Nota del Autor
Cuando esta novela se publicó en forma de libro, circuló la idea de que me había dejado arrebatar por ella. Algunos críticos sostuvieron que la obra, que comenzó como un cuento corto, había escapado al dominio del autor. Uno o dos descubrieron pruebas internas del hecho, cosa que pareció divertirles mucho. Señalaron las limitaciones de la forma narrativa. Argumentaron que no podía esperarse que un hombre hablara tanto tiempo y otros escucharan durante tan largo rato. No era muy creíble, dijeron.
Después de pensarlo unos dieciséis años, no estoy tan seguro. Se ha sabido de hombres, tanto en los trópicos como en la zona templada, que permanecieron despiertos la mitad de la noche «intercambiándose relatos». Pero este es un solo relato, aunque con interrupciones que ofrecen cierta medida de alivio; y en consideración a la resistencia del lector, es preciso aceptar el postulado de que la narración era interesante. Es el supuesto preliminar necesario. Si no hubiese creída que era interesante, no habría empezado a escribirla. En cuanto a la simple posibilidad física, todos sabemos que algunos discursos del Parlamento ocuparon más bien seis que tres horas, en tanto que toda la parte del libro que es el relato de Marlow puede leerse en voz alta, diría yo, en menos de tres horas. Además —aunque eliminé de la narración, con criterio estricto, todo tipo de detalles insignificantes por el estilo—, podemos presumir que esa noche tiene que haber habido algún refrigerio, un vaso de agua mineral, o algo así, para ayudar al narrador a seguir adelante.
Pero, en verdad, lo cierto es que primero pensé en un cuento breve, que se ocupara sólo del episodio del barco de peregrinos, y nada más. Y era una concepción legítima. Pero después de escribir unas páginas, no sé por qué me sentí desconforme y las abandoné durante un tiempo. No volví a sacarlas de la gaveta hasta que el extinto Mr. William Blackwood sugirió que volviese a darle algo para su revista.
Sólo entonces me di cuenta de que el episodio del barco de los peregrinos era un buen punto de partida para un relato libre y vagabundo; además, era un acontecimiento que, concebiblemente, podía colorear todo «el sentimiento de la existencia» en un personaje simple y sensible. Pero todos estos talantes y agitaciones preliminares del espíritu eran más bien vagos en esa época, y no me resultan más claros ahora, después de pasados tantos años.
Las pocas páginas que había abandonado no carecieron de peso en la elección del tema. Pero el conjunto fue reescrito de manera deliberada. Cuando me dediqué a ello, supe que sería un libro largo, aunque no preví que ocuparía trece números del Maga.
En ocasiones se me preguntó si no era el libro que más me gustaba de entre los míos. Soy un gran enemigo del favoritismo en la vida pública, en la vida privada y aun en las delicadas relaciones de un autor con sus obras. Por principio, no tengo favoritos, pero no llego hasta el punto de molestarme y disgustarme por la preferencia que algunas personas otorgan a mi Lord Jim. Ni siquiera diré que «No consigo entender…». ¡No! Pero en una oportunidad tuve motivos para sentirme intrigado y sorprendido.
Un amigo mío que regresaba de Italia Había hablado allí con una dama a quien no le agradaba el libro. Lo lamenté, es claro, pero lo que más me sorprendió fue el motivo de su desagrado:
—¿Sabe? —había dicho—, todo es tan morboso…
El pronunciamiento me dio pábulo para una hora de ansiosas meditaciones. Al cabo llegué a la conclusión de que, aun teniendo debida cuenta de que el tema mismo era más bien ajeno a la sensibilidad normal de las mujeres, la dama no debía ser italiana. Me pregunto si siquiera sería europea. Sea como fuere, ningún temperamento latino habría advertido nada morboso en la aguda conciencia del honor perdido. Puede que esa conciencia sea errónea, o quizás esté bien o tal vez se la pueda condenar como artificial; y es posible que mi Jim no sea un tipo muy común. Pero puedo asegurar a mis lectores que no es el producto de un frío pensamiento pervertido. Tampoco es una figura de las Brumas del Norte. Una mañana soleada, en los vulgares contornos de un ancladero del este, vi pasar su figura —atrayente, significativa, bajo una nube— totalmente silenciosa. Y así tiene que ser. A mí me correspondía, con toda la simpatía de que era capaz, buscar palabras adecuadas para su significación. Era «uno de nosotros».
J. C.
Junio de 1917