Capítulo 3
Ambar
Al subir a la camioneta deportiva azul de Oliver la calma que él emite me invadió. Pero, su mandíbula evidenciaba todas las emociones que callaba.
—Oli, yo…—Empecé a llorar, dejando salir toda la tensión acumulada— Papá enloqueció, comenzó a decir que no soy su hija y…—más llanto. Él no me miraba. Asentía en silencio. Parecía ausente.
Entonces, el auto se detuvo y caigo en cuenta de que estamos frente a la casa. La construcción blanca, el césped bajo y los ventanales me llaman. Lo miro aterrada, pero él solo dice —: Bajaremos, buscaremos tus cosas y nos iremos —arrastró las palabras en un tono suave y conciliador. Su boca carnosa abre y cierra con lentitud.
—¿Y si está allí? ¿Adónde iremos? —mis palabras sonaron apresuradas, atropelladas unas por otras.
—Ambar —puso su mano en mi hombro y se acercó— confía en mí —se bajó y lo imité. Cuando estuve en la calle, tomé consciencia de que estoy descalza.
Lo seguí por el camino de cerámica que atraviesa el patio hasta la casa. Él ya estaba dentro y allí no había nadie. Solo Oli y yo.
—¿Quieres que arme tu bolso? —preguntó al borde de la escalera.
Respondí negando con la cabeza. Subí, abrí la puerta de mi habitación, pero la vi distinta a como la dejé hace menos de media hora.
La cama está al pie de una ventana, con una peinadora en frente que alberga varias gavetas llenas de ropa. En el armario hay ganchos y fotos de Gabriela y yo pequeñas, de adolescentes y en el curso de actuación pegadas en la puerta. Miro a la flacucha morena y a mí y recuerdo que debe estar enloqueciendo.
Pero, sin pensar demasiado, pongo mi teléfono en la cama, me pongo unos jeans y una blusa turquesa manga larga. Meto mi móvil en uno de los bolsillos y luego examino el armario.
En la parte de arriba hay una maleta que, recuerdo que le dije a mamá que era demasiado grande para una adolescente de 14 años. Pero igual la compró. Es de fondo blanco y tiene soles estampados.
La bajo como puedo y, en el suelo, la abro. Comienzo a meter las cosas en la maleta. Ropa sin doblar, ropa interior, casi todo el maquillaje que necesito y el cargador del móvil. Pero, no sé para cuánto tiempo debo empacar, así que meto todo lo que puedo, con unas sandalias, un par de zapatos deportivos y las crocs que llevo puestas.
Cierro la maleta, apago la luz y cuando estoy en el pie superior de la escalera, Oliver sube a ayudarme.
Cuando lo tengo a mi lado, salgo del shock y pregunto —: ¿Y mamá? Ella va a volver hoy y no nos va a encontrar. Tengo que decirle de papá y…
Oliver respira hondo y dice de forma calmada, poniendo su mano en mi hombro y mirándome de forma atenta, demasiado cerca con los ojos muy abiertos —: Mamá no va a volver.
Corrí hacia su habitación y ella no estaba ahí. Pero olía a ella, a su perfume de frutas.
Miré a mi alrededor, su cama hecha esperando que volviera, la plancha para el pelo fría encima de la peinadora y el espejo, que me devuelve la imagen de una joven blanca, flacucha, con un moño del cabello rojo revuelto y enmarañado sin peinar y las fauces de los ojos enrojecidas.
Con una mirada vacía.
Abro su armario y la ropa está allí, intacta. Las blusas de manga corta, las faldas, su ropa formal, vestidos, jeans y los zapatos altos debajo. Esperando por ella. Solo por ella, porque papá duerme en la habitación de Oli desde que se fue.
Entonces, mi lento cerebro hace clic y suelto un grito lanzándome al piso, porque en momentos así uno actúa por instinto. Lloré. Casi en automático. No sé por cuanto tiempo. Porque entendí que si su ropa está aquí esperando por ella, es porque no se fue porque quiso.
Mamá está muerta.
Muerta.
Oli tiene sus manos en mis hombros, haciéndome un leve masaje mientras estoy sentada encima de mis rodillas sobre el suelo de la habitación de mamá. Creo que hace un leve: “Sh” conciliador.
—No voy a ninguna parte —le aseveré.
—Tenemos que irnos —su voz sonó clara, fuerte y firme.
—Te dije que no, Oliver.
Me soltó, se puso a la altura de mis ojos y me dijo como si fuese una niña pequeña —: Papá está metido en algo feo. Además, te está buscando. Si no te asesina él, te asesinará la gente que lo va a matar a él —sus palabras fueron un golpe al estómago. Lo siguiente que dijo fue dicho tan lento que parecían sílabas— Tenemos que irnos.
—¿Adónde? —pude decir mientras me levantaba.
—A mi casa —comenzó a caminar.
Antes de irme, corrí a una mesa de noche de mamá y tomé una de las fotografías. Somos Oliver, mamá en medio y yo, sonriendo en la playa. Mamá tenía la cara llena de pecas, un vestido naranja escote en V y una sonrisa radiante. Oli tendría como 10 años, el cabello mojado por el agua del mar y el torso desnudo. Yo tenía 5 y un traje de baño rosado, con unas coletas casi desechas.
Besé a mamá en la foto, la apreté fuerte y salí corriendo escaleras abajo con el retrato pegado en mi pecho detrás de mi hermano.
Antes de montarme en su camioneta, miré a la casa y una lágrima se escurrió por mi mejilla.