Emiliana Cuando Angelo llegó por mí esa misma tarde, yo estaba ayudando a Sofía a cambiar la gasa de la herida en su nuca. Ella insistía en que no era nada grave, sin embargo, la gran brecha que cruzaba por su cabeza me dijo todo lo contrario, incluso había necesitado algunas puntadas para pegar la piel nuevamente. Era evidente que le dolía pero trataba de aparentar todo lo contrario. –Siempre tan testaruda, –bramó Angelo de brazos cruzados desde el marco de la puerta– nunca cambiarás ¿Verdad? –Es bastante irónico que me lo digas tú, –respondió ella al pie de la letra– ninguno de los tres en esta habitación parece estar acostumbrado a dar su brazos a torcer. Y tenía razón, aunque al menos ya nos llevábamos mejor y no teníamos tantas ganas de asesinarnos cuando estábamos cerca. –E