Eve
El pulso en mis sienes se intensifica con cada latido, retumbando en mi cabeza como un tambor descompasado. Intento abrir los ojos, pero la luz que se filtra a través de los ventanales es como un puñal directo al cráneo.
Mierda…
Llevo una mano a mi frente, masajeando con torpeza mis sienes mientras trato de recordar en qué momento la fiesta se me fue de las manos. ¿Por qué bebí tanto? ¿Y por qué demonios Clarice no cerró las malditas cortinas?
Extiendo la mano al otro lado de la cama, buscando a tientas el cuerpo familiar de alguna de mis amigas, pero lo único que encuentro son sábanas frías y vacías. Frunzo el ceño y me obligo a entreabrir los ojos.
La habitación en la que estoy no es la del piso de Clarice. Es muy diferente.
Mi respiración se detiene por un instante.
Parpadeo varias veces, obligando a mi vista a enfocar. El techo es más alto, las paredes tienen un color más oscuro, la decoración es minimalista y lujosa. Nada me resulta familiar.
Un escalofrío me recorre la espalda.
Mi instinto grita peligro.
Con un movimiento brusco, intento incorporarme, pero mi cuerpo protesta con punzadas de dolor en las sienes y una sensación de pesadez en los músculos. En ese momento, la sábana resbala por mi piel y el aire se me congela en los pulmones.
Estoy desnuda.
El pánico empieza a asentarse en mi pecho, estrujándome con una fuerza abrumadora. No recuerdo nada. No sé dónde estoy. Y lo peor de todo… no sé con quién.
Antes de que pueda obligarme a reaccionar, una voz profunda y rasposa interrumpe el caos en mi mente, provocando que el miedo se transforme en un nudo de ansiedad en mi estómago.
—Buenos días, dulzura…
El tono despreocupado y arrogante resuena desde la puerta del baño.
Mi cuerpo entero se tensa.
Con el corazón latiéndome en la garganta, giro lentamente el rostro hacia la voz.
Y ahí está.
Aarón.
Apoyado en el marco de la puerta, con solo una toalla colgando peligrosamente de sus caderas y el cabello húmedo cayéndole sobre la frente.
Sus ojos grises, tan intensos y jodidamente engreídos, se clavan en mí con la misma intensidad con la que me miró la noche anterior.
El infierno se congela en mi interior.
—¿Qué… qué mierda pasó anoche? — pregunto con la voz ahogada, sintiendo que la habitación gira a mi alrededor.
La maldita sonrisa de Aarón se ensancha, provocando que mi estómago se hunda en un abismo de puro pánico.
—Depende de qué parte quieras recordar primero— dice con esa voz rasposa y llena de arrogancia.
Joder… No.
No.
No.
No es posible que él y yo… ¿Acaso…?
El terror y la incredulidad se mezclan en mi pecho, formando un nudo que amenaza con asfixiarme.
—Esto no puede estar pasando— susurro, más para mí que para él, pero Aarón me escucha.
Y lo disfruta.
Se acerca con movimientos perezosos, seguros, como si estuviera acechando a su presa. Como si yo fuera algo que marcó y que ahora va a devorar.
Aparentemente, de nuevo.
No… ¿Qué demonios estoy diciendo? Nadie va a devorar a nadie.
—Créeme, dulzura… fue bastante real— murmura, subiendo a la cama con la misma facilidad con la que se está colando en mis peores pesadillas.
Mi cuerpo se tensa al instante. Mi instinto grita que corra, que me aleje antes de que sea demasiado tarde. Pero por alguna maldita razón, estoy congelada en mi lugar… y atrapada en la intensidad de sus ojos.
—Esto fue un error— digo al fin, cerrando los ojos con fuerza—. Es obvio que estaba pasada de copas, ambos lo estábamos. Si no, no hay manera de que haya terminado en la cama contigo de manera voluntaria.
Un error.
Porque eso es lo que fue.
¿No?
Siento el roce de su mano en mi mandíbula antes de que apriete con firmeza, obligándome a abrir los ojos y enfrentarlo. Su agarre no duele, pero deja claro que no piensa dejarme escapar.
—No pareció un error anoche cuando me pedías desesperadamente que te follara— murmura, con esa voz peligrosa que eriza mi piel por razones equivocadas.
—Basta…
—Una y otra y otra vez— su aliento choca contra mi cuello, su voz un maldito veneno—. Y de manera bastante voluntariosa abriste tus hermosas piernas para que me metiera entre ellas y hundiera mi polla, bien adentro tuyo… Eve.
Mi nombre en su boca es un veneno que se desliza por mi espina dorsal, enviando escalofríos por cada centímetro de mi piel.
—Basta…— repito, sintiendo mi cara arder.
¿Cómo diablos permití que esto pasara? Y, peor aún… ¿cómo permití que pasara justo con él? De todos los hombres en ese jodido club…
Aarón finalmente se levanta, dándome el espacio que tanto necesito para poder respirar. No pierdo ni un segundo antes de sujetar la sábana con fuerza y envolverme con ella, como si pudiera borrar lo que ocurrió.
Él se agacha con calma y recoge mi vestido del suelo.
—Vístete— dice, lanzándomelo sin cuidado. Su tono ha cambiado, ahora es más frío, distante—. Si esperas un desayuno o arrumacos, no es lo mío.
Un ardor de pura ira me atraviesa.
—Púdrete— escupo entre dientes, poniéndome el vestido con torpes movimientos—. Lo último que quiero es compartir un desayuno contigo, maldito engendro del demonio. Esto fue un error. Uno que no pienso recordar en mi vida.
Aarón deja escapar una risa baja y maldita.
—No creo que puedas, dulzura— murmura.
Y entonces, sin el más mínimo pudor, se deshace de la toalla.
El aire se me atasca en la garganta.
Porque ahí está él. Completa, desvergonzada y escandalosamente desnudo.
Su erección se exhibe sin un gramo de vergüenza, como si no acabara de hacerme vivir la peor humillación de mi vida.
Mi cerebro se queda en blanco.
—Y no te halagues tanto— añade con burla, mientras se pone un bóxer—. Fuiste un buen polvo, lo admito… pero he tenido mejores.
Mi sangre se congela y luego, como un volcán en plena erupción, hierve de pura rabia.
¿Acaso insinuó…?
Sin pensar, mis pies se mueven antes de que mi mente pueda procesarlo. Y antes de que me detenga, mi mano se estrella con fuerza contra su maldita cara.
El golpe resuena en la habitación.
Aarón gira el rostro por el impacto, pero no se mueve, ni siquiera parece sorprendido. Solo se relame el labio con diversión, como si acabara de encenderlo en lugar de molestarlo.
—Está claro que el tamaño de tu polla… — miro su cuerpo de arriba a abajo con desprecio—, no es proporcional al de tu cerebro.
Su sonrisa ladina se ensancha.
—Eso no parecía importarte anoche, dulzura. De hecho, parecías disfrutar mucho del tamaño de mi polla.
Un rugido de furia me quema la garganta.
—Me alegra saber que no volveré a ver tu patética cara nunca más en mi vida.
Recojo mis tacones y, con la poca dignidad que me queda, camino hacia la puerta con pasos firmes. No pienso darle el gusto de verme titubear.
Aarón no dice nada. Pero siento su mirada recorriéndome mientras salgo de su habitación, dejándolo atrás… o al menos, eso quiero creer.
El sol de la mañana me golpea de lleno en el rostro apenas cruzo la puerta del hotel. Su intensidad me ciega por un instante, pero el ardor en mis mejillas no es solo por la luz; es por la humillación, por la furia que aún me hierve en la sangre.
Mis tacones resuenan en la acera mientras avanzo con pasos rápidos y torpes, aferrándome al vestido medio roto que logre acomodar para que no se vea tan vergonzoso.
Un taxi aparece en cuanto levanto la mano, como si el universo estuviera apiadándose de mí. Me deslizo en el asiento trasero y suelto un suspiro que tiembla en mi pecho.
—¿A dónde, señorita?
Vacilo un momento. ¿Al departamento de Clarice, donde me esperan un interrogatorio exhaustivo y miradas inquisitivas? ¿O a mi casa, donde al menos podré desmoronarme en paz?
—A Princeton— digo con voz áspera, sintiendo la garganta seca.
El viaje es eterno. Cada semáforo en rojo, cada bocina, cada fragmento de conversación ajena en la radio del taxi se convierte en un tormento. Mi cabeza late con fuerza, el peso de la resaca y los recuerdos difusos aplastándome el cráneo.
Una hora después, por fin llego. p**o sin mirar al conductor y me apresuro a entrar a mi departamento, cerrando la puerta con un golpe seco.
Camino directo a la cocina, como si un vaso de agua y un analgésico pudieran borrar la sensación de su piel en la mía, el eco de su voz susurrando obscenidades contra mi cuello.
Tomo dos pastillas y las trago con agua helada, esperando que la frialdad apague el fuego que aún me arde bajo la piel.
Mi bolso vibra en la mesada, pero ignoro la llamada. No tengo cabeza para nadie. No ahora.
Mis pies me llevan al baño antes de que mi mente pueda detenerme. Cierro la puerta, enciendo la ducha y dejo que el vapor comience a llenar el espacio. Me quito el vestido roto y lo arrojó al suelo como si fuera tóxico.
El reflejo en el espejo es brutal. Mi cabello es un desastre, mis labios están hinchados, mi cuello luce marcas que no deberían estar ahí.
Aprieto los dientes y abro la ducha al máximo, dejando que el agua caliente caiga sobre mi cuerpo tenso.
Me lavo los dientes con una urgencia desesperada, frotando con fuerza como si pudiera borrar cada palabra, cada beso, cada maldito gemido.
Cuando finalmente me meto bajo el agua, un escalofrío me recorre de pies a cabeza.
Cierro los ojos.
El agua quema, pero no tanto como la vergüenza, como la rabia contenida en mi pecho.
Mis músculos duelen, como si hubiera corrido una maratón. Cada parte de mí palpita con un cansancio que no es solo físico.
¿Qué carajos hicimos anoche?
El recuerdo es un rompecabezas de fragmentos borrosos: sus manos, su boca, mi risa entrecortada, el roce de piel caliente contra piel caliente, el placer que aún arde en algún rincón de mi ser.
Sacudo la cabeza con furia.
No. No voy a recordarlo. No voy a pensar en él.
Froto mi piel con más fuerza de la necesaria, tratando de arrancar su rastro de mí. Pero no importa cuántas veces pase el jabón sobre mi cuerpo, la sensación de Aarón sigue ahí, grabada como una maldita quemadura.
Y lo peor de todo… es que una parte de mí odia la sensación de saber lo mucho que lo disfruté.
Con un suspiro, cierro el grifo y me quedo un momento bajo la humedad sofocante del baño. Me seco con movimientos lentos, sintiendo cada músculo resentido, como si mi propio cuerpo fuera un recordatorio de lo que hice anoche.
No quiero pensar. No quiero recordar.
Me enrollo la toalla alrededor del cuerpo y voy a mi habitación. En el vestidor, paso la vista por mi ropa, pero cualquier cosa que implique esfuerzo me parece absurda. No pienso salir a ningún lado, así que opto por un pijama cómodo.
Me ato el cabello en una trenza rápida, sin preocuparme demasiado por mi aspecto, y me dirijo a la cocina. Definitivamente necesito un café si quiero sobrevivir a este día.
Apenas llego, mi teléfono empieza a vibrar de nuevo sobre la encimera. Lo miro con recelo. Hay demasiados mensajes, la mayoría de mis amigas y de mis padres. Como cada día.
Ignoro los de mis amigas y me concentro en mis padres. Si no respondo, mamá se preocupará demasiado y papá hará preguntas innecesarias.
Eve [12:25]: Buenos días, mamá. Buenos días, papá. Estoy bien, solo cansada. Los quiero.
Dejo el teléfono a un lado y pongo la cafetera en marcha. Solo cuando el aroma del café comienza a llenar la cocina, me permito cerrar los ojos y soltar el aire lentamente.
Quizás, con suficiente cafeína en mi sistema, la culpa deje de retumbarme en el pecho.
El sonido de una nueva notificación me saca de mi intento de calma.
Chat grupal.
Stella [12:26]: Eve… ¿estás viva? Si no das señales, estamos dispuestas a llamar a la policía.
Clarice [12:26]: Sí, tu mensaje de anoche fue dudoso y ninguna estaba en todos sus sentidos. ¿Dónde estás? ¿Por qué no has vuelto? ¿Con quién te fuiste?
Un escalofrío me recorre la espalda. Entonces ellas no me vieron irme con él. Mejor.
Tomo mi café recién servido y camino hasta la sala, dejándome caer en el sofá.
Eve [12:30]: Estoy bien, chicas. No hace falta llamar a nadie.
El mensaje se marca como leído al instante.
Clarice [12:31]: ¿Dónde estás?
Stella [12:31]: ¿Por qué no regresaste al apartamento? ¿Necesitas que vayamos a recogerte?
Aprieto los labios. La preocupación de ambas es genuina, pero la última cosa que quiero es enfrentarme a sus preguntas en persona.
Eve [12:32]: Estoy en casa, con una resaca atroz. Estoy bien, pasé la noche con alguien y luego me trajo a casa. No sabía si ya habían regresado y olvidé mis llaves, no quería despertarlas.
Mi corazón tamborilea en mi pecho mientras observo la pantalla.
Clarice [12:33]: Oh… así que tuviste acción. ¿Quién fue el afortunado?
Mierda.
Apretó el teléfono con más fuerza. No puedo decirles que fue Aarón. No puedo decirles que después de pasar la mitad de la noche discutiendo con él, terminamos enredados en un espiral de deseo y rencor.
Que todavía siento el eco de sus manos en mi piel.
No.
Necesito una salida.
Eve [12:37]: Con el barman.
Es una mentira piadosa, fácil de creer. Se justifica.
Clarice [12:38]: Muy bien, chica.
Stella [12:38]: Estás en tantos problemas, Eve.
Ruedo los ojos y decido terminar la conversación antes de que sigan presionando.
Eve [12:38]: Tengo que dejarlas, llegó el pedido de comida. Hablamos mañana. Las quiero.
Ellas siguen escribiendo, pero ya no leo los mensajes.
Exhalo largamente, cerrando los ojos.
La cabeza me late con fuerza, el café aún no ha hecho efecto y el peso de la noche anterior me oprime el pecho. Me acomodo en el sofá, hundiéndome en los cojines, y dejo que el agotamiento me arrastre hacia un sueño turbio.
Con suerte, cuando despierte, todo esto solo será un eco lejano.
Ojalá.