Amber pensó en las palabras que le diría a Christopher cuando lo llamase. La molestia continuaba quemando sus manos cuando sujetó el teléfono. Se sentía peor que cuando expusieron su fracaso en televisión. Sabía que no tenía que importarle lo que el abogado pensara, pero pensó que era imposible mantener una buena relación con Alexander si continuaba comportándose como una adolescente. Por más que deseaba que un autobús atropellara a Ferrer, no podía conducir ese autobús. Amber pensó en las posibilidades de salir invicta, y su cuenta arrojó un miserable dos porciento de éxito, eso si pasaba el filtro de la llamaba.
Al sujetar el teléfono, la secretaria de Ferrer atendió la llamada.
—Oficina del abogado Ferrer. ¿En qué puedo ayudarle?
—Habla la abogada Amber Reynolds —habló al otro lado—. Comuníqueme de inmediato con Christopher Ferrer.
La mujer masticaba un rollo de canela.
—¿Por favor?
—¿Disculpe? —replicó Amber.
La secretaria detestaba a las personas que llamaban exigiendo hablar con su jefe. Eran soberbias, déspotas y dominantes. Algunas incluso ni siquiera saludaban. Ella intentaba ser lo más cortés posible, pero las personas no la ayudaban. La mujer al otro lado le exigía comunicarla y ni siquiera pedía por favor. No era ser insolente, era educación.
—Que si quiere, por favor, que la comunique —repitió la secretaria.
Amber apretó la madera de su escritorio. No sólo tendría que lidiar con el idiota de Ferrer, sino que su asistente era tan inútil como Alaya. Giró a la plaza, donde las personas la tranquilizaban. Quería perderse tres segundos en el horizonte que brillaba en la distancia, pero no podía hacerlo.
—Comuníqueme —culminó.
La secretaria movió los ojos.
—Espere, por favor.
Desde que Amber era socia y jefa dentro del bufete, las secretarias ejecutivas se volvieron estúpidas. No conocían su lugar dentro de la jerarquía empresarial. No eran más que personas que buscaban para trabajos sencillos. Atender un teléfono, llevar café, recibir los clientes con hospitalidad y sonreír, no eran trabajos difíciles. Amber los trataba como la abeja reina. Para ella eran simples animales trabajadores, que ni siquiera cumplían con tareas sencillas como atarse los zapatos. Miró a Alaya a través del cristal y pensó en lo tonta que era. No podía hacer dos cosas a la vez. No tenía la capacidad de llevar su café y mantenerlo caliente diez minutos. Nunca atendía el teléfono a tiempo ni obedecía sus reglas. Amber debía deshacerse de ella. La única solución era rescindir de Alaya.
Alaya hacía todo a su alcance para mantener feliz a su jefa, sin embargo Amber era demasiado exigente. Nunca le agradaba lo que ella le entregaba en el almuerzo, la manera de ordenar sus citas y reuniones, la ropa que usaba ni los lentes que subía tres veces por minuto por el puente de su nariz. Alaya era la única persona que sustentaba a su familia. Cuando se cansara de perdonarle sus errores, la enviaría de regreso a Nevada con su familia. Alaya se marchó de casa para labrarse un mejor futuro, pero con tantos problemas económicos, su familia no lograba salir adelante.
Alaya se encargaba de mantenerse a flote, de sustentar a sus dos hermanas y su madre en Nevada, de pagar una deuda de juego de su padre en Las Vegas y pagar la universidad de su hermano mayor en California. Era la única de la familia que se sacrificaba por todos, soportando los desplantes y humillaciones de Amber. Aunque quisiera renunciar, no podía hacerlo. El p**o en el bufete era asombroso, trabajaba bajo un horario decente y no debía preocuparse por un seguro médico, sin embargo el trato la hacía llorar amargamente cada noche. ¿Quién mantendría a su familia si renunciaba? Si ella lo abandonaba todo para mantener su orgullo alzado, moriría en las calles como el animal que Amber pensaba que era.
Amber mantuvo la mirada en la calle, cuando la voz grave de Christopher llenó la bocina. Si había algo por lo cual Amber bajaría la guardia, sería por una voz imponente como la de Ferrer. Tenía el tono ideal de voz, no tan gruesa, no tan fina, perfecta para un abogado como él. Amber jamás se detuvo a observarlo ni notó la agudeza de su voz. Las imágenes del abogado llegaron a su mente. Era alto, rubio de ojos azules. Tenía una barba pequeña, las manos grandes y la musculatura más exagerada que pudo observar en un abogado. No alcanzaba el de un boxeador, pero el saco marcaba sus bíceps. Era apuesto, pero malditamente parecido a ella.
—Buenos días —saludó al otro lado.
—Buenos días, abogado Ferrer. —Detestaba hablar con él, pero debía ser cordial—. Supongo que sabe quién soy.
—No —mintió con una sonrisa.
Por supuesto que sabía quién era la persona al otro lado de la línea. Su asistente podía ser tonta en algunas ocasiones, pero transmitía bien sus mensajes. Cuando le anunció que la bestia llamaba, Christopher sintió que se abría una r*****a por la cual entraría. No cantaba victoria, no bailaba en un pie, sin embargo, que ella tomase la iniciativa de comunicarse con él, era un buen avance considerando como terminó la última reunión.
—Amber Reynolds —habló ella—. ¿Podemos hablar?
Amber atacaría la yugular. No se iría por las ramas, no fingiría empatía ni dejaría que Ferrer la considerara frágil. Hablaría con él para convencer a Alexander de que ella no era una bestia. No le importaba lo que sucedería después de llamarlo. Lo único que deseaba era que Ferrer le diera la excusa perfecta para no volver a hablar. Él era como ella, igual de arrogante, así que no accedería a una reunión donde los puntos no estuvieran claros. Ferrer no aceptaría una reunión en sus tierras, así que debía darle un empuje a un lugar neutral donde ninguno tuviese ventaja.
—No tengo nada que hablar con usted —respondió Ferrer.
Así como ella era una bestia indomable, él tenía un carácter de los mil demonios y no le haría sencilla la disculpa.
—Es urgente —demandó Amber.
Cristopher dejó el bolígrafo sobre el documento que firmaba y movió la mano para que su asistente lo entregara. Christopher movió su silla hacia la ventana. Tenía la ciudad bajo sus pies. El movimiento de los vehículos, las personas caminando por las aceras, las compras en los carros de mercado, los estudiantes con los libros en las manos, las personas saliendo a correr por sus perros, la paquetería llegando a la tienda de envíos y mil cosas más pasaban a través de su ventana, de la misma manera que la apuesta volvía a él. Si quería ganar, debía bajar la guardia lentamente.
—Solo necesito diez minutos —pronunció ella.
—Mi tiempo cuesta, abogada. No somos un bufete de caridad.
Amber sintió que jugaba su misma carta de una forma sutil. Antes de marcharse de la oficina de Alexander, le dijo que no le importaba si debía suplicar, mientras arreglara lo dañado. Pensar en pedirle un favor o implorarle unos minutos de tiempo le revolvía el estómago. Debió pedirle a Alaya que pidiera una cita, sin embargo, por lo poco que sabía, si no lo llamaba personalmente no accedería. Amber continuaba reiterando que ambos eran iguales, y si pensaba como ella, no accedería a darle una cita a su asistente, querría que se doblegara a sus pies como un perro.
—Por favor —imploró.
Amber sintió que las palabras la ahogaban. No estaba acostumbrada a la condescendencia, humildad ni educación. Por momentos recordaba quien fue años atrás, cuando el dinero, la fama y el poder no estragaron su personalidad. La chica que se marchó de Inglaterra no era la que peinaba su cabello cada mañana y no pensaba en el daño que causó. No era la sombra de la persona que dejó atrás. Por una parte era genial, no tenía que preocuparse por lo que no merecía su atención, pero la fina línea divisora era tan delgada que no supo en qué momento la cruzó.
—Es urgente —continuó—. Admito que cometí un error.
Christopher no esperaba que Amber admitiera sus errores. La tenía elevada en el pedestal de las personas que jamás se disculpaban. Ferrer jamás imaginó que fue la primera persona con la que Amber se disculpó en años. Ni siquiera con Alexander bajaba la guardia ni inclinaba la cabeza. Amber esperaba que a Ferrer no se le subiera a la cabeza, o de nuevo tendrían problemas que resolver.
—Solo quiero hablar —continuó ella.
Ella escuchaba su respiración al otro lado. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Podía contarlas como los segundos que transcurrieron hasta que él habló. Tardó una eternidad y no fue la respuesta que ella esperaba. Quería que fuese una negativa. Sólo así se libraría de él. Le diría a Alexander que intentó hablar con él, pero Ferrer no accedió. Tenía las palabras memorizadas, sin embargo Ferrer giró la carta de la suerte a su favor.
—¿Dónde nos reuniremos? —le preguntó.
Amber sonrió. Perdió la primera apuesta, pero ganaría la segunda. Si lograba que el imponente abogado Ferrer colocara su corazón ante ella, Amber no solo sería la mejor abogada del país, sino que domaría al soltero más codiciado según la revista Saturn. No le parecía el hombre más apuesto del planeta, pero haría su mayor esfuerzo para dejarle estipulado que era ella quien llevaba las riendas. Primero fue un lugar, después sería su vida.
—El restaurante de la novena en media hora.
—Perfecto —afirmó Ferrer.
Ambos personajes colgaron la llamada. Christopher con la esperanza de ganarse tres millones de dólares y Amber segura de sus atributos y su capacidad para doblar hasta el metal más fuerte. Ambas personas eran igual de ambiciosas, aunque la balanza se inclinaba un poco hacia Amber. Lo que ninguno sabía, era que el destino tenía un plan más grande con ellos, que no solo involucraba su corazón, sino el destino de su vida. No sería un encuentro amigable, ni una amistad perdurable. Ninguno llevaba la ventaja en el tablero de posiciones, porque por más que se odiasen, algo aún más fuerte nacería en una reunión de negocios y un caso perdido.
Ambos cancelaron sus citas para prepararse para el encuentro. No era una cita ordinaria. Era el inicio de una posible relación de negocios, donde la sed de justicia los llevaría a defender a un inocente en el juzgado. Ninguno sabía cuánto tardaría la reunión, así que cancelaron las citas del día. Si congeniaban con el caso de Dawson, tendría que estipular la división de trabajo. Uno tendría que localizar al juez y mostrarle la nueva evidencia, mientras el otro debía reunirse con los padres y el abogado del demandado. Amber no estaba lista para verlo de nuevo, así que le cedería el placer a Ferrer. Christopher Ferrer sabría lidiar con un criminal.
Amber retocó su maquillaje, roció perfume en sus muñecas y sujetó su Prada. Con los lentes ocultando sus preciosos ojos verdes, condujo hasta la novena. Era el restaurante predilecto de Alexander para almorzar con los socios una vez al mes. Siempre decía que la casa invitaba, que podían comer y beber lo que quisieran, cuando cancelaba la cuenta con el dinero que les quitaba a los accionistas. Sólo Amber conocía su sucio secreto, aunque dudaba que los demás no notaran lo tacaño que era Alexander con ellos, como para tener el gesto magnánimo de gastar quinientos mil en comida.
Como eran clientes habituales, no tardaron en encontrar una mesa para Amber. Le gustaban las centradas, justo debajo de un hermoso candelabro antiguo. El restaurante era demasiado costoso para cualquier persona, por eso el poco auge de comensales. Le sirvieron una copa de vino tinto y le entregaron la carta para elegir lo que le complaciera mientras llegaba su acompañante. Las personas cuchichearon entre ellas por verla llegar sola, cuando siempre apostaron que moriría sola por su impudicia con el servicio. Se llevaron la más repugnante sorpresa cuando Ferrer llegó y pidió la mesa donde se encontraba la abogada Reynolds.
Las mujeres que trabajando como camareras se maravillaron con el físico del abogado, más que nada porque estaba ausente de corbata y llevaba el saco abierto. Christopher no quería vestir formal en una reunión informal. Además quería que Amber viera que era tan desordenado como cualquier otra persona. Y justo eso fue lo que pensó; que iba demasiado informal para verla. Jamás tenía citas, y la primera no quiso vestir de acuerdo a la ocasión. Esperaba que al menos llevase una corbata a juego con su traje, no la ausencia de ella. ¿Por qué lo hacía? Amber lo descubriría bastante rápido, aunque Christopher lo negaría hasta la muerte.
Amber bajó el menú justo cuando la enorme sombra de Christopher se acercaba a su mesa. Christopher no necesitó escanear el lugar para encontrarla. Era la única persona en las mesas. Ferrer irguió su espalda, insertó una mano en su bolsillo y se acercó a la mesa. Ambos abogados, igual de implacables y ansiosos por ver al otro derrotado, se miraron a los ojos. Era una mirada desafiante, ardiente, casi rozando lo ansioso. Amber rompió el contacto visual para revisar su reloj. Llegó dos minutos después que ella. No era impuntual; llegó cuatro minutos antes.
Christopher meditó si debía llegar tarde a su primera cita oficial con la abogada. Por ser un hombre importante, con diversas obligaciones, debía cumplir con una ajustada agenda para que sus clientes no lo quemaran vivo. Amber podía entender su ausencia de puntualidad, sin embargo, si sus intenciones eran ganarse a la mujer, debía ser más que puntual.
Al posicionarse justo al otro lado de la mesa, Amber percibió el fuerte aroma de su perfume. Era el mismo que impregnó su oficina la tarde que fueron a verla. Era la esencia con la que distinguiría a Ferrer de entre los demás. Era el aroma característico de un hombre que quería hacerse notar. El perfume era tan fuerte como su personalidad, y la tentaba de la misma manera que sus ojos azules le escudriñaban la ausencia de joyería.
—Disculpa la tardanza —pronunció al arrastrar la silla.
Amber notó que no le ocurría a menudo. Christopher dejó el maletín junto a sus pies y la miró. Esa vez realmente la miró. Ella llevaba su cabello castaño sujeto en una pequeña trenza por ambos extremos de su rostro, dejando que la cascada reposara en su espalda. Tenía los ojos de un verde boscoso, como las montañas que veía a través de las ventanas de su apartamento en Noruega. Sus manos eran pequeñas y delgadas, con asimetría en sus uñas. Su nariz no era perfilada, pero después de la cirugía programada que Amber se haría en un par de semanas, quedaría perfecta.
A Christopher le sería complicado mantenerlo todo en una balanza. Amber tenía la capacidad de tentarlo, era jodidamente su tipo de mujer, así que necesitaba pensar sus jugadas antes de sujetar la pelota. Y de igual forma ella, cuando lo vio llegar con un traje azul cielo. Le sentaba de maravilla, ajustado donde debía, manteniendo el porte de abogado importante que veía en la televisión. Para ella no sería tan complicado mantener la pelota en su lado de la cancha, sin embargo las maneras de comportarse del abogado eran confusas para ella. No le molestaba disculparse por llegar cuatro minutos antes, lo que también le resultaba inquietante. La conocía, o eso la hacía ver. Pocas personas llegaban antes, lo que confirmaba su suposición de que él era parecido a ella.
—Descuida. —Amber colocó el menú sobre la mesa, justo al lado de su copa de vino—. Llegué antes.
Cuando Christopher se sentó y colocó las manos sobre la mesa, el juego inició. Quien sujetara la pelota primero, tendría ventaja.
—Supondrás por qué quería reunirme contigo.
Christopher asintió con la cabeza.
—Comenzaré disculpándome por mi comportamiento. —No era sencillo disculparse, no obstante, haría lo posible—. No debí comportarme como lo hice. Es el caso que me altera los nervios.
Christopher desconocía si sus palabras eran ciertas. Fue poco lo que habló con su cliente sobre las maneras de trabajar de la abogada. No sabía qué clase de mujer era, ni de lo que sería capaz. Él quería creer que debajo de toda la fachada de mujer maquiavélica, se escondía una persona que haría lo necesario para acabar con el sufrimiento de su cliente. Era lo menos que podía hacer. De igual forma demostró perplejidad cuando ella mostró una leve parte de lo que el caso le provocaba. Christopher no abrió demasiado los ojos, despegó los labios o enarcó una ceja. Su silencio bastó.
A Amber no le incomodó. Aunque le molestaba mostrar sus sentimientos, Alexander la conocía y sabía que debajo de la máscara se escondía una mujer vulnerable. Con Alexander lo fue. Con él lloró por Dawson. Él mejor que nadie conocía su rostro lleno de lágrimas, la incapacidad de pronunciar palabras y la vasta extensión de actitudes que no eran más que defensas. Que Ferrer conociera un poco más, no la hacía vulnerable, la humanizaba.
—Creí que dirías algo.
—No interrumpo a mis colegas fuera de los tribunales.
Le gustó eso. Le gustó que la dejara hablar. Christopher no le cedía una tutela ni la dejaba ganar. Se comportaba como un caballero. Christopher ordenó un whisky mientras elegían la comida, por lo que lo sujetó mientras ella comenzaba a contarle lo que Alexander le comentó. Amber no le diría que la reprendió en su oficina ni que la amenazó con quitarle el trabajo si no atendía el cliente del hombre ante ella. Amber se limitó a narrar lo importante, sin darle cabida a las dudas que Christopher tuviera.
—¿Entonces estás aquí porque Alexander te lo pidió?
—Exacto. —Amber miró el trago de Christopher moverse bajo sus dedos—. No estoy aquí por gusto.
Una pequeña mueca de satisfacción llenó los labios de Ferrer. No le alegraba saber que lo detestaba, sin embargo podía usarlo. Existía una fina pared entre el odio y el amor. Era tan frágil, que cualquier persona podía traspasarla. El verdadero problema estaba del otro lado, cuando ambos conocían realmente quien era el otro; cuando la aceptación salía por la ventana y la angustia se sentaba en la mesa de la cocina. Christopher no quería enamorarla. Sólo necesitaba seducirla lo suficiente para mantenerse del otro lado. Si ella no lo lanzaba contra la pared, tendría esperanzas.
—Estoy aquí porque usted me lo pidió, abogada Reynolds. —Llevó el trago a sus labios—. A mí no me obligaron.
Ingirió una pequeña dosis de whisky. Amber también bebió su vino. Era un juego de poder y cada uno quería ostentar el galardón.
—Es evidente que no quiere hacer esto. —Amber se mantuvo estática—. Dígale a Alexander que no la necesitamos. Todos pueden ser reemplazados, incluso la única mujer que peleó contra Brandon.
Amber sabía que cualquiera podía ser reemplazado, incluso ella, sin embargo no existía nadie que conociera mejor el caso. Estuvo involucrada en todo el proceso, indagó por su propia cuenta. Amber dejó su alma y su corazón en los documentos de Dawson Daniel's. Podían reemplazarla todo lo que quisieran, pero el sentimiento jamás se iría.
—Estás ligada de manera emocional al caso —articuló Ferrer.
—Por supuesto. —Amber respiró profundo—. Fue mi primer caso.
Eso lo sabía. John Daniel's le contó a Christopher todo lo necesario sobre el caso. Le contó lo amable que Amber se comportó con ellos, la ayuda que siempre brindó y lo mucho que le dolió perder el caso. Era una novata ante un caso despiadado. El abogado defensor del culpable era un lobo solitario, hambriento por las recién graduadas. Se alimentó de Amber y gozó verla sufrir en los tribunales. Aún a ese día, el hombre se estimulaba con la agonía de la abogada, aunque ella creció, maduró y mostró las garras, mientras él se consumía en una cama de hospital con cirrosis.
—Soy la única que conoce este caso como la palma de su mano —continuó Amber—. Fui quién sufrió cuando perdí. Fui quien vio la sonrisa de triunfo en la boca de Brandon Scott cuando lo promulgaron inocente. No existe nadie más ansiosa por llevarlo a prisión que yo, así que no me diga lo que sé, abogado Ferrer. Usted ahora es el novato en este caso.
No estaba vendiéndose, ni ofertando para un trabajo. Amber exponía los motivos que la hacían apta para el trabajo, aunque a Christopher no le agradaban los sentimientos que involucraba. Sentir odio era buenísimo en el juzgado, pero no al punto que ella lo profesaba. Podía tener repercusiones con el juez. No todos veían correcto que el odio dominara a los abogados. Ellos aseguraban que nublaba el buen juicio e incluso los llevaba a cometer actos atroces para obtener los resultados que el odio buscaba.
—Necesito a alguien que se mantenga serena cuando lo vea llegar al tribunal en la primera audiencia. No quiero a una mujer que no controle sus emociones. —Ferrer unió sus manos—. ¿Puede hacerlo?
Amber sonrió.
—Tuve diez años para serenarme.
Su silencio lo dijo todo. Era lo mismo que él pensaba. Christopher abrió su boca para objetar algo más, pero Amber elevó su dedo índice para silenciarlo. Era ella quien tenía las riendas.
—Solo quiero terminar este caso. —Sujetó el menú con ambas manos—. Una vez acabe, volveremos a ser los mismos de antes.
A Christopher le pareció fabuloso, aunque no volverían a ser los mismos de antes. Él se encargaría de modificar todo lo que componía a la abogada y convertirla en lo que él quería. Ambos pidieron comidas diferentes. Amber se inclinó por el pollo y Christopher ordenó un bistec término medio. Sería complicado pero no imposible caminar por la misma línea. Ambos tenían plena certeza de sus capacidades para mantener una relación profesional, completamente ajena al odio que sus bufetes tenían.
—¿Es una especie de tregua?
—Lo es —afirmó ella.
Como Christopher era un caballero que intentaba ser correcto, se colocó de pie y extendió su brazo para que ella apretara su mano.
—No existe la tregua, si no se estrecha la mano.
En sus labios se dibujó una sonrisa. A Amber no le agradaba la idea de compartir más horas de las necesarias con él. Pensó que serían un par de semanas hasta que el caso estuviese listo. Tenían demasiado trabajo pendiente, quizá más del que podrían culminar antes de la primera audiencia. Lo bueno era que ambos eran igual de trabajadores y didactas cuando debían, además de multitareas.
Amber quitó la servilleta de sus piernas y se elevó de la silla.
—Mientras termina el caso —pronunció al estrechar su mano.
Los profundos ojos de Amber traspasaron la coraza de Ferrer.
—Mientras termina el caso —repitió él.