En el bulevar de las que venden su propia carne, y puede que hasta el alma, va pedaleando su bicicleta un tipo a quien por el momento llámese «gato sin dueña», ya que ha venido al pagano mercado por aquel enser que ya no tiene en casa, placer.
No obstante, pese a sus aires de aventura, el gato teme que las ratas lo asalten, por lo que ha dejado el auto en el garaje y la buena ropa en el clóset. Aunque más que parecer de escasas monedas, da la impresión de ser un patético suricata que se ha dopado con la fantasía de montar a una de aquellas feroces leonas, cuando ni siquiera ha podido con su gatita doméstica.
En fin, el sujeto va examinado visualmente la mercancía, que, por cierto, no lo ve como un cliente, sino como un limosnero. Hay cuerpos macilentos, otros tantos voluptuosos. Hay ofertadas tan altas como jirafas y también las que todavía no sobrepasan la inocencia infantil. Incluso se encuentra con ridículas caricaturas de mujeres con toscos contornos masculinos. Eso sí, todas economizando en pudor y derrochando en perfumes tan malos que hieden como orín al mediodía.
A medida que va avanzando, el hambriento gato sólo consigue repugnarse más y más, pues los productos pasan de ser muy maduros a podridos. ¡Ja! Quién lo diría: el menesteroso se pone quisquilloso. Pero como sea, el tipo está harto y se rehúsa a volver al otro bulevar, el de la soledad, donde los árboles queman su propia madera cada que el frío los tienta por las noches, así que sigue pedaleando decidido.
«Qué tonto soy; es claro que no daré con alguien como mi esposa en este sitio, pero se supone que ese es el chiste…».
En eso, debe detener su travesía, pues ha llegado al final del mercado y con ello, al colmo…
—¡Una monja! —exclama ahogadamente el incrédulo.
En efecto: se trata de una monja ¿prostituta? ¿O una prostituta disfrazada de monja? Como sea, el asunto resulta tan descabellado que el gato sin dueña por poco cae de su corcel… «¿Será que esta es una señal para que no peque? ¿O el cielo me ha mandado a una santa de tal modo que si he de caer que sea con alas?».
Decantándose por la segunda posibilidad, el necesitado libidinoso corre al supuesto favor divino que, dicho sea de paso, tiene ojos esmeralda y la cara con la belleza de un ángel.
—O-oiga… —tartamudea pues en su vida se ha acercado a una mujer con turbias intenciones—. ¿Cuá-cuánto cobra? —el buitre resulta bastante educado con la carroña.
—¿Disculpe? —pero el presunto cadáver reclama la dignidad de un vivo—. Hermano, por favor, no se confunda que yo soy su hermana —aunque a la postre, ella termina suplicando con serenidad
—Yo soy hijo único —se fastidia el malquerido felino—. Dígame su precio que yo se lo p**o —y presume la cartera llena de billetes.
La hambruna se ha comido su timidez. Ahora hasta su vista depreda aquella cara bonita… «Si ese es el rostro, no me imagino lo que esconde bajo ese disfraz de pingüino…».
Parece que el fornicario ambiente ha despertado la bestia que lleva dentro.
—Entonces le ruego que me respete como su madre —apela la joven religiosa.
—Como mi madre ninguna —la testosterona contenida hace del minino terco como burro en primavera.
—Por lo menos límites por mis hábitos —la monja comienza a perder la paciencia.
—¿Cómo? —el tonto se da cuenta de su metedura de pata—. ¿Realmente es usted monja? ¿Pues qué hace entre todas estas mujeres?
—Los designios del Señor son inescrutables —la consagrada mira al cielo.
El gato se rasca el cuello. La confusión le ha causado comezón.
—¿Y usted hermano, qué hace en un lugar como este? Puedo ver en su rostro que es un hombre de familia. No debería estar en la calle tan tarde —la monja sermonea al alma descarriada.
—Usted qué va a saber de carne si sólo se la pasa ayunando —se aleja un tanto grosero el frustrado aventurero.
De pronto, las santas tripas de la monja gimen en respuesta a la injusta afirmación de la oveja perdida.
—La verdad es que en el convento, los niños y mis hermanas estamos escasos de recursos. Por ello, salimos a pedir limosna en las calles. Yo por ejemplo, llevo todo el día sin probar bocado. Así que entiendo muy bien de necesidades e incluso soy más humana que muchos —medio presume la chica sus virtudes.
Aquello deja en que pensar al gato, suricata, burro y, a la vez, hombre que, un momento después, toma a la monja de la mano y se la lleva consigo, casi a rastras, ante las variadas polillas de aquel bulevar. Unas se indignan y otras se sorprenden, pues no se explican cómo una recatada hasta el cuello haya seducido más que su desnudez casi total.
Sin embargo, a la santa de la calle del pecado le asusta el éxito obtenido.
—¿A dónde cree que…? —aun las palabras le son raptadas.
¿Acaso aquel perro irá a violarla?
Afortunadamente, las cosas van a parar a un puesto de perros calientes, para comer. El tentempié de medianoche se da en total silencio hasta que…
—¿Cómo te llamas? —repentinamente, el dadivoso sujeto comienza a tutear a la flor de convento.
Ella se limpia los labios de los restos de comida.
—Soy la hermana Esmeralda. ¿Y usted? —la joven procura mantener las formalidades.
—Yo me llamo ***** —sin motivo aparente, el gato se echa a reír.
—¿Qué le resulta tan gracioso? —curiosea la de ojos verdes y mejillas sonrosadas.
—Apuesto a que nunca habías venido a cenar a la calle a estas horas —vaticina el hombre.
—La verdad, jamás lo había hecho. Pero, por el contrario, estoy segura de que usted hace este tipo de cosas muy a menudo —asevera la hermana Esmeralda.
—Yo tampoco, y creo que ese es el problema. Mi esposa y yo hemos caído en la rutina —suspira desánimo—. Ya ni siquiera tiene tiempo de acostarse conmigo…
—¿Y por eso iba a pecar con cualquier mujer? Ahh. No debería. Piense en el daño que le haría a su familia; en el daño a su propia salud —la casta trata de hacer entrar en razón al gato aspirante a infiel.
—No sé por qué te cuento esto a ti que eres una santa —el tipo se levanta de la banca—. Iré a ver si todavía no se roban mi bicicleta.
Pero antes de marcharse, Esmeralda se pone de pie y lo detiene. Ahora es ella quien lo toma de la mano.
—¿Y luego? —consulta intranquila.
—Seguiré buscando un par de… Bueno, estoy hastiado de consolarme con las mismas manos con las que siempre como —planifica con gran pesar en la mirada y el corazón lastimado.
Esmeralda intuye que no se trata solamente de un capricho carnal, no. Ella se da cuenta de que aquel sujeto no podrá con la culpa de la infidelidad, así que…
—Yo lo ayudaré a resolver su problema —se compromete la monja con toda la fe.
La promesa toma por sorpresa al descorazonado gato del parque.
—¿Tú? ¿¿Ayudarme?? ¿¿¿Cómo??? —se quita las empañadas gafas para cerciorarse de que sigue despierto.
—Pues…
Un alma piadosa está dispuesta a ensuciarse las manos a causa de un necesitado… «Lo haré para que no destruya ni a su familia ni a sí mismo…».
Y se encomienda a Dios ante el sacrificio que hará, el cual se le volverá como la peor de las enfermedades. Aunque cuánto ha de disfrutar estar en cama…
***