloso. Sientes una paz infinita, el amor de Dios es...
—Aburrido —interrumpió el niño—. Sor Liana, mejor dígame, ¿por qué se hizo monja? Tengo diez años, pero no soy ciego y usted es muy bonita.
Liana bajó la cabeza y tardó en responder. Sus pensamientos vagaron por su pasado, por la última vez que vio a su padre, por el abandono que aún la perseguía. Había pasado años tratando de convencerse de que su lugar estaba en el convento, pero nunca había logrado acallar la voz que le decía que su vida debía ser algo más.
—No fue algo que yo decidiera, José. Mi padre me trajo al convento cuando era más joven. Supongo que quería que tomara esta vida.
—¿Pero a usted le gusta? ¿Le gusta ser monja?
La pregunta del niño resonó en su mente. ¿Le gustaba? A pocos días de tomar los votos definitivos, la duda la consumía. ¿Quería realmente esa vida? O solo había aceptado su destino porque no tenía otro lugar a donde ir, porque se había convencido de que su padre no la quería, de que nunca volvería por ella.
—Mejor no hablemos de mí —dijo finalmente, tratando de desviar la conversación—. Escucha mi consejo: pórtate bien y cuando alguien venga al orfanato, finge que eres un niño bueno. Después de que te adopten, podrás ser realmente tú. Aunque siento pena por ellos; tendrán que poner rejas en sus ventanas, eres demasiado travieso, José.
El niño se rió, y Liana lo siguió, aunque su risa estaba teñida de una melancolía que no podía sacudirse. Después de terminar su tarea en el orfanato, Liana regresó al convento. Sus pasos eran lentos, arrastrados, como si cada paso la hundiera más en la incertidumbre.
Apenas había puesto un pie dentro cuando la madre superiora la estaba esperando con una expresión severa.
—Madre superiora —dijo Liana, nerviosa—. Le… le juro que no lo volveré a hacer. Pero, por favor, no me ponga a rezar 100 rosarios. Todo es culpa de Benito, le dije que esa condenada vaca no daba leche, pero él insistió e insistió en que sí y yo...
—Deja de parlotear, Liana, y ven conmigo. Hay alguien esperando en mi oficina.
—¿Eh? ¿No va a castigarme?
—No, vamos...
La madre superiora la agarró del brazo y la guió por el pasillo.
—¿Seguro? Nos quedamos sin leche por una semana.
La madre superiora suspiró profundamente.
—Querido Dios, dame la fortaleza y la paciencia. Y, por lo más sagrado, concédeme lo que tanto te he pedido: que vengan por esta chica.
Al ritmo de las plegarias de la madre superiora, Liana fue llevada a la oficina.
Cuando entraron, un hombre de aspecto intimidante esperaba dentro.
—Liana, él es el señor Castelo —dijo la madre superiora—. Es el abogado de tu padre.
El hombre extendió la mano y ella miró a la madre superiora, dudando. La madre superiora le hizo un asentimiento de cabeza, dándole el permiso que necesitaba. Liana estrechó la mano del abogado, notando la firmeza de su apretón.
—Encantado de conocerte, querida —dijo el abogado—. Traigo… noticias de tu padre.
Los ojos de Liana se iluminaron de inmediato y una sonrisa se formó en sus labios. Era la primera vez en mucho tiempo que escuchaba algo sobre su padre.
—¿Noticias de mi padre? —preguntó, su voz temblando ligeramente por la emoción—¿Cómo está? ¿Por qué no vino con usted?
El abogado bajó la cabeza y dudó un momento, como si buscara las palabras adecuadas.
—Lamentablemente, Liana… tu padre ha muerto.