Danna Dormuth esperaba impaciente recostada ligeramente contra el mostrador de madera con paneles de vidrio de aquella cafetería popular de su barrio de clase media. Las donas de aquel lugar no eran sus favoritas, pero no porque fuesen pésimas —por el contrario—, se atrevía a asegurar que allí vendían las mejores donas caseras de todo Chicago. Sin embargo, ella prefería degustar los bombones de chocolate. De hecho, esa vieja cafetería nada suntuosa no solo contaba con una amplia variedad de productos pasteleros exquisitos sino que además ofrecía el mejor café expreso que había probado en toda su vida y cabe decir que estaba a un paso de ser adicta a la cafeína, por lo que se había deleitado con este líquido en muchos lugares de la ciudad.
Su vida había dado un vuelco la última semana, estaba desempleada amén del perro destino y con todas las esperanzas puestas en una nueva agencia publicitaria donde trabajaba su mejor amiga Eloise, cosa que la tenía revisando como desquiciada su prácticamente obsoleto aparato telefónico, en espera de un correo electrónico o en su defecto de una llamada positiva para mejorar su terrible situación laboral.
Todo el día se la había pasado de lleno con la cabeza enterrada en el teléfono sin obtener efectivos resultados y tras revisar por enésima vez los mensajes y llamadas, su hermana le llamó para que consiguiese sus donas favoritas con glaseado de chocolate y chispas; Danna no se pudo negar a tal petición, de todos modos no tenía nada interesante que hacer y su hermana se merecía esas donas luego de terminar su estresante jornada de pasantías laborales.
Miró nuevamente al reloj de pared con figura de taza de café para darse cuenta que habían transcurrido casi trece minutos desde que le aseguraron que su pedido ya estaba por salir. Ella sabía que no era fácil encontrar dichas donas porque realmente eran las más solicitadas y se agotaban con rapidez una vez eran colocadas en el mostrador.
— ¿Tarda mucho? —se atrevió a preguntar al chico regordete que la observaba con un deje de impaciencia oculto tras sus lentes de aumento con montura vino tinto.
El chico le alzó una ceja y con una sonrisa fingida le aseguró de nuevo que ya estaban por salir. Danna cambió su pie de apoyo al izquierdo y giró su cabeza en dirección a la puerta de entrada no sin antes soltar un agotador suspiro. Justo cuando recordó revisar su teléfono otra vez, la campanilla que indicaba la apertura de la puerta de la cafetería sonó.
Maurice Astor no tenía nada que hacer en aquel lugar ante el ojo crítico de los demás clientes de la cafetería. Su vestimenta consistente en un traje gris oscuro completo, corbata y zapatos demasiado pulidos contrastaba con la ropa de cualquiera de los allí presentes. Él, ajeno a todos los pensamientos que estaba suscitando con su irrupción a esa hora de la noche, caminó con paso firme y seguro tal como era de costumbre. Nunca miraba a nadie directamente a los ojos a menos que fuese necesario, siempre llevaba su mentón en alto que sumado a sus muchos centímetros de estatura y su sola presencia, evidenciaban la cantidad de ceros a la derecha que poseían sus cuentas bancarias.
Una barba perfectamente recortada y el cabello castaño claro sobriamente peinado le otorgaban un aire de extrema elegancia. Sin pensarlo mucho se acercó hasta una de las pocas mesas vacías y ocupó un puesto en espera de ser atendido.
Las tres meseras del lugar se enfrentaron en un duelo de miradas para determinar cuál de ellas sería la afortunada en atender al Señor Astor, cliente asiduo y especial de la cafetería.
Todas conocían de memoria el contenido de su pedido, pero aun así repetían el mismo ritual cada que él las derretía con su presencia, solo para escucharlo decir: «Un expreso grande con una de azúcar, por favor».
Sentado en la barra del fondo del establecimiento en los bancos individuales, se hallaba Derrik Hyatt vestido de civil, tomando casi el último sorbo de su expreso. Aunque era su día libre no pudo evitar ir por su café a la acostumbrada cafetería. Una de las meseras, a quien él conocía como Tiffany, reparaba su atuendo de jeans desgastados, camiseta blanca ceñida a su trabajado dorso y botas negras trenzadas. Sus ojos oscuros y su metro ochenta de puro músculos nunca pasaban desapercibidos y mucho menos cuando portaba orgulloso la placa y el uniforme de su amada institución.
Ser parte de la policía de Chicago era un trabajo que suponía un riesgo diario, pero nada comparado con la adrenalina que corría por sus venas cada vez que debía enfrentarse a la delincuencia común que tanto azotaba a la ciudad, la satisfacción del deber cumplido de proteger a los ciudadanos y la confianza de sus superiores en su impecable labor.
Delante del mostrador Danna recibía por fin su ansiada caja de donas, agradeció con la misma sonrisa fingida al chico que la atendió y se acercó al fondo, hacia la única caja del lugar para pagar por su pedido.
Maurice tomaba el primer sorbo de su café, Derrik se levantaba de su asiento y Danna iba en dirección a la salida cuando dos hombres con la cabeza oculta bajo unos pasamontañas irrumpieron con salvajismo en la cafetería, paralizando al personal y alterando a los clientes.
— ¡Todos al suelo, es una orden! —gritó uno de los asaltantes apuntando hacia al frente con su arma en tanto su compañero de fechorías atrancaba la puerta de vidrio.
Cuando la puerta estuvo asegurada, el otro asaltante llegó hasta la caja registradora apuntando con su arma a la chica que temblaba recostada en el suelo, instándola a abrirla; ella se levantó de golpe y con las manos vibrantes hizo lo que el hombre le pidió. Mientras que uno vaciaba la caja ante la mirada de pánico de la chica responsable de esta, el otro se dedicaba a obligar a los clientes a que le entregasen carteras, relojes, celulares o lo que sea que tuviesen de valor a la mano.
Danna yacía pálida en el suelo con la caja de donas casi aplastadas a un costado, frente a ella y prácticamente debajo de la mesa donde antes estuvo sentado, Maurice era despojado de sus pertenencias. Él cerró los ojos y con rabia creciendo en su interior, entregó su billetera, lamentándose y pensando que allí guardaba documentos importantes de identidad.
Al abrir los ojos, en su pupila impactaron los orbes verde aceituna de Danna impregnados de pánico, la observó esconder de manera ágil su horrible teléfono en su espalda, bajo su sudadera con capucha. Ella no lo pensó dos veces cuando lo hizo, estaba esperando la dichosa llamada de la agencia y no contaba con los medios para comprarse uno nuevo en ese momento.
Maurice entrecerró los ojos en su dirección y luego los abrió expresivamente cuando el asaltante le pidió sus cosas a la chica y ella temblando entregó solo el escaso dinero que llevaba encima.
—Entrega todo lo que tengas —ordenó el hombre con voz extraña como si estuviese simulando una voz ajena a la de él.
—Es lo único que tengo —afirmó Danna con demasiado nerviosismo impreso en su delicado rostro y la voz apagada.
Maurice observaba la escena casi alterado y con la mirada le indicaba a la chica que entregase el teléfono, pero ella negaba disimuladamente con la cabeza a pesar del miedo que se esparcía como fuego en sus entrañas.
Danna sintió la sangre abandonar su cuerpo cuando la fría arma del hombre se ubicó en medio de su frente.
— ¡Dije que entregues todo! —gritó exasperado el asaltante llamando la atención de otros clientes.
—Entrega el puto teléfono —se atrevió a decir Maurice a la chica cuya decisión irracional ponía en peligro su vida.
En ese instante el otro asaltante iniciaba un altercado con el chico regordete del mostrador que no quería cooperar y al igual que Danna, se negaba a entregar su teléfono, pero a diferencia de ella, este era notablemente costoso. El chico solo pensaba en todo el trabajo que le había tomado comprarlo.
Hacia el fondo de la cafetería Derrik se debatía entre actuar o dejar que el asalto ocurriese con normalidad. No contaba en ese momento con su placa y mucho menos con su arma, por lo que la duda le cercenaba la cabeza en muchos fragmentos.
El asaltante sabía que no tenían mucho tiempo y en medio de la discusión con el chico se le disparó el arma, una bala impactó de inmediato en el tórax del muchacho y todos gritaron presos del pánico y de la impresión. La cajera empezó a llorar y una de las meseras se desmayó allí mismo en el suelo, no muy lejos de su compañero baleado.
Aquel disparo que impactó en el chico tras el mostrador resolvió las cavilaciones de Derrik y atendiendo a su entrenamiento para desarmar en situaciones de riesgo, tomó la valiente decisión de convertirse en el héroe de la noche.
El caos abrazó el lugar y el hombre que apuntaba a Danna terminó tomándola fuertemente del cabello y tirando de ella hasta que cayó a los pies de Maurice. El celular quedó finalmente a la vista y Maurice lo tomó para entregárselo al asaltante.
Derrik aprovechó que uno de los asaltantes recibía el teléfono de una chica de manos de un hombre enfundado en un traje elegante y que su compañero se encontraba algo alterado por el disparo involuntario de su arma, para llegar a él y tumbarlo de una poderosa patada en la columna. Agarró el arma con gran velocidad y experticia, retuvo al asaltante contra el suelo con ayuda de sus botas estampadas en su cara y en un santiamén se vio enfrentado tal cual duelo del viejo oeste contra el otro pistolero.
— ¿Se encuentra bien? —interrogó Maurice a Danna y al tenerla mucho más cerca pensó que tenía un rostro muy lindo y delicado.
Ella se quedó en silencio y le miró con cara de pocos amigos. A pesar de la situación de peligro en la que estaban metidos, no podía dejar de pensar en la suerte de su viejo teléfono.
— ¿Es por el teléfono?, por favor, ¿esa chatarra? Le han hecho un favor —insistió con antipatía.
—Cállese —masculló bastante molesta.
—Puedo comprarle uno si quiere —expresó con una sonrisa ladina y ella resopló colocando los ojos en blanco.
Danna se refugiaba nuevamente contra la pared bajo la barra y Maurice se dedicó a seguir atentamente con la mirada la escena de uno de los clientes que había desarmado a uno de los hombres. Una discusión entre ellos inició y el caos volvió a reinar en el lugar. El cliente manifestó en alto que era policía y aseguró con firmeza que varias patrullas se acercaban al lugar. Intentó en vano negociar con los asaltantes pero el que le daba la espalda a Maurice se negaba a cualquier situación que el supuesto policía le planteaba.
Maurice ya estaba iracundo y sin pensarlo demasiado le hizo un gesto al policía avisándole que iba contra el asaltante que aun portaba el arma. No sabía absolutamente nada de defensa personal ni de armas, pero la adrenalina del momento embargaba su ser.
Derrik dudó, no quería otro herido o muerto, no había sido entrenado para dejar que una situación como esa lo sobrepasara. Negó disimuladamente en dirección a Maurice, pero fue demasiado tarde, el hombre de traje empujó una silla contra las piernas del asaltante, quien cayó al suelo con el arma escapándose de sus manos, una bala se disparó del arma e impactó contra el mostrador fragmentando el panel de vidrio. Todos gritaron al unísono. Derrik alcanzó el arma ágilmente con un pie, la pateó lo más lejos que pudo y otro cliente la tomó apuntándole al delincuente.
Maurice redujo al hombre inmovilizándolo y Derrik aun sujetando al otro asaltante, le ordenó a Danna que llamase a la policía. Ella actuó con miedo, pero rebuscó su teléfono entre la bolsa del asaltante encontrándolo hecho pedazos como producto de la caída. Se vio obligada a tomar otro celular e hizo todo lo que el hombre de músculos marcados le pidió.
La policía no tardó en llegar. Los asaltantes fueron apresados y los clientes empezaron uno a uno a retomar sus pertenencias. El chico baleado fue trasladado en estado inconsciente al hospital en una ambulancia. El dueño del local se apareció y ante la mirada de todos le agradeció la valentía a Derrik —de quien se confirmó que sí era policía— y a los demás hombres que le colaboraron en tal hazaña.
Cuando todo se empezó a esclarecer, la policía se dispuso a dejar marchar a los clientes, Danna no esperó demasiado y se encaminó a la salida no sin antes lanzar una mirada de odio a Maurice, culpándolo mentalmente de sus desgracias, especialmente por delatar su intento de esconder el teléfono.
Atravesó la puerta sin donas, sin teléfono y con menos dinero del que había entrado. El cuerpo todavía le temblaba y las manos le sudaban cuando se encaminó a su casa que no estaba muy lejos de allí. De repente sintió como alguien se acercaba a paso rápido y el temor la embargó por segunda vez aquella noche.
—Hola, disculpa —una voz deliciosamente varonil se escuchó a su espalda. Ella giró sobre sus pies para sorprenderse al encontrar al policía que había salvado la situación.
—Hola…—respondió confundida por la presencia del hombre.
—Eh…so…soy —balbuceó completamente perdido en los enormes y preciosos ojos verde de la chica—: soy Derrik, policía de Chicago, ¿Tú eres…?
—Danna —dudó observando de pies a cabezas al policía quien se encontraba mirándola fijamente a los ojos.
—Danna —repitió saboreando el nombre en sus atractivos labios—, ¿Necesitas que te acerque hasta tu casa?
La chica de cabello cobrizo hasta los hombros no alcanzó a responder porque su hermana menor llegó alterada a su encuentro amarrándola en un desesperado abrazo.
— ¿Cómo estás? ¿Qué te pasó? —decía al tiempo que la reparaba como buscando alguna herida o algo anormal en el cuerpo de su hermana—. Me enteré de lo sucedido y vine corriendo.
—No me pasó nada, estoy bien —aseguró Danna a su alterada hermana que aun vestía el uniforme de la casa de modas donde hacia sus prácticas. La chica más calmada notó la otra presencia para deslumbrarse instantáneamente por el porte y la singular belleza del hombre.
—Las puedo llevar si gustan.
Las hermanas compartieron miradas pero lejos de mostrar complicidad terminaron discrepando en sus respuestas.
—No es necesario —expresó Danna.
—Claro que sí, es muy amable de su parte —manifestó Sariet al mismo tiempo.
Se volvieron a mirar confundidas. Danna frunció los labios y Sariet arqueó una ceja sonriéndole. El policía se mostró incómodo, pero Danna tomó la delantera y se negó a que las llevase a su departamento.
Sariet le sonrió tímida y avergonzada cuando el policía se despidió de ellas lamentando no poder llevarlas. Se marchó y ellas emprendieron su camino. Justo cuando se detuvieron en una esquina para cruzar e iban a empezar una discusión por lo maleducada que había sido Danna con el pobre y gentil hombre, un auto lujoso se detuvo para darles el paso.
Danna posó la mirada en el auto para agradecer con una sonrisa al conductor para encontrarse con la seria mirada de Maurice. De inmediato su sonrisa se borró y la rabia nació de entre su pecho al recordar las acciones de ese engreído con traje que la había dejado sin celular y seguramente sin la posibilidad de recibir la llamada de empleo que tanto ansiaba.
Danna gesticuló un «Idiota» y Maurice esbozó una despectiva sonrisa en respuesta, luego arrancó el auto a gran velocidad alejándose de aquel barrio de Chicago que un día lo vio nacer.