- Feliz cumpleaños, majestad.
- Que la Diosa la colme de bendiciones.
La reina Brida estaba celebrando su cumpleaños número treinta y uno. Organizó un banquete donde invitó a nobles, burgueses y plebeyos para celebrar un año más de vida.
La monarca lucía una hermosa corona de diamantes, que relucían con sus cabellos rojizos y cortos. Su vestido violeta de mangas descubiertas la hacían lucir como una princesa de un cuento de hadas. Y, a su lado, se encontraba el rey Zuberi, con quien se casó hacia cuatro años en un matrimonio por conveniencia.
Zuberi tenía los cabellos rubios que contrastaba con sus bigotes de tonos más oscuros. En esos momentos, se vistió con un traje militar de gala color n***o, con hombreras doradas, botones rojos y una espada de utilería que colgaba de su cintura.
Mientras disfrutaban de la cena, el rey Zuberi tomó de la mano a la reina Brida y le dijo:
- Luces tan hermosa como el día en que te conocí.
A lo que Brida le respondió:
- Y tú… eras tan delgado antes. Supongo que el alistarte en el ejército modificó tu cuerpo.
Zuberi sonrió. Y es que, como Brida no lo amaba, se le dificultaba corresponder a sus demostraciones de cariño.
Una vez terminada la cena, los dos entraron a su dormitorio compartido a cumplir con sus deberes de esposos. Si bien ya llevaban cuatro años de casados, nunca consiguieron tener hijos y eso les preocupaba. La Corte les exigía el concebir una hija a quien pudieran heredarles el trono ya que la reina no tenía hermana menor. Y, de seguir así, su dinastía pronto llegaría a su fin.
Pero al tener tantas responsabilidades propias de sus puestos, muy pocas veces dormían en la habitación compartida. Sus dormitorios personales se situaban a extremos opuestos del palacio, por lo cual casi nunca coincidían. Y en esas pocas veces, solían tener situaciones incómodas que les hacían desear estar en cualquier otro lugar.
Y esa noche no fue la excepción.
Brida estaba boca arriba, mientras que Zuberi procedía a besarle el cuello. Y cuando metió la mano por debajo de la falda de su vestido, la vio soltar una lagrimita y escucharla murmurar:
- Zaid.
El rey Zuberi se detuvo. Ella, al darse cuenta de lo que hizo, se tapó la boca con una mano y le dijo:
- Discúlpame, no fue mi intención…
- No te disculpes. Eres la reina, puedes fingir que soy Zaid y…
- ¡No!
La reina Brida lo empujó, se levantó y le dijo:
- ¡No soy como las demás reinas! Por favor, no me pidas que te use de reemplazo.
- Sí, lo sé. Pero me duele que sigas sufriendo por un amor del pasado que, para colmo, falleció hace muchos años. Te juro, esposa mía, que ya no sé qué hacer para curar tu corazón. Si no quieres fingir que soy Zaid, entonces, ¿qué más puedo hacer por ti, amor?
La reina Brida respiró hondo. Si bien lo más fácil para ella era fingir que estaba con Zaid, no quería herir los sentimientos de Zuberi, quien siempre la apoyó y se mantuvo a su lado cuando más sola se sentía. Así es que lo abrazó y le dijo:
- Por esta noche, dejaré que hagas de mi cuerpo lo que quieras y me mantendré en silencio. Mañana, volveré a ser la reina Brida del reino del Oeste y usted será mi esposo, el rey Zuberi, el hombre más leal, fiel y leal a la corona de todos los reinos del continente Tellus.
El rey Zuberi la volvió a acostar en la cama y siguió a lo que iba.
Ella mantuvo la boca cerrada todo ese tiempo y él, dejándose llevar por sus instintos, la desvistió y recorrió su piel con sus manos. le besó el cuello y presionó uno de sus pezones, haciendo que lanzara un gemido.
Poco a poco, las mejillas de la reina se colorearon y, con eso, procedió a bajar hasta la zona de la entrepierna, donde hundió ligeramente su cabeza para sentir aquel aroma extraño, venido de los más misteriosos secretos de la naturaleza fémina.
Al día siguiente, tal como lo decretó, ella volvió a ser la reina del Oeste y, él, su esposo. Sus ojos fríos propios de una monarca eran diferentes a esa mirada de incertidumbre e incomodidad que le dirigió en su breve noche de pasión.
Ambos se encontraban sentados en sus tronos, recibiendo las visitas que venían de pueblos cercanos y lejanos. También tuvieron visitantes extranjeros, que venían para cerrar acuerdos diplomáticos, comerciales y matrimoniales.
En un momento dado, se presentó delante del trono un matrimonio de una pareja burguesa con una niña de cabellos largos y negros. La esposa se acercó y dijo:
- Su alteza, hemos adoptado a esta chica que proviene de las lejanas tierras del reino del Sur. Nos gustaría que le dé su bendición para asegurarle un buen porvenir en el futuro.
El rey Zuberi notó que los ojos de la reina Brida tuvieron un ligero temblor, como si fuera que la niña le recordara a alguien en especial. Pero solo duró unos instantes porque, de inmediato, volvió a su expresión neutra y respondió:
- Deseo que su hija sea una niña saludable y tenga una vida llena de dicha y gracia junto a su nueva familia.
Cuando la pareja se retiró, la reina Brida le preguntó a Zuberi, por lo bajo:
- ¿Crees que la Corte aprobaría que adoptásemos a una niña?
- La Corte exige que la heredera al trono provenga de tu vientre – respondió el rey Zuberi – aunque optemos por la adopción, jamás la aceptarían como una sucesora al trono, no importa qué tan bien la preparemos para el cargo.
- Pero ya lo intentamos de todo y nada funcionó. La Corte debería considerar esa opción para garantizar a nuestro reino un buen porvenir.
- En ese caso, deja que hable con los del Consejo. Quizás debamos rever leyes para poder considerar esa opción y darle oportunidad a una niña en busca de un futuro mejor.
- Gracias por la consideración, Zuberi. Sé que siempre puedo contar contigo.
No pudieron conversar mucho porque recibieron más visitas.
Un par de horas después, se presentó ante ellos una chica que rondaba los quince años. Tenía los cabellos lacios y pelirrojos, la cara llena de pecas y un vestido blanco cubierto con un delantal azul de cuerpo entero, el cual incluía bolsillos para guardar sus cosas.
Por su vestimenta, el rey Zuberi dedujo que podría provenir del reino del Norte, ya que era una prenda muy común entre los ciudadanos de ese país. Pero su aspecto era bastante peculiar: tenía el mismo aire distraído que la reina Brida en su adolescencia. Y sus cabellos rojizos le aceleraban el corazón, haciéndole retroceder en el tiempo de cuando conoció a la persona que, en esos momentos, se sentaba a su lado.
La chica, en lugar de hacer una reverencia como era la costumbre, se puso firme y declaró:
- Soy Mara, la hija de la reina Brida. Y vine aquí para reclamar su protección y cuidado como toda madre debe ofrecer a sus hijos.
Esta vez, la boca de la reina Brida se abrió tan grande que parecía que su mandíbula se le caería al suelo. Varios nobles que supervisaban a las visitas comenzaron a murmurar entre sí. Y un par de soldados se acercaron a ella, diciendo:
- ¿Cómo te atreves? ¡Qué osadía!
- ¡Cálmense! – ordenó el rey Zuberi a los soldados.
Éstos se separaron. El rey miró a la chica y le dijo:
- Necesitamos que nos des una explicación, jovencita. ¿De dónde vienes? ¿Quién te dijo que eres la hija de la reina Brida? ¿Tienes alguna prueba que lo demuestre?
La chica sacó una extensa carta y la leyó, en voz alta:
- Estimada reina Brida del reino del Oeste: si estás leyendo esto, significa que ya he fallecido. Estuve cuidando de su hija, tal como usted me lo pidió. Pero la Diosa no fue benevolente conmigo y empeoró mi salud por extrañas circunstancias. Sé que la existencia de Mara significa para ti un incordio. Pero le juro que es una mujer muy lista y trabajadora, que será de gran ayuda para el fortalecimiento de nuestra nación. Por eso le dije la verdad y le entregué sus certificados, para que usted compruebe que en verdad es su hija. Y si eso no es suficiente, con mucho gusto ella se someterá a un examen de ADN para corroborar que comparten la misma sangre. Si no la acepta, al menos le suplico que, por la Diosa, le otorgue una vida digna y le garantice que pueda vivir en paz en tu reino. Firma, Zulema.
Los murmullos retornaron. El rey Zuberi sintió que sus puños se abrían y cerraban sin parar, mientras su mente permanecía en blanco. Había escuchado rumores de que Brida se embarazó del campesino Zaid en su adolescencia, pero nunca nadie supo lo que sucedió con el bebé. Muchos decían que la joven princesa la arrojó a un río, pero también había versiones de que la vendió a gente de otros reinos. Y unos pocos se aventuraban a decir que siempre estuvo dentro del palacio, pero que fue criada como sirvienta para ocultar su verdadera identidad.
La reina Brida, quien estuvo en trance por el impacto, de inmediato se levantó y dio un par de palmadas para llamar a silencio. Una vez que todos se tranquilizaron, extendió los brazos y, con unos ojos vidriosos, declaró:
- ¡Esta niña es mi hija! Y le daré alojamiento en mi palacio hasta que sea mayor de edad y pueda agenciarse sola.
Mara se sorprendió, ya que no esperaba que la reina la aceptase de inmediato. Pero un noble intrépido, que estaba por ahí cerca, señaló a la muchacha y exclamó:
- ¡Su majestad! ¡No debe precipitarse! ¿Cómo sabe que no se trata de una cazafortunas?
- Tiene el mismo color de cabellos que yo – respondió Brida – y su cara es igual a la de su padre, pero con pecas incluidas. No necesito un examen de ADN para corroborarlo. Por ahora, llévenla a un cuarto y me reuniré con ella para ponernos al día.
Giró su cabeza hacia el rey Zuberi y, con ojos suplicantes, le pidió:
- Por favor, acompáñala a su habitación. Yo me quedaré aquí un poco más, a atender a los visitantes que faltan.
El rey Zuberi se sintió incómodo y traicionado. Por cuatro años intentaron tener hijos y resulta que ella los tuvo con ese otro hombre. A pesar de ser un rey, le faltaban todas las cosas que el campesino tuvo y disfrutó en vida: el amor de Brida y el fruto de ese romance fugaz, capaz de traspasar las barreras de la muerte y calar hasta el alma.
Pero, entonces, recordó las advertencias de su padre sobre “controlar sus instintos”. Por muchos años se forjó cierta imagen y, si sucumbía a su lado irracional, podría convertirse en el hazmerreír no solo del reino entero, sino de todo el continente Tellus. Así es que respiró hondo y, con una voz resignada, respondió:
- Sus deseos son órdenes, majestad.