El equipo detrás de las grandes hazañas de Onixen estaba cargado de miles de compromisos, y sobre todo, de energía y herramientas para derrotar a sus enemigos.
En ese momento, Tobías, de quien ya se conoce el alias, se hallaba en su despacho analizando con detenimiento una de las cartas que había recibido previamente de parte de el chico al cual le había entregado mercancía. A veces, él tenía que hacer de mensajero, pero esos días estaban por llegar a su fin.
Según las autoridades de la compañía para la que trabajaba, pronto llegaría su turno de obtener otro ascenso, sobre todo porque su manera impecable de dar a conocer su arte era magnífica, tanto que se ganaba la atención de la mayoría de los espías y detectives de la zona donde hacía su jornada.
Por supuesto, esto era confidencial, pero de alguna manera todos terminaban por enterarse, siendo los rumores los encargados de difundir lo que era y lo que no.
A él, aquello le venía como anillo al dedo, esto debido a que lo promocionaba, y encima le hacía quedar como un héroe, aunque lo fuera de las personas con los ideales e instintos más bajos y rastreros, como le hubo dicho un reverendo al que confesó una vez el pecado de hurtar cuando tenía quince años. Para ese momento, ya nada más le importaba que su sola seguridad, no tenía nada que perder.
Cuando su madre desapareció, se dedicó a quedarse encerrado en su habitación sin querer salir, sin importarle cuánta presión le pusiera su padre durante la única semana que se quedó con él, supuestamente preocupado.
Solo asumió que no quería socializar, pero no era así, la verdad era que no quería ver la lástima en los rostros ajenos, no quería que nadie le dijera lo mucho que lo sentían acerca de su madre, porque no era cierto.
Casi ninguna de las frases que decía la gente las sentía en realidad.
Con ese amargo recuerdo en mente, analizó ambas tipografías escritas a mano, llegando a la conclusión de que no coincidían.
Lo sabía.
Ese chico pavoroso no podía ser el autor de aquellas cartas en donde narraba actos tan crudos y una realidad aplastante, simplemente no lo veía en sus ojos, un detalle importante.
La libreta que había tomado le decía cosas similares a las cartas que recibió últimamente, pero había algo distinto.
Pasó saliva, admirando también el tipo de papel con el que estaba elaborado el sobre que encontró dentro de la libreta, el sello que unía los pliegues, nada era igual, aunque sí muy parecido. Se trataba de un farsante.
Por suerte, le había hecho entrega de un producto prueba. Le había dado papel común en vez de LSD real.
Ni cuenta se había dado, no hizo el intento de revisar la mercancía, ni un solo gesto que le hiciera saber que se trataba del verdadero autor de las ideas macabras que le dejaban activo en las noches, pensando en si podían hacerse realidad.
Fue así como tomó el teléfono dispuesto en su escritorio, comunicándose con su jefe directo, informándole al respecto. Cuando este terminó de escuchar su versión de los hechos tras entregar el paquete, le pidió que volviera a quedar con este farsante y le siguiera de cerca hasta localizar donde residía y cuáles serían sus siguientes pasos. Eso no era para nada difícil, no para el espía de mayor valía en la agencia.
Aceptó hacer lo encargado, y tras un seco saludo de despedida, colgó la llamada.
Pasó a comunicarse con su pareja, su querida Margaret, quien a esas horas ya debía estar en su casa, bastante bien instalada o a punto de iniciar un nuevo turno, en cualquiera de las dos circunstancias, podría deducirlo.
Al haber tres tonos en la línea y ella no contestar, se extrañó un poco, ya que casi siempre hablaban a esas horas, pero lo dejó pasar, quizá estaba de turno en algún hospital.
Dejó tal cual el teléfono que tenía una cómica rueda para marcar número por número en su sitio, terminando así la comunicación. Volvió a su trabajo, también terminando algún que otro trabajo de la universidad, pues se había retrasado en la entrega de un proyecto importante y de una parte de la tesis también.
Pasó una mano por sus cabellos, sintiendo cómo estos se encontraban peinados en perfecta alineación debido a la crema de peinar que se colocaba todos los días, había una marca bastante famosa en esos tiempos que prometía durar todo el día, y así era.
Dejó sus gafas de lectura a un lado cuando terminó con las cartas y la libreta. A pesar de haber revisado sus páginas una a una, no pudo encontrar otra cosa que no fuera una dirección de habitación desconocida. Por supuesto, iría a investigar allí, pero no tenía mucha fe en encontrar algo de valía por esos rumbos.
En lo que respectaba a su madre, pudo enterarse de que habían nuevas pistas referentes a su caso. Las prendas que llevaba esa noche en sus orejas y cuello, incluyendo un broche para el cabello muy particular, Tobías supo que se trataba del mismo que ella cargaba encima porque él mismo lo rompió en una ocasión, pues este se cayó y tuvo que remendarlo con pegamento fuerte invisible. Por suerte, su madre no se dio cuenta de ello, y continuó usándolo sin saber el error en el objeto.
Por esa y muchas cosas más, amaba a su madre, siempre tan sencilla y despistada, llena de ilusiones y de sonrisas amables. Una pena que hayan arrancado su rastro de la vida de su propio hijo menor de edad.
Ahora, un Tobías de veintinueve años, de cabellos largos castaños y sonrisa de "yo no fui", solo trataba de reconstruir los hechos y circunstancias que hicieron posible la desaparición de su madre.
Cuando lograra llegar a las piezas faltantes, todo iría más que bien. Ahora, estas nuevas pistas le situaban en un lugar diferente al del suceso principal, de modo que generaba más dudas que respuestas. Tras más de quince años sin resolución, la investigación se tornaba casi sin salida, pero el chico de apellido Leighton no se rendiría tan fácil.
No se rendiría en absoluto sin saber otra cosa sobre su madre. Ahora, su jefe le había citado esa misma noche en su apartamento, diciéndole que tendrían una buena velada junto a su esposa, la cual cocinaba de manera extraordinaria, teniendo pendiente una conversación sobre lo posiblemente sucedido en el supuesto secuestro.
Ese hombre tenía unas ideas increíbles siempre, así que se levantó de su silla en cuanto pudo terminar varios trabajos en la máquina de escribir.
Tomó las hojas escritas con tinta en sus manos, agrupándolas por orden de entrega y receptor en distintas secciones de su biblioteca.
Apenas logró hacerlo, se encaminó fuera de su morada temporal, un pequeño anexo en una casa de tres plantas bastante bien acomodada, de la cual eran dueños dos médicos, un matrimonio bastante particular que pocas veces paraba en casa, dejándole el espacio, casi por completo a él y a dos personas más que pagaban habitaciones en ese lugar tan agradable.
La construcción valía mucho la pena, y la mañana era la mejor hora para mirar por los ventanales, los cuales eran elegantes y combinados con madera pulida.
Al bajar por completo, encendió su coche, un modelo del año en color rojo brillante, descapotable y de neumáticos bajos en color blanco, su apreciada joyita. En cuanto a velocidad, no siempre rendía, pero amaba cada detalle de fabricación, un orgasmo visual para cualquier amante de los autos.
Decidió con la palanca qué dirección tomar y a qué velocidad.
Recordó entonces que traía puesta la misma vestimenta que cuando fue a la universidad, de modo que tuvo que parar en una tienda de ropa para caballeros en medio del camino. No podía presentarse a esa cena con esa ropa, así parecía de bajos recursos, y el hogar de su jefe ers demasiado refinado, allí debía ser Onixen la mayor parte del tiempo.
Por supuesto, la mujer de su jefe no sabía que él era ese espía del que tanto se hablaba, pero siempre encontraban la manera de congeniar y pasarla bien.
Tras una hora, pudo llegar a su destino, la gran casa de Koran, como se hacía llamar el hombre que me propuso ese plan de descubrir al responsable de lo acontecido a su madre.
Tocó el timbre, el cual resonó por toda la casa con un pitido fuerte. Apenas la mujer abrió la puerta, le abrazó feliz, notándose más grande su panza de embarazo. Le devolvió el gesto con amabilidad, pues siempre le había tratado muy bien.
Saludó a Koran con un apretón de manos cual pareja de mejores amigos, pasando a chocar puños con el pequeño hijo de ocho años de este.
Le hicieron pasar de una vez a la mesa, colocando varias entradas y abrebocas para incitar el apetito en todos los presentes.
Todos estaban vestidos elegantemente, como si salieran de una revista, fue cuando supo que su elección de un traje común pero de buen parecer había sido la elección correcta para asistir a la cena.
Observó los detalles de la casa, esta tenía tonos cremas, marrones y grises por doquier, con algún que otro detalle en color plata, era muy elegante y estirado como el estilo de la familia en sí.
Entonces, tras servir el plato principal, les tocó orar y dar gracias por lo recibido aquel año al universo, así que llegó el momento del brindis.
—Por nosotros y por tu madre— fue lo que dijo Koran, haciendo que un nudo se instalara en la garganta de su contrario.
—Por todos nosotros— dijo como respuesta, teniendo aún la incomodidad dentro de sí.
Tras el brindis, ma mente de Tobías no podía parar de rememorar la última vez que vio a Noelia con vida, la última vez que la abrazó, el último celebrar de acción de gracias en el cual no estuvo presente su padre, la última carcajada cómplice entre ambos, tantas cosas que debieron extenderse por toda su vida hasta ese momento que le abrumaba siempre solo pensarlo así.
Solo esperaba el momento en el cual el hombre le dijera para conversar sobre ella, no paraba de desear volver a verla.
—La hemos encontrado, Tobías— fueron sus palabras, llenas de tranquilidad mientras fumaba un puro con esencia de chocolate, o eso prometía la cajetilla.
En ese momento, juró que le falló el pulso.