Amber despertó sobresaltada, pensando que la alarma había sonado. Aplaudió para encender las luces y revisó el reloj digital a la altura de su mano derecha. Eran las dos de la mañana. Los recuerdos de la conversación en la oficina el día anterior vinieron a su mente cada segundo del día. Su parte racional sabía que no debió ser fría, mordaz ni calculadora con quienes la necesitaban. El caso de Dawson merecía justicia, todos en esa oficina lo sabían, pero nadie se colocaba en los zapatos de Amber. Para ella también era difícil decirle adiós a su presente para sumirse en el pasado. Nadie la vio llorar noches enteras, cubrirse las ojeras con maquillaje y morderse la lengua cuando las noticias informaban sobre el caso.
Lo que para Christopher era un caso ordinario, para ella lo era todo. Retornar al mismo juzgado, ver el rostro del juez cuando fuese puesto bajo la lupa pública, comenzar a escuchar los comentarios amarillistas en la radio y de sus empleados, no era una motivación para aceptar el caso. Le dolía recordar las lágrimas de John Daniel’s, cuando lo que más quiso en su momento fue ayudar a la familia a sobreponerse del caso fallido. No era justo para ninguno en la sala, ni siquiera para Ferrer, que quería una justicia que su colega no podía darle ni permitirle tener.
Esa noche Christopher no recibió la visita de una vieja dama, ni le respondió los mensajes a Christina. El prestigioso abogado Ferrer se llenó de ira después de hablar con Amber. No quiso saber nada más de ella ni de John por un par de días. Sabía que debía ayudar a su cliente, pero no podía sacarse la espina de la ira que se hundía cada segundo un poco más. Él también despertó en la madrugada, después de soñar que era apuñalado en un callejón. Y no solo eso, sino que su socio, el esposo de Christina, lo hizo.
Amber continuó repitiéndose que fue injusta con las personas que batallaron con su hijo por diez años, con la esperanza de encontrar un tratamiento lo bastante bueno para ayudarlo. Verlo morir de la manera más cruel, fue lo peor para ellos. La pareja no dormía, no comía; se sumieron en una depresión que los llevó a reabrir el caso para sentir la paz que nunca alcanzaron. No era una cuestión de venganza. Querían sentirse bien por una vez en muchísimos años; querían que su hijo, donde estuviese, se sintiera orgulloso de ellos, de no flaquear para darle la justicia que merecía.
Amber pensó en llamarlos para retractarse, y de la misma manera asegurarles que los ayudaría con el caso. No obstante, su lado orgulloso no podía permitir que el bondadoso emergiera. Amber quería disculparse por su falta de tacto, la poca empatía que tuvo con Daniel’s, para posteriormente ofrecer su ayuda sin fines de lucro, pero un lazo invisible tiraba de ella, susurrándole que si flaqueaba las personas dejarían de respetarla y comenzarían a juzgar lo que tanto le costó levantar. Se dijo a sí misma que debía olvidarlo. Y así hizo. Dio media vuelta y volvió a su sueño.
Cuando llegó a la oficina esa mañana, lo primero que comentó su asistente fue que su jefe requería su presencia con carácter de urgencia. Amber sabía lo que significaba: Alexander no estaba orgulloso de su comportamiento ni de una posible disputa con Ferrer. Nada de lo que dijera sería suficiente. Alexander querría que se disculpara, ofreciera sus servicios y cooperara con un cliente que pagó diez años atrás. Amber aceptaría la reprimenda y dejaría que King la amonestara por su insolencia. Después de decirle a su asistente que en seguida saldría a la oficina, respiró profundo y cruzó los pies bajo el escritorio, dispuesta a negociar.
El negocio que ambos tenían, era lo único que mantenía unidos a los socios del bufete Golden. Cuatro socios, todos hombros, respiraban el humo de tabaco y cruzaban las piernas en la reunión de socios. Ferrer se levantó temprano, desayunó y subió a su masserati hasta el bufete. Su asistente le notificó las citas del día y le mostró el itinerario de viaje a las Bahamas. Christina quería fugarse un par de días a un lugar paradisíaco, y como buen amante, Christopher la complacería, aunque no era el mejor momento para hacerlo. Andrew Adams, el socio con mayores acciones ajeno a Blade, tenía la mirada puesta en él, lo que no lo intimidaba. Así como él tenía su fuerza y poderío dentro del bufete, Christopher Ferrer también la poseía, más que nada porque Blade Smith, el socio mayor, lo consideraba su igual.
El único hombre en el que Andrew pensaba, era Christopher Ferrer. Su esposa despertó a su lado esa mañana, pero apenas le dirigió el saludo. Ella siempre tenía una dolencia, un malestar o una incomodidad cuando él quería tocarla. Andrew confiaba ciegamente en ella, era su esposa, la mujer más devota a su matrimonio, pero en los últimos meses, el diablillo en su mente le susurró que ella no era la mujer con la que se casó, y el hombre ante él tampoco era su amigo. Aunque Christopher no cambió la relación ni modificó su comportamiento, después de la evidencia que el detective lanzó sobre su escritorio dos meses atrás, la sonrisa de hipocresía era lo único que veía cuando Christopher hablaba o reía.
—Saben por qué estamos aquí —articuló Blade Smith.
Era el líder de ellos, quien fundó el bufete y los encontró por un directorio telefónico. Cada uno de ellos recordaba la llamada de Blade, uno de los mejores abogados corporativos de Boston. Cada uno de ellos tenía una posición importante y un tipo de defensa diferente. La especialidad de Ferrer eran los casos criminales, penales y que doblaran las leyes contra los crímenes de cualquier índole penal. Blade se encargaba de los contratos corporativos y empresariales. Andrew era tan filoso como la hoja de un cuchillo en el ámbito laboral, la defensa del inocente y los problemas con jefes déspotas que querían evitar los tribunales a toda costa. Por último se encontraba Jackson Brown, uno de los primeros cincos en defensa médica y familiar graduado en Los Ángeles. Sus casos eran uno de los más rudos, cuando debía colocar tras las rejas a médicos por malas praxis.
A Ferrer lo asesoraba Jackson con relación al caso de Daniel's, sin embargo lo que ellos necesitaban era otro abogado penalista o criminalista, en ese caso alguien tan aguerrida como Amber Reynolds. El simple recuerdo removió el cuerpo de Ferrer en la silla de cuero. Blade lo miró, esperando que hablara. La reunión se debía a él. Necesitaba idear un plan para que el bufete no saliera perjudicado por las actitudes de la abogada Reynolds.
—Amber Reynolds no quiere cooperar —anunció Ferrer.
Blade conocía movimientos que Ferrer desconocía. Después de la aparatosa reunión en la que sabía que perderían, llamó a Alexander King por teléfono. Aunque la prensa los enfrentó como los dos bufetes con mayor competencia en el mercado, ambos hombres compartían un poco de brandy un par de veces al año. Sus esposas se llevaban de maravilla, sus hijos jugaban béisbol en el mismo campo y sus casos eran llevados de las maneras más sucias posibles. Nunca atentaban contra sus clientes de manera intencional, pero se inclinaban por quienes pagaran mejor. Sabían que eso rompía cualquier promesa de graduación, pero nunca podrían costearse los botes, los autos, las mansiones y la vida de realeza, ganando casos que en los mejores panoramas los pondría en el cementerio en pocos años. Eran lobos viejos, lo bastante entrenados para encontrar a su presa.
Una llamada de Blade bastó para encaminar a Amber a la oficina de Alexander. Amber nunca sintió pánico o temor al hablar con Alexander. Eran amigos, colegas, compartían una copa de vino al finalizar el año y se obsequiaban prendas costosas en sus cumpleaños. Eran más unidos que cualquier persona en el bufete, por lo que le sorprendió en sobremanera escuchar el tono en el que Alexander le habló. Siempre fue alguien dispuesto a enseñarle lo que necesitaba. Alexander siempre dijo que le gustaba enseñarla porque era de las personas que aprendían rápido. Cuando le enseñaba algo, no tenía necesidad de explicar demasiado. Amber recordó la tarde que la llamó a su oficina y le contó parte de sus secretos. Alexander se escudó en el viejo truco de la vejez, y que alguien debía manejar su empresa cuando él no estuviese. Amber se maravilló cuando le confesó que ella era la persona en la que más confiaba en el bufete.
Amber no sabía por qué Alexander la escogió, hasta que esa tarde le confesó que ella era la mejor abogada que conocía, y que no podía confiar en otra persona que no fuese ella. Alexander tenía un único hijo varón y dos hermosas niñas, pero ninguno quería seguir su legado, así que confiaba plenamente en Amber. Sabía que sería lo bastante despiadada para no permitir que el bufete llegase a la quiebra, y lo suficientemente osada y ambiciosa para elevarlo aún más alto de lo que Alexander podía. Amber no se creía capacitada para enfrentarse a los demás socios, pero justo allí, detenida en el centro de la oficina, con las manos en su cintura, se sentía lo bastante poderosa como para enfrentarse a Alexander sola.
Amber no tenía nada que turbara su tranquilidad. Su trabajo estaba perfecto, los empleados continuaban temiéndole y su prestigio no paraba de subir. Alexander era como su padre, y como buen padre, debía reprenderla para que entendiera que no siempre sería como ella quería. A Amber le sorprendió el ceño fruncido, los dedos golpeando su escritorio y la fija mirada en ella. De igual forma se mantuvo hermética. No tembló, titubeó ni preguntó lo que ocurría. Dejaría que Alexander atacara primero. Fue de las cosas que él le enseñó. Si atacaba primero, él enfurecería y sería complicado apaciguar las aguas. Amber aprendió del mejor.
—¿Cómo demonios se te ocurre decirle eso a Christopher Ferrer?
Amber se mantuvo petrificada. No movió ni un músculo.
—Obedezco —respondió con una palabra.
Mientras Alexander analizaba y procesaba su única palabra, la mente de Amber comenzó a trabajar en la siguiente respuesta.
—¿Acaso te enseñé a ser despiadada?
Fue exactamente lo que Alexander le enseñó. Si alguien no tenía dinero para pagar sus honorarios, no podría ayudarlo. Si el cliente era más prepotente que el abogado, era descartado automáticamente. Podía desglosarle la lista de parámetros que seguía al pie para mantenerse como socia en su bufete. Que años después fuese tan eficiente como él, no la eximía de comportarse tal como él la pulió. Amber era su diamante pulido, su arcilla convertida en la más hermosa taza. Él tomó a una jovencita en bruto y la moldeó exactamente como él, aunque Amber terminó de pulirse con los años, la experiencia y sus propias ambiciones.
—¿Juegas con los sentimientos del hombre? —indagó.
Los abogados siempre manejaban el juego del poder. Quién tuviera más poder, era quien ejercía su voluntad e incluso llevaría los casos como él quisiera, incluyendo las sentencias de los jueces. Jugar con los sentimientos de los clientes era más complicado. No estaban programados como un abogado, lo que volvía más impredecibles sus respuestas y acciones. Por más que quisiera jugar con los sentimientos de los Daniel's, la parte emocional que continuaba ardiendo en su interior, le impedía comportarse peor que en la oficina. De hecho su ira no fue con él, fue con Christopher Ferrer. Su comportamiento errático fue con el abogado indolente, quien quería humillarla y despojarla de humanidad ante el cliente.
La humanidad era lo único de lo que Blade se despojó cuando erigió su bufete. Cada hombre sentado en esa oficina era un pilar que mantenía alzado su pequeño imperio. Si uno de ellos se fisuraba, toda la estructura sufriría. Por eso no podía permitir que Christopher fuese el pilar débil al no confrontar a la abogada Reynolds. Y Christopher sabía que estaba en problemas, pero no podía hacer nada más. No podrían amenazarla ni inyectarle miedo irracional, porque simplemente no lo permitiría.
—Hablé con King —expresó Blade—. Hablará con Reynolds.
—Dudo que funcione —interrumpió Ferrer—. Es despiadada.
—No más que nosotros.
Christopher lo dudó. Él la confrontó, la conoció, así que sabía lo que decía. La única forma de que Reynolds hiciera lo que ellos querían, era amenazándola. Y como abogado penalista, sabía que no existía mejor manera de encenderla que con una amenaza. Quiso comentar algo más, pero Andrew esparció su veneno al decir que lo creía más aguerrido.
—¿Te dejaste vencer por una mujer? —Alzó una ceja con desdén—. Me sorprende que el imponente abogado Ferrer se dejara pisar por un tacón.
Años atrás Andrew era la única persona que lo defendía. Fue quien lo ayudó a terminar sus exámenes en la universidad y le consiguió un trabajo en Golden. Que se colocara en su contra era una mala señal.
—Las mujeres son persuasivas —aseguró Ferrer—. Estás felizmente casado. Sabes lo que hay que hacer para mantenerlas felices.
Andrew sintió la estocada en el corazón. ¿Cómo se atrevía a hablar así de su esposa? Quiso alzar la voz, romper la botella de whisky a su lado, elevarse del sofá y cortarle la garganta. Sería la única manera de callarlo, pero como podía hacerlo, Andrew le sonrió, movió su boca e ingirió un poco más de brandy. Si dejaba que la bestia se mostrara en público, no solo perdería su trabajo, sino que le quitaría la sorpresa a Ferrer, aun cuando él sabía que Andrew conocía su aventura con Christina. Christopher debía acabar con esa relación, o Christina destruiría su carrera, su reputación y su vida dentro del bufete. No perdería su trabajo por una mujer como ella.
—Con dinero y buen sexo obtienes lo que quieras en este mundo —comentó Jackson—. ¿Cómo creen que paso mis días?
Christopher obvió la pregunta retórica de Jackson.
—Amber Reynolds no necesita dinero —replicó Ferrer.
—Entonces necesita sexo —interfirió Andrew—. Algunas dejan sus principios por el sexo. ¿Por qué ella sería diferente?
Christopher evitó pensar en la primera parte, en que las mujeres dejaban sus principios por sexo. Era evidente que hablaba de su esposa. Andrew sí lo sabía, no obstante, no dejaría que la espina de sus palabras le llegara al corazón. Pensó en Reynolds y la probabilidad de domar a la bestia. A él le fascinaban las mujeres dominantes, sin embargo Amber sobrepasaba lo que él consideraba apropiado. Una mujer que costaba conquistarla tenía un sabor exquisito, pero dudaba que Amber poseyera el dulzor de las mujeres ordinarias. Jamás pensó en utilizar la carta de la conquista. Era descabellado. Una mujer como ella debía tener al hombre que quisiera rendido a sus pies, y ella no era de su gusto personal. Aunque era hermosa físicamente, algo en su interior estaba tan envenenado como sus palabras.
Todos los abogados estuvieron de acuerdo en usar el punto débil del sexo. Cristopher no se consideraba un hombre apuesto. Aunque muchas mujeres conocieron su pent-house, él no era más apuesto que un actor de cine e incluso un par de cantantes. De igual forma no sexualizaría a la abogada. Estaba en contra de imponer el patriarcado y considerar a las mujeres inferiores porque fuesen más sentimentales que ellos. El hombre pensaba en sexo, trabajo y diversión. Ese era el estereotipo que vendían las películas. Mientras las mujeres veían películas románticas y bebían vino con helado, los hombres eran cazadores en los clubes y los restaurantes. Pensar que los dividían con absurdos estereotipos, lo hizo elevar la voz e imponer lo que él pensaba sobre usar el sexo contra Reynolds.
—No voy a seducirla.
—¡Qué aburrido! —Jackson movió la mano—. Es hermosa.
Cristopher tampoco quería pensar en los atributos de la mujer.
—Lo que tiene de hermosa, lo posee de veneno.
—¿Es más despiadada que tú? —preguntó Andrew.
Todos los hombres lo miraron. De sentirse intimidado habría soltado una ola de tartamudeos, pero como el miedo no era un sentimiento que Ferrer albergara, bajó la pierna y movió el brandy con la mano derecha. No tomó ni un sorbo. Eran las diez de la mañana. No era alcohólico.
—¿Quieren apostarlo? —preguntó—. ¿Quieren apostar que sí puedo domar a la bestia en menos tiempo del que imaginan?
Christopher no lo decía en serio. Sólo quería verse imponente.
—Por muy salvaje que sea, sigue teniendo un defecto. Es mujer.
Todos sonrieron.
—¿Qué apostaremos? —indagó Jackson.
—Un millón —respondió Blade.
Para ellos eran apenas los honorarios de un caso poco importante. El que perdería tres millones sería Ferrer, pero sabía que no aceptarían. El dinero era poco importante, pero seguían unos principios bastante peculiares. Por lo que se sorprendió cuando Blade extendió su mano para cerrar el trato.
—Si logras que la fiera caiga a tus pies antes de que termine el año, tendrás tres millones más en tu cuenta.
Las palabras de Blade sentenciaron una apuesta que no era cómoda ni caballerosa. Christopher dudó en apretar las manos de los hombres junto a él. Sabía que si lo hacía, todos sus principios, su caballerosidad e incluso aquello que siempre defendía, sería arrojado a la basura cuando cerrara la apuesta. A Christopher le gustaba apostar sus casos, clientes o veredictos del juez. Apostar los sentimientos de alguien más rompía cualquier muralla que pudiese tener. No sólo hablaban de destruir y rebajar a una persona, sino que era una de las mujeres más difíciles que conocía. No sería trabajo fácil, ni algo que pudiese hacer sin tomar precauciones. Cristopher no creía que Amber mereciera apostarla como una carrera de caballos, hasta que pensó en ella y lo que hizo en su despacho. Lo trató peor que a un animal. No le importó su cliente ni lo que sucediera con Brandon Scott.
En ese instante recordó las palabras de Amber, el odio con el que les habló y la ofensiva que adoptó cuando Ferrer quiso hablar como un adulto. De nuevo la ira burbujeó en su interior, causando que tomara la peor decisión de su vida: apostar la sumisión de una mujer y enorgullecerse de vivir el patriarcado. Cuando Christopher apretó las manos, el futuro estuvo sellado. De inmediato Amber se convirtió en su siguiente presa.
Amber jamás lo imaginaría, así como tampoco imaginó que Alexander se pondría a la defensiva con ella. Lo escuchó decirle que cometió un error, que era tan malvada como su ex esposa y que debía solucionarlo. Amber jamás se disculpaba. No estaba en su naturaleza admitir que cometió un error, y no comenzaría admitiéndolo con un hombre que detestaba con cada célula de su organismo. Ferrer era prepotente y altanero. Un hombre como él, no merecía la disculpa de una dama como ella.
—Cumplo con mis obligaciones —respondió Amber.
Alexander cruzó sus dedos sobre el escritorio.
—Una de las reglas más importantes que me enseñaste, fue dinero sobre justicia. —Señalé el documento en su escritorio—. Ese hombre no tiene dinero, lo gastaron en su hijo. Y no me gustó la prepotencia del abogado Ferrer. Él quería que lleváramos un caso pro bono, sin recibir ni un centavo.
—¡Tiene razón! —gruñó King—. Este caso es diferente.
Amber respiró profundo.
—¿Qué lo hace diferente? ¿Que fue el primero que perdí?
Alexander sintió el dolor y la ira contenida en las palabras de Amber. King se preocupó demasiado en su bufete y no se colocó en los zapatos de su abogada. Fue el caso más difícil y doloroso en la carrera de Amber. Estuvo recluida una semana en casa después de perderlo. Él no se detuvo a pensar en el dolor que suponía reabrir una vieja herida. Para cualquier persona diez años eran suficientes para cerrar una fisura, pero dependía demasiado de la magnitud de la herida. La de Amber era inmensa. Y escuchar que su pasado se acercaba apresurado, volvía a enrojecer su cicatriz.
—Entiendo que pueda ser doloroso —articuló Alexander en un tono más bajo—, pero este caso es vital para nosotros.
Amber lo entendía, sin embargo no lo compartía.
—El estado se conmovió por el caso del niño. La injusticia movió a las personas a recapacitar. —Alexander respiró—. El señor Daniel's tardó en reabrir el caso. De ser conmigo, no habría dejado piedra sobre piedra.
Alexander se colocó de pie e inclinó el cuerpo. Sus dedos continuaban aferrados a la mesa, justo encima del documento de John Daniel's. Haría lo necesario para limpiar lo que la familia pensaba de su bufete y sus abogados. También necesitaba mantener la amistad con Blade Smith. Las familias no entrarían en disputa por culpa de su socia. Además, por más poder que pudiera otorgarle a Amber, ambos sabían que podía quitárselo.
—Tu deber como abogada penalista es procurar que se ejecute justicia por la muerte de ese niño inocente.
—No lo haré.
—No es un pedido. Es una orden —aseguró al elevar la voz—. Así que llamarás a Christopher, le pedirás disculpas y te pondrás a disposición de su cliente para culminar con esta pesadilla.
Amber lo interrumpió.
—¿Insinúas que me rebaje a disculparme con el abogado Ferrer?
—No insinúo nada —corrigió manteniendo el tono—. Lo llamarás y le pedirás disculpas. No es tan difícil, Amber. Se llama humildad.
Alexander podía abusar de benevolente con la abogada. La quería como una hija, respetaba su trabajo y la enarbolaba por encima de los socios, pero no le permitiría insolencias como esa. Si él decidía lo que ella haría, Amber no podía refutarlo. Si había algo que Alexander detestaba, eran las personas que querían ejercer su poder sobre él. Ni siquiera a su esposa, la única mujer que tenía su corazón, le permitía elevarse por encima de sus decisiones. Una cosa era darle cuerda a la canción y otra dejarla repetirse siete veces. Amber era como un títere indomable, pero debía recordar que Alexander era el titiritero y el único que tenía sus cuerdas.
—Si no te disculpas, perderás tu trabajo —finiquitó.
La simple idea de perder su trabajo era material suficiente para una semana de pesadillas. Creer posible que Alexander la despediría por culpa de un idiota como Ferrer, era inadmisible. Amber quería decirle más de dos palabras, pero en su posición el silencio era la mejor opción. Lo intentó por cinco segundos, hasta que la erupción fue imposible de contener.
—Es injusto, lo sabes. ¿Por qué debo ser la que llame y se disculpe cuando él se comportó como un patán?
—Sus razones tendrá.
Alexander la conocía mejor que nadie, incluso mejor que su madre, por eso le daba la razón a Ferrer. Amber sabía que no se habría colocado a la defensiva de no ser por las palabras mordaces del abogado. Él lo causó, él la colocó en esa posición. No podría comentar nada más o terminaría de hundirse. Si lo que deseaba era verla arrodillada, no le daría el gusto. Si tenía que disculparse lo haría, pero para finiquitar el caso que le causaría un dolor más grande que el que Ferrer podía producirle.
—Dudo que me disculpe. —Dio un paso más cerca—. Es arrogante.
—Tienen algo en común —bromeó.
No le siguió el juego. No estaba de humor para bromear con él. Tenía un molesto asunto que solucionar.
—Llámalo ahora mismo.
—Como ordene, señor King —respondió mordaz.
No tenía más opción que obedecer. Si Amber quería mantener su poderío, debía doblegarse ante Alexander. Y aunque él no lo admitiría, le molestaba que Amber quisiera imponer su voluntad. Alexander era el jefe, quien daba las órdenes, el jefe de los jefes. Y quienes se oponían a sus mandatos, los mandaba al diablo con una palabra.