Capítulo 2

3640 Words
Cuatro horas más tarde, cuando el reloj de la catedral al oeste del parque marcó las dos en punto, cerró la laptop, arrojó los lentes sobre el escritorio y se preparó para su almuerzo. Dudaba de la higienización del mismo cada vez que reprendía a Alaya. Y aunque ella pensaba que Alaya se vengaría escupiendo su comida, la mujer no pensaba de esa manera. Alaya, como cada día, buscaba su almuerzo, preparaba su copa de vino y se dirigía a la oficina con una sonrisa que podía iluminar todo Boston si eso quisiera. Después que Alaya colocó el almuerzo sobre su escritorio, la despidió. Ella le deseó buena digestión y bajó con Karen, la secretaria personal de Alexander, a la cafetería más cercana del edificio. Mientras se comía la sopa de pepino, lloró a mares. Karen la consoló, pero nada era suficiente. Alaya solo quería que el día terminara para regresar a casa con sus cinco gatos y lamerse las heridas, mientras veía mentes criminales y pensaba en la mejor manera de deshacerse de su jefa, aunque internamente sabía que jamás podría desligarse de un trabajo tan importante como ese. Amber decidió terminar de archivar los documentos del caso principal que peleaba en ese instante. El próximo cliente llegaría en cualquier minuto con su misterioso abogado y debía estar impecable para recibirlos. Una hora más tarde, cuando todo lo necesario estuvo listo, decidió comer. Amber no solía comer en la mesa de la oficina ni con los socios en el comedor principal. Aunque la vista que ofrecían era espectacular con la vegetación, la luz natural y el aroma a naturaleza entrando por las ventanas, ella prefería una comida solitaria y vacía en la silla de su escritorio. Varios de los socios se quejaron de ello. Imaginaban que Amber se sentía demasiado importante como para comer con ellos. Alexander, como siempre, la defendió de los prejuicios que tenían sobre ella por el hecho de ser la única mujer entre los socios. Él sabía que parte de las críticas se debían a la misoginia que muchos negaban, pero era evidente cuando en las presentaciones se tocaba el tema de productividad e impulso del bufete. Algunos alegaban que Amber era el rostro bonito, pero la mano fuerte la tenían ellos por ser hombres. Por su parte Alexander, siendo padre de dos hermosas mujeres, abogaba por la fuerza y el ímpetu que tenían las mujeres. De igual forma, a Amber no le molestaba que la catalogaran como un rostro bonito o una persona reemplazable. Ella conocía su potencial y el poder de convencimiento que tenía con sus clientes. Mientras masticaba un trozo de pollo, Amber vio a un niño acercarse a su madre y pedirle una moneda. Luego de hurgar su bolso y sacar una, la colocó en la pequeña mano del niño. El niño se acercó a la fuente, sin caminar apresurado. No estaba indeciso o inquieto. La paz se reflejaba en los suaves rasgos de su rostro. Después de inclinarse sobre la fuente, arrojó la moneda en su bolsillo. Inmediatamente lo miró confundida. ¿Engañó a su madre para gastar la moneda en un dulce? La sorpresa que el niño le dio a Amber, fue que cerró sus ojos, volvió a meter la mano en el bolsillo, sacó la moneda, la besó y arrojó a la fuente. Fue un verdadero acto de Fe. Eso le sacó una sonrisa de dos segundos. Insertaba el tenedor en la lechuga cuando Alaya tocó su puerta. Cerró los ojos y le permitió la entrada. Seguía usando la ropa horrible y era entendible, no podía cambiarse. —Señorita Reynolds —articuló al permitirles el acceso a los siguientes clientes—. Estos son el señor Daniel’s y su abogado, el señor Ferrer. Amber despidió a Alaya, pero se quedó de espaldas. —Pueden sentarse, caballeros —indiqué. Cristopher miró a la mujer de espaldas a él, con la melena castaña cayendo a los lados de la silla. Ferrer sabía la clase de mujer que era Amber Reynolds: déspota, arbitraria, posesiva y que jugaba tan sucio como un niño en el barro. Sin embargo, ese no era un caso ordinario. No estaban allí para besarle los pies, ni nada de lo que ella acostumbraba. Su oficina podía ser tan imponente como quisiera, podía arrebatársela a Alexander, pero jamás tendría la sumisión de Cristopher. Para él, ella era una abogada más, quizá con un poco más de garras y desafío, pero la misma mujer arrogante que veía a diario en la televisión, ordenándole a la periodista lo que debía preguntar. Ferrer la conocía bien, la estudió, además de ello contaba con una osaría que Amber desconocía y que la sacaría de su zona de confort. —Me gustaría tener una verdadera conversación, abogada. De inmediato Reynolds enmudeció, pensando que Ferrer era un abogado osado. ¿Qué se creía para responder de esa manera? Amber no toleraba demasiadas cosas, entre ellas, permitir que los clientes tuvieran las cadenas. Tranquilamente bajó un pie para darle vuelta a la silla, no sin antes dejar la comida a un lado. Lo que no esperaba era encontrar un perfecto rostro furioso. La forma en la que apretaba la mandíbula, la frialdad en su mirada, las arrugas en su frente y la nuez moviéndose en su garganta, no solo la enfrentaron con uno de los buitres del bufete de la competencia, sino con el peor de todos, el más despiadado: Christopher jodido Ferrer. Sus cejas casi unidas, una mano en el maletín de cuero importado y la otra en su bolsillo, la dura mirada y la forma en la que apretaba sus manos, le demostraron a Amber que ella no era tan fuerte como imaginaba. Conocía a Christopher por el aterrador historial que tenía. No solo jugaba peor que ella, sino que se sentía más orgulloso que Abraham Lincoln por destruir la esclavitud. Era un buitre de ojos azules, con la altura de un gigante y la masa de músculos más grande que alguna vez vio en la vida. Un golpe de ese hombre, y regresaría a la escuela de leyes en un chasquido. Amber sintió la ira emerger de Christopher como el vapor de la ebullición. Sentía su mirada penetrante, similar a las miradas acosadoras, solo que esa no estaba reverberada en lujuria ni con intenciones de asesinarla, sino de fortaleza, fuerza, determinación. Por primera vez en muchos años, Amber no sentía esa opresión en el pecho; aquella que le indicaba que algo terrible sucedería con esas personas. Christopher Ferrer era mil veces peor que Amber. Tenía porte despiadado, agresivo, d*******e, todo un amo en su bufete, como si fuera Zeus en el Olimpo. Después de observarlos, Amber decidió esparcir su veneno. —¿Qué es tan importante que debo mirarlo, señor Ferrer? —El caso es importante, no a quien mire. Su voz era profunda. —Ya veo —afirmó con un movimiento de cabeza—. No he revisado el caso, así que no creo necesario postergarlo más tiempo. Amber reclinó la espalda en la silla. —Y para que quede claro —lo miró de arriba abajo, deteniéndose en sus ojos—, tampoco me interesa mirar nada más. Ferrer guardó su carcajada por temor a las represalias de su jefe. Lo que Reynolds pensara de él era poco importante, pero después de su último caso estaba bajo la lupa de sus socios, sin mencionar que algo le decía que su relación con Christina fue descubierta. Ferrer no tenía un demonio susurrándole en el oído, sin embargo podía sentir cuando algo malo sucedía en su vida, a su alrededor o con relación a alguno de sus clientes. Así que para quedar bien con sus socios, se tragó la carcajada. —No estoy aquí para que usted me mire —replicó casi de inmediato—. Estoy aquí porque mi cliente quiere asesoría adicional a la que el bufete le presta. Y según rumores callejeros que muchas personas le hacen, usted es una de las mejores abogadas penalistas del estado. —No son rumores, como tampoco soy de las mejores como dice. —El pecho de Amber se abombó como globo de helio—. Soy la mejor. Christopher la miró a los ojos. —Veremos. Una sonrisa se asomó en los labios de Christopher. A Ferrer le gustaba retar a las personas, así como a Amber le encantaba ser retada. Amber recordó la primera vez que lo vio en las noticias. Así como ella encabezaba muchas de las mejores noticias del estelar, Christopher Ferrer tenía más de un encabezado de periódico con su nombre en mayúscula. Después de ganar la disputa legal de un cantante contra una disquera famosa, su nombre estuvo hasta en los crucigramas. A medida que los años pasaron, ambos obtuvieron una reputación que se esforzaban en mantener. Después de ver como Ferrer la retaba, Amber decidió cambiar las reglas del juego. Si a Christopher le gustaba jugar sucio, ella le enseñaría. —Antes de continuar, contésteme algo. —Amber se dirigió al señor Daniel’s—. ¿Por qué Christopher Ferrer, el famosísimo abogado de Boston, tiene un cliente indeciso sobre sus métodos de resolución? Como excelente abogado, Ferrer intervino por su cliente. —Quiere una segunda opinión. —¿Con la suya no basta, señor Ferrer? —Inyectó más veneno—. ¿Ha perdido valor? Quizá por eso recurre a mí, para devolverle la osadía. Christopher sintió su sangre hervir, mientras Amber buscaba la manera de molestarlo al punto de despacharlo de su oficina. Ferrer soportó las palabras mordaces de la abogada por respeto a su cliente. Intentó morderse la lengua para sonreírle como ella tanto detestaba. —No la necesito. —Maravilloso. —Amber olvidó que estaba con un cliente, no solo con el abogado Ferrer—. Si me disculpa, tengo asuntos importantes que resolver. Amber arrastró su silla contra el filo del escritorio. Después de revisar cada detalle de sus últimos casos, no le prestó atención al documento que Alaya colocó sobre su escritorio sobre el caso de Daniel's. Al mirar el documento y verificar el nombre del defendido, supo que ante ella no solo estaba el grandioso Christopher Ferrer, sino que su cliente era John Daniel’s, el padre de Dawson. Amber quedó petrificada al sentir los recuerdos emerger de la parte más recóndita de su mente. Dawson era el niño de su primer caso, el que la impulsó a ser aguerrida y no permitirle a los demás ganar sus casos. Inmediatamente elevó la mirada y se levantó de la silla. No tenía palabras para expresar lo que sentía por la decisión del juez, cuando Brandon Scott debió ser llevado a la silla. —¿Es usted su padre? —Amber sintió que esa no era su voz. —Así es. —El hombre dio un paso—. Por favor ayúdeme. Se lo imploro. John conocía a la abogada, sabía lo despiadada que podía llegar a ser, sin embargo su esposa lo motivó a confiar y creer en la bandera de justicia que ostentaban los abogados. Después de hablarlo con Stacy, ambos decidieron darle una oportunidad a Amber, cuando años atrás hizo lo posible para ganar el caso. Ambos sabían que en ese entonces era una abogada novata, no contaba con suficiente poder ni tenía la destreza que la enorgulleció años después. Querían creer que la mala fama que la prensa le daba, era por envidia, no porque realmente fuese así. Por esa razón, John Daniel’s se entristeció al ver el comportamiento tan diferente de aquella mujer; ella ni siquiera lo reconoció. Pasaron más de diez años, era entendible, no obstante, tampoco era la manera correcta de comportarse. Todos los recuerdos volvieron a la cabeza de Amber como una inmensa ola voraz. No sentía sus manos y sus labios temblaban levemente. Ella se esforzó demasiado durante muchísimos años para no volver a sentirse de esa manera. Creyó que el caso de Dawson seguiría enterrado hasta que ella también lo estuviera. Después de terminarlo, jamás le hizo seguimiento, ni preguntó por Dawson, por ello le inquietaba la visita de su padre. —¿Qué sucedió con Dawson? —Murió hace una semana —respondió Christopher—. Sufrió una fuerte neumonía. Estuvo un mes recluido en la UCI. Ese fue un golpe aún más fuerte para Amber. Su rostro se dobló, pero no permitió que el dolor se reflejara en sus expresiones. No podía derrumbarse. Por años se forzó a pulirse para evitar que las malas noticias la trastornaran. Amber se repitió su fortaleza. Las personas allí no importaban, la única que importaba era ella y la inestabilidad que le producía saber de Dawson diez años después. No podía derrumbarse. Debía ser fuerte por ella misma, por lo que pensó en su momento sería imposible de sobrellevar. Con fuerza, Amber enterró el sentimiento que le producía la muerte del muchacho y dejó que la nueva abogada, implacable y despiadada, saliera a flote. —Lamento mucho su pérdida, señor Daniel’s. —Yo también —farfulló con lágrimas en sus ojos. John no podía mantener las lágrimas encerradas. El dolor de ver a su hijo consumirse como una vela, era gigantesco. Su esposa lo apoyó todos esos años. Siempre estuvieron juntos en cada examen, cada resonancia, cambio de medicamentos, intervenciones quirúrgicas, consultas médicas y salidas de urgencia al hospital por una gripe que no pudieron controlar. Amber no podía mirarlo a los ojos. Sabía que si lo hacía, rompería en llanto junto a él, cuando el dolor que guardó brotara. Amber juró jamás volver a llorar, ni siquiera por la muerte de un ser querido. Su corazón se bloqueó, sus principios se desplomaron, la empatía voló alto y la compresión quedó atada en la cinta roja que colgaba de la cabecera de su cama en Inglaterra. Si le permitía a sus sentimientos emerger, no podría detenerlos durante más tiempo, y no sería la mujer ruda que la enorgullecía. Para no ahogarse con el malestar que punzaba en salir, intentó enfocar la conversación al rumbo que ella quería tomar. —¿A qué debo su visita? —inquirió Amber con palabras frívolas—. Dudo que sea para contarme que su hijo murió. —Yo… —John no encontraba las palabras. —Queremos reabrir el caso —finiquitó Ferrer. Lo que proponían no solo era descabellado, sino imposible. —El caso está cerrado. Christopher sintió que tenía una posibilidad con la fiera. En los minutos que llevaban en su oficina, ella no bajó la guardia como en ese instante. El que se tomara la molestia de escuchar lo que su defendido quería, era suficiente para incentivarla a acompañarlos. Christopher sabía que Amber no era una mujer que jugara limpio, que siguiera la ley ni la burocracia. Amber moldeaba las leyes a su conveniencia, doblaba a los jueces, se ganaba a la audiencia. Por más experimentado que estuviese Christopher, la presencia femenina en un caso como ese era fundamental para que el juzgado tomara en cuenta la muerte del niño. Una disputa legal de esa magnitud no solo era revolucionaría, sino que implicaba poseer las cartas ganadoras, sin mencionar que era mejor tener a una de las mejores abogadas penalistas a su favor que en su contra. —Ya hablamos con la jueza en los tribunales —continuó Ferrer al ver que su cliente no hablaría—. No estuve en el caso diez año atrás, pero tras revisar todos los documentos, las evidencias y las grabaciones, concluí que fue una injusticia dejar en libertad al culpable, que no solo era evidente su culpabilidad, sino que se hallaron rastros de alcohol y estupefacientes en su sangre, datos que no fueron revelados en las audiencias. Eso terminó de molestar a Amber. Ella se preguntó cómo era posible que ocultaran evidencia fundamental para encarcelarlo por el resto de la vida. Eso podía significar una sola cosa: compraron al juez, los testigos, borraron la evidencia y se ganaron a la audiencia en secreto. El rencor que Amber sepultó en su jardín trasero, regresó con más fuerza que el original. Era como una película de venganza, cuando el protagonista descubre que jugaron con él desde el principio. En ese momento era cuando se colocaba su chaqueta, subía a su motocicleta y embestía a los culpables con toda su furia, una AK-47 y la fuerza de los dioses nórdicos. Amber se irguió en su silla, con la mirada en Christopher. —¿Cómo conseguiste esa información? —Tengo contactos. Los contactos de Christopher no eran más que asistentes resentidos con los jueces o los abogados que no los tomaban en cuenta. No había un trasfondo emblemático, tampoco una situación mediática donde entregabas algo para obtener otro. Ferrer era el tipo de hombre que no se detenía cuando le decían no; él era persuasivo, al punto de dormir con una mujer para obtener información. Sus escrúpulos estaban por el suelo, junto con la ropa interior de las damas que encontraba en los restaurantes o los clubes nocturnos. Lo heterogéneo de su rostro le permitía conquistar mujeres con demasiada facilidad, que incluso llegó a alarmarse por el auge de mujeres en su pent-house durante las últimas semanas, sin mencionar a Christina y la preocupación por la infidelidad que le ocultaba a su socio. —No tenemos idea donde se encuentra refugiado el culpable, o si continúa con vida —replicó Amber. —Encontramos a Brandon Scott —reveló Christopher, y el corazón de Amber se detuvo por esa milésima—. Tiene una orden expedida por el juez que se encargará del caso, para presentarse dentro de una semana en el juzgado de la ciudad. Tendrá que volver a declarar. La emoción que embargó a Amber no fue tanta como la que sintió cuando ganó el caso del presidente. Sin embargo, saber que Brandon Scott podría pagar el daño que le provocó a Dawson, era suficiente para ella. La parte que no le parecía era enfrentarse de nuevo con algo que dejó en su pasado. Revolver el pasado no siempre resultaba de la manera que pensaban, así que decidir retroceder diez años, para ella era demasiado difícil. Fue una etapa quemada, donde las cenizas fueron arrojadas al mar. —En ese entonces la jueza del caso no dio el veredicto adecuado —continuó Christopher—. Nosotros haremos justicia, pero necesitamos a la persona que llevó el caso la primera vez. Usted conoce mejor que todos nosotros las pautas de la demanda. La necesitamos, abogada Reynolds. La necesitamos. Hacía años que Amber no escuchaba esa palabra en boca de alguien con sentimientos. La sensación que experimentó sobrepasó lo que su mente repitió mil veces, pero no fue suficiente para dejar de lado sus principios. Dejar atrás el pasado era de los pocos lemas que tenía, y siendo el más importante, lo protegería con su alma. Sabía que a ellos no les gustaría su decisión, pero antes de pensar en los demás, Amber siempre se anteponía. Siempre decía que, cuando su corazón estuviese roto, nadie dejaría de lado el suyo para repararlo. Y si ella no se preocupaba por su estabilidad económica y emocional, ¿quién lo haría? —Ese es un caso cerrado para mí —concluyó sin titubeo en su voz—. Además, dudo que usted tenga para pagar dos abogados. —¿Es todo lo que dirá? —inquirió Christopher —Protejo mis intereses, abogado Ferrer. —Se reclinó en la silla, con la frívola mirada del principio—. Mis horas cuestan. No dejaré de atender un cliente que pague por alguien cuyo caso no me importa. El señor Daniel’s intervino. —Pensé que no me cobraría. El señor Ferrer solo quiere justicia. Amber se preguntó de inmediato por qué quería justicia, cuando él no llevó el caso, ni defendió al culpable. Tampoco le preguntaría, no era esa clase de mujer, así que en lugar de ser caritativa, respondió de forma mordaz, como una serpiente arrojando veneno. —Entonces el señor Ferrer debe ir al supermercado y pagar con justicia. —Amber se mordió la lengua para no vociferar las peores cosas que imaginó—. No soy una abogada de caridad. Es mi última palabra. —¿Es su última palabra? —preguntó John con ojos desilusionados. No, no lo hagas. No le digas eso, susurró su corazón. —Así es —promulgó con el corazón golpeteando sus oídos—. Por favor desalojen mi oficina. Tengo una cita importante en diez minutos. Amber vio a John suplicarle que lo ayudara. El hombre pensó en arrodillarse, pero su esposa sabía que Amber no era la misma mujer que los defendió años atrás, por ende le imploró no rebajarse si se negaba. Los ojos de John se llenaron de lágrimas, que prontamente descendieron por su garganta. El hombre se tragó su dolor, junto a la desilusión. Christopher la miró con ojos acusadores. No diría que se sentía decepcionado de Amber. Conocía su fama de déspota y arbitraria, así que no le extrañaba que se negara a ayudarlos, y menos si no existía una retribución monetaria. Con la mirada llena de odio, dolor y decepción, ambos partieron a la puerta, no sin antes mirar atrás y golpear a Amber con una oración que la destruyó por completo. —Fue un error pensar que nos ayudarías —comenzó la ruina de Christopher—. Por un segundo creí que lo que decían de ti era mentira, pero me equivoqué. Las personas no cambian, se les endurece el corazón. Cerró la puerta con fuerza, moviendo los cuadros en la pared. A Amber jamás le habían disparado, pero las palabras de Christopher se sintieron peor que un disparo al corazón. Y lo peor no fue eso, sino lo que sucedería cuando la sangre llegara a su boca y el ahogo le impidiera respirar.
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