Llorar y llorar. Gemir y gemir en voz muy alta. A eso se dedicó esa mujer haciendo que un sentimiento similar a la repugnancia me invadiese. ¿Por qué su voz sonaba tan desagradable? ¿Por qué estaba dando un espectáculo en mi empresa? ¿Por qué tuvo que estar en este sitio justamente cuando pretendía subir? Irritante, despreciable y desubicada me pareció.
—No puedes llorar aquí — le indico con frialdad para que se largue.
A lo que esa mujer alza el rostro revelando sus ojos cafés hinchados y cabello rubio desarreglado, muy desarreglado. También para mi calma pareció entender su situación, se levantó con compostura y secó su cara con la ayuda de sus manos. Era algo más baja que yo de pie, por lo que tuvo que alzar el rostro para mirarme bien.
—Entiendo. Necesitaba un sitio para hacerlo. Con permiso – me respondió con entereza viéndome de frente, sin pestañear, ni ese temor oculto que podía leer en muchos de mis empleados.
Después pretende marcharse bajando por las escaleras por las que yo acababa de subir, sin embargo, mis labios no puedo controlarlos al hacerle una pregunta.
—¿Por qué llorabas tanto? — le cuestiono con curiosidad. Básicamente me causa curiosidad saber qué hacía esa mujer que no trabaja acá llorando en este sitio.
—Mi padre acaba de morir — trata de decirme conteniendo más lágrimas en sus ojos oscuros. No lo hace muy bien diría yo — quería salir lo más pronto que podía pero los ascensores estaban ocupados.
Curioso. Realmente curioso. Esta desconocida me hablaba con un extraño equilibrio entre la formalidad y la contención de un ataque de llanto. Mentiría si dijese que no había visto llorar a muchas personas siendo yo el jefe de estas o estando por encima de ellas durante lo que tengo de conocimiento, pero en la extrañeza hay cierto componente inevitable de evadir. Lo prohibido, lo que se sale de la rutina. Todo ese tipo de cosas no las debería sentir, pero lo hacía en contra de mi voluntad esta mañana.
—¿Qué hacías aquí? No trabajas en esta empresa — doy un paso a ella para tratar de intimidarle pero esta no retrocede.
—Estaba en una entrevista de trabajo — me habla como un soldado — fui rechazada.
¿Entrevista de trabajo? Un pensamiento bizarro se siembra en mi cerebro, uno que no quiero escuchar. Pero que no deja de taladrar y taladrar. Esta mujer se ve joven, muy joven, debe ser una recién graduada, lo que la incapacitaría en automático para trabajar en mi departamento o cualquiera de la empresa.
Bryrne Holdings Co. se caracterizaba por contratar a la crema innata de la piscina laboral. No cualquiera podía acceder a esta compañía, y eso era supuestamente bueno, pero si era descarado, mi fuerte, ni la universidad, ni los post grados muchas veces preparaban para la vida real. Para la lucha a muerte que era el ambiente laboral de una empresa tan competitiva y de mentalidad monopolista como esta.
—Déjame ver tu currículo — le pido.
—Disculpe pero ¿por qué habría yo de darle mi currículo? – me cuestiono consternada. Consternado estaba yo ante tanta insolencia.
—Porque quizás te puedo ayudar a conseguir un puesto.
—Disculpe una vez más, pero no deseo mostrarle mi currículo, tiene información personal y desconozco su identidad.
—Aidan es mi nombre ¿el tuyo? — hago realidad lo que me pide. Quiero ver su currículo y ya. Para ser una rechazada, era una exigente esta mujer. Mujer que exhibe otro comportamiento extraño, me extiende su mano y se presenta.
—Mi nombre es Elle Fernández — me sonríe.
Elle Fernández no lo sabe pero la pestaña postiza que usaba en su ojo derecho está casi pegada a su ceja, y su maquillaje de ojos corrido la hace ver como un mapache. Luce trágica, luce desamparada y ni aunque fuese hombre, la contrataría en este aspecto.
Exacto.
No la contrataría a pesar de que le diese una oportunidad de empleo. Solo debía entrevistarla, evaluarle y redirigirla con alguien más. Así haría “el intento” que comunicaría a Héctor. Aidan Bryrne dejaría de ser un paciente poco colaborativo, inflexible y soberbio a ser uno muy colaborativo, más que flexible y buena persona. Esto es lo que hace una buena persona, ayudar al desamparado. Pero no soy ni colaborativo, ni flexible, ni buena persona, maldita sea, no por favor. Ese no es el caso de este día.
—¿No piensas extender tu mano? Es de mala educación no hacerlo Aidan — me vuelve a sonreír falsamente con su mano extendida.
¿Tocarla? Se había vuelto loca. El atrevimiento debía tener un límite en este siglo.
—No quiero tocar tu mano, no te conozco — digo en tono despectivo.
Aunque sea no soy el único odioso de esta conversación porque si algo he aprendido a lo largo de mi vida, es cuando la gente me maldice internamente. Ocurre cuando sus facciones se ablandan después de estar tensas, algunas veces ofrecen sonrisas disimuladas otras risas bajas. Pero Elle seguía sin rendirse en su petición con su mano en mi dirección.
—Sí nos conocemos, tú eres Aidan, trabajas aquí. Y yo Elle, no trabajo aquí.
Vuelvo a analizar su mano. Su pequeña, blanca y femenina mano. Esa que quería tocase. Odiaba el contacto, odiaba que no pudiese ignorarla y subir, odiaba a Héctor, odiaba a Armando. Lo dije las ideas taladran en mi cabeza una vez se apoderan de ella. Me obligo a extender su mano en el último segundo que pretendía tener dispuesta hacia mí.
Tiemblo sin poder controlarlo en el primer choque pero, es extraño. No es tan mal como me parecía. Era un gesto normal. No estaba muy mojada o sucia. Ni muy áspera o suave.
—Mucha fuerza contenida ¿no? – bromea con esa sonrisa calmada que parecía ser su sello personal.
Había tomado una decisión. Veríamos qué pasaba con esta tal Elle. La suelto y comienzo a subir por las escaleras sin confirmar que me sigue o no. La gente no solía rechazar mis invitaciones a pesar de mi famoso temperamento, así que eso es lo que procedo a comunicarle.
—Sígueme si quieres una segunda entrevista.
—¿Una segunda entrevista ahora? — me preguntó consternada — mi padre acaba de morir señor. Necesito ir al hospital. No podre-
—¿Qué importa un cadáver en la morgue? ¿No lo hace más un puesto de trabajo? Tu padre está muerto, no lo revivirás yendo a donde esté.
Padres, seres inútiles para hijos crecidos. Eso era lo que eran los padres. Y esta era la verdad de la vida para muchos de mis empleados. Podrían llorar, patalear y maldecirme detrás de sus ojos satisfechos, pero al fin del mes dependían del dinero que mi empresa les daba. Los muertos, muertos están, y ese orden natural de la vida, había que comenzar a aceptarlo, por más que le costase a esta rara mujer vestida de blanco.
.......
Una vez un m*****o del equipo de diseño interior que remodeló mi oficina me preguntó sobre qué estilo deseaba que imprimiese en este espacio, que se convertiría en mío. Mi respuesta fue: “lo más amplio posible, el resto me da igual”.
Así fue que obtuve lo que quería, una oficina que priorizaba la sensación de amplitud, y el no contacto por tropiezos o falta de lugar. Pero algo en lo que no me percaté en esa ecuación fue justamente en lo intimidante que era para algunos los diseños de este estilo.
Ese es el caso de Elle Fernández, desde que ha estado sentada frente a mi escritorio ha visto con disimulo a los lados, detrás y de frente a mí. A mí específicamente leyendo el famoso currículo laboral que tanto rehusó a mostrarme.
Por su terquedad juraría que se trataba de un prodigio, pero más bien fue lo que me esperaba. Una mujer sin experiencia, buenas calificaciones sin mucho más, era economista. Es decir, nada para trabajar en una empresa de este calibre. Su edad era otro gran problema, 22 apenas. A los 22 años no se sabía nada más que teoría. Mucho más si no tenía experiencia en su campo.
—¿Para cuál puesto habías aplicado? — le interrogo.
—Analista de finanzas ... señor... señor Aidan — me contesta tratando de no estar nerviosa. Falla. Mucho.
—Con razón no te contrataron, no llenas el perfil — le explico analizando la situación. Mi comentario hace que su ojo izquierdo lagrimee pero sus constantes pestañeos lo secan, y me vuelve a mostrar una sonrisa profesional.
—¿Cómo puedo ganar experiencia si no me da una oportunidad primero? Si fuese capaz de dármela, excedería sus expectativas. Se lo puedo asegurar.
—¿Si? ¿Por qué más debería contratarte? — quiero saber qué me dirá.
—Soy responsable, centrada, puedo trabajar bajo presión y estoy dispuesta a escuchar la oferta que tenga para darme. Sea cual sea la consideraré con mucho agradecimiento — me expone Elle sonando desesperada, desesperada con contención y orgullo.
Divertida. Era una mujer divertida la tal Elle. Además no podía dejar de verle la pestaña postiza pegada de la ceja. Que hablase con tanta seriedad, era de alguna forma tan hilarante.
—Elle, aunque tu título es un buen indicio, y-
—¿Y mis notas y buena apariencia son las adecuadas, nosotros te llamamos? — suspira rendida.
—¿Buena apariencia? ¿Te has visto en el espejo? — alzo mi ceja interrogante.
Esa mujer busca su celular para comprobar lo que le digo y su cara de horror ante su reflejo, debería ser enmarcada. Juraría que sus orejas enrojecieron, sus ojos se desorbitaron y quizás quiso que se la tragara el piso. Pero pasado ello por un segundo ¿qué hizo Elle Fernández en respuesta? Tragar saliva, quitarse la pestaña traviesa, arrancarse la segunda, y verme con determinación.
—No sé si esto sea para usted un juego o no señor Aidan. Pero necesito cualquier trabajo que me ofrezca. Tengo dos hermanos que mantener, un puesto de mesera a pesar de mis estudios y toda la dedicación que no se pueda imaginar — ella habla una vez más en esta rara combinación de dolor y fortaleza — si no me está considerando seriamente, le pediré que me lo diga en este instante para ir a donde... a donde... mi papá.
Débil, vulnerable, sin experiencia y en duelo. No aguantaría más de un mes a mi lado, lo cual definitivamente la hacía perfecta determiné. Era una oportunidad que no podía perder. Un trato ideal para ambos, Elle Fernández tendría algo de experiencia y mandaría a darle una buena carta de recomendación para mejorar su currículo; y yo tendría un mes de “intento” en mi terapia.
Dos pájaros de un solo tiro.
—Señor Bryrne.
—¿Disculpe? — susurra confundida.
—Desde ahora llámame señor Bryrne. Estás contratada por un periodo de prueba Elle Fernández.