Margaret
Jordano sale de mi apartamento, llevándose consigo una enorme felicidad. La soledad vuelve a instalarse en mi corazón, pero esta vez está acompañada de un delicioso cansancio. Sabía que debía ser prudente; el dinero no crece en los árboles y no podía seguir gastando más en él. Sin embargo, quería repetir la experiencia. No quería ir al bar, eso lo tenía completamente claro; quería estar con Jordano.
Esa noche suena mi teléfono. Se me había olvidado que todas las noches recibía la llamada más fría y calculadora del mundo.
—Hola, mi esposa bonita. ¿Cómo estás?
—Hola, Gerónimo. No hace falta que finjas; ambos sabemos que no estamos bien.
—Sí, sí estamos bien.
—Sabes que no es así. ¿Para qué has llamado? La última vez no quedamos en buenos términos—. Saco un cigarrillo de mi cartera y él se da cuenta a través de la videollamada.
—¿Estás fumando? ¿Qué te está pasando, Margaret? ¿Estás enferma? ¿Tienes problemas?
—No, ninguna de las anteriores. Digamos que la ansiedad y la soledad me están volviendo loca. ¿Y tú? ¿Cómo haces para controlar esos problemas que son evidentes para todos los seres humanos?
—No... no sé a qué te refieres, pero por fortuna, no tengo los mismos problemas que tú. ¿Sabes qué? Te llamo mañana.
—No hace falta que llames todos los días, cuando pueden pasar meses sin que decidas venir, estando a solo dos horas de casa. Tampoco permites que te visite.
—Ya vas a comenzar, qué pesada eres. Busca ayuda—. Él me cuelga la llamada.
—¡Maldito! ¿Cómo se atreve a colgar? ¡Maldito!—. Me vuelvo loca en ese momento. Empiezo a botar todo: las sábanas de mi cama, los trastos alrededor. Entro en un ataque de pánico e histeria. ¡Maldito!
Me dejo caer sobre mi almohada y, en un llanto ahogado, dejo florecer todos mis sentimientos. Si bien era cierto que sexualmente estaba completamente complacida, anímicamente me sentía hecha un desastre. Mi esposo y mi soledad eran grandes agravantes para mi salud mental. Debía hacer algo al respecto.
Mis vacaciones ya habían terminado. No me sorprendió ver al señor Wistons en mi lista de pacientes y volver a la misma rutina de siempre. Había decidido no gastar más dinero en hombres; la vida ya me había dado suficientes lecciones. No quería convertirme en alguien necesitada como mi amiga, que derrochaba fortunas en cientos de ellos.
Después de una extenuante jornada de trabajo, decidí caminar hasta mi casa. Era un barrio seguro. Estaba cerca de llegar cuando de repente vi a un hombre pidiendo auxilio desesperadamente. Salí corriendo para ver en qué podía ayudar y quedé en shock al ver que era Jordano, al lado de una mujer algo mayor.
—Margaret, hola, ayúdame por favor. Mi mamá ha tenido una recaída y debo llevarla al hospital, pero nadie me ayuda.
—A ver, déjame revisarla—. Sentí que me moría al verlo. Esta vez no lucía como un hombre seductor, sino más bien como un jovencito disfrazado. Su ropa era diferente; estaba vestido como un buen chico y su peinado era de medio lado. Su voz también era distinta. Por un momento, imaginé que este era el verdadero Jordano.
Saqué mis utensilios de medicina y comencé a revisar a la mujer. Estaba a punto de sufrir un paro cardiorrespiratorio por la baja de su tensión.
—Ven, ayúdame a levantarla. La llevaremos a la clínica en donde trabajo.
—¿A dónde?
—A la clínica que queda a tres cuadras.
—Pero es privada, una atención allí me costaría un ojo de la cara—. Lo miré sorprendida, ¿con quién estaba hablando?
—Vas conmigo, Jordano, no te preocupes.
No pasaba ningún auto en ese momento y mucho menos había llegado la ambulancia de los servicios públicos. El hombre estaba hecho un mar de lágrimas, evidentemente luchando por su madre. Cualquiera en su lugar estaría así.
Llegamos al hospital. Por fortuna, soy conocida y me ayudan con ella; necesitaba atención inmediata.
Cuando su madre ya estaba instalada en una habitación, decidí hablar con él.
—Muchas gracias, Margaret. No sabía que eras doctora.
—No tenías por qué saberlo, tampoco sabía que eras un buen chico—. Le dije tratando de romper el frío momento, pero mi humor era pésimo.
—Mi madre piensa que trabajo vendiendo seguros, por eso la ropa. Y en la noche cree que hago aseo en un sitio de comidas. Jamás se imaginaría que soy un gigoló.
—Te entiendo, pero dime, ¿qué es lo que sufre tu madre?
—Tiene cáncer terminal, y yo tengo una familia que sostener. Desde que ella enfermó, todo se ha vuelto más difícil.
—¿Y por eso decidiste trabajar como gigoló?—. Estaba empezando a actuar como una tonta.
—La verdad, sí. Para mejorar nuestra calidad de vida. No tienes idea de lo que es sufrir necesidades—. Y de verdad que no la tenía, jamás me había pasado algo así.
—Lo siento mucho, no quería ser impertinente.
—No lo eres, todas me preguntan lo mismo—. Cuando dijo eso, no me hizo sentir especial por lo que había hecho por su madre, así que era momento de irme.
—Bueno, Jordano, espero que tu madre mejore pronto. Volveré mañana, tengo turno a las 7.
—¿Qué haré con la cuenta mañana? Tendré que pedir traslado a su hospital de cabecera.
—Solo es importante que ella se recupere; del resto me encargo yo—. Él apenas me sonríe. No sé qué acababa de decir. Por lo general, no solía ser muy humanitaria y ya me había ofrecido a ayudarle con una cuenta hospitalaria. Que no crea que su sexo me domina.
—Gracias de verdad, eres una persona maravillosa, Margaret. Te esperaré aquí mañana. De no ser por ti, mi madre estaría en una situación mucho peor.
—No es por mí, solo es una casualidad del destino. Si puedo ayudarte, no tengo ninguna razón para no hacerlo—. Le guiño un ojo antes de que él lo hiciera, pero me doy cuenta de que eso solo lo hace cuando está trabajando. Me siento ridícula.