Capítulo 1

2328 Words
Le causaba bastante gracia, en realidad, ver a Marco tan fuera de sí, tan perdido en su esencia. Es que él, que jamás se dejó encantar por nadie, ahora parecía un hombre sin experiencia cada vez que el flaquito de pelo revuelto y mirada helada, se le plantaba cerca. Bebió un poquito más de su cerveza y sintió esa mano enorme apoyarse en su hombro, esa que conocía de memoria y moría porque le acariciara más que la espalda o se colara inocentemente por su costado para descansar descuidadamente a la altura de su cintura. Sí, deseaba, desde lo más profundo de su ser, que Gastón fuese gay, tanto como él o Marco, y por fin lo viera como algo más que un amigo, pero eso era solo un sueño, uno con el que llevaba conviviendo casi seis años. Sí, patético, lo sabía, pero ya se había resignado, ya no luchaba contra aquel sentimiento que tan bonito le hacía; no, simplemente había aceptado su triste rol de amigo eternamente enamorado del tipo hetero, demasiado hetero, que le regalaba siempre esas sonrisas deslumbrantes que a él lo obligaban a bajar todas sus guardias. —Hasta parece que ni se acuerda cómo hablar — susurró Gastón en su oído mientras mantenía sus oscuros ojos clavados en aquel chaboncito que siempre dejaba un poquito más de su dignidad cuando sobre aquel rubio engreído se trataba. —Me parece que habría que darle una mano — propuso intentando no concentrarse en la mano que lo sujetaba con tanta suavidad, en ese perfume fuerte que le atontaba los sentidos, ni en esa risa ronca, seductora, que su amigo dejó salir. —Ya es grande, que se las arregle de una buena vez — sentenció con gracia Gastón mientras lo soltaba y se apartaba un poco, solo para mirarlo por completo, para notar que el chabón era bien fachero, pero, sobre todo, a él le encantaba saberlo siempre a su lado, saber que podía contar con su amistad a cada segundo del día. —¿Y Emma? — indagó Emanuel para sentirse menos expuesto ante aquella rápida evaluación en la que Gastón caía cada tanto, esa que a él lo desconcertaba por completo y le encendía todas las esperanzas, esa que, después, lo hacía sentir un imbécil. —Estaba con Pili adentro — señaló el interior de la enorme casa que pertenecía a Alejo, un tipo que les caía bastante bien y siempre los invitaba a alguna fiesta o evento que se le ocurría crear. En esta ocasión, según lo que pudieron entender, festejaban el inicio de un nuevo año. Bueno, no estaría tan mal si no fuese porque ya estaban en el tercer mes del año, pero no se quejarían, era una buena fiesta con gente copada. —Vamos a buscarlas, ya me estoy cagando de frío acá afuera — pidió Ema con aquel tonito tan bonito, como si fuese a ofender a alguien por pasar un poco de frío, por no tolerar en lo más mínimo la época que comenzaba a instalarse en el país. —Boludo, no te trajiste nada — lo regañó Gastón mientras pasaba su musculoso brazo por los hombros de Emanuel, obligándolo a caminar al interior de aquel elegante hogar. —Es que no pensé que se iba a poner tan frío — dijo casi a los gritos ya que habían puesto sus pies dentro de la enorme sala en donde la música sonaba con fuerza. —Yo te presto mi campera después — propuso mientras sus ojos buscaban a esas dos mujeres que no aparecían por ningún lado. —Dale, gracias — respondió y sintió un suave golpe en su costado, en ese donde Gaston no estaba aplastado contra su ser. —Uh, perdón — susurró un rubio alto, bien alto, más que él y su amigo. Emanuel lo evaluó unos segundos y luego sonrió suavemente. Bueno, era un rubio bastante atractivo, a decir verdad. —Allá están — gritó Gastón en su oído mientras señalaba en un rincón donde, efectivamente, sus amigas conversaban muy animadamente. —No pasa nada — respondió Emanuel rápidamente al rubio y volvió su concentración a su amigo que ya comenzaba a tirar de él para llevarlo hasta donde estaban esas dos minitas tan divertidas. —¡Hasta que las encontramos! — gritó apenas se plantaron frente a ellas. —Estamos acá hace una bocha — respondió Emma con una sonrisa en los labios —. Sofía también estaba, pero, bueno, llegó Alejo — dijo y sonrió con picardía. —¿Y Marco?—indagó la otra muchacha. —Intentando establecer una conversación con ese chaboncito, ¿cómo se llama?, el amigo del hermano de Alejo — intentó explicar Gastón. —Tomás — respondió Pilar y sonrió amplio ante tanta ternura junta, ante la imagen del pobre pibe que no se decidía a dar el primer paso pero, en cada juntada, se desvivía por acercarse al otro flaquito que parecía ni registrarlo. —Ese mismo — afirmó Emanuel —. Aunque me parece que no se animó — dijo señalando hacia la puerta del patio por donde ingresaba su castaño amigo. —¿Otra vez te cagaste? — preguntó Emma en cuanto lo tuvo al alcance de sus brazos. Marco solo asintió con gesto triste y se dejó mimar por su amiga, por esa que ahora le decía mil palabras en un segundo, por esa que siempre le levantaba el ánimo, como fuera. —Iba a acercarme pero justo unos de los amigos se le puso a hablar, uno alto, rubio, le dijo algo de un chabón que se chocó. No sé, no entendí — explicó desanimado. —Martín se llama — explicó Pili antes de beber un poquito más de su fernet —. Es buen chabón, re inteligente, más que éste — explicó señalando a Emanuel que sonrió ante su mención. —Nha, imposible — decretó Gastón dejando caer su trabajado físico encima del de su amigo que, a duras penas, podía aguantar tanta fibra y nervios—, nadie es más inteligente que Ema — agregó y le dejó un fuerte beso en la mejilla, en esa que siempre mostraba una suave barba prolijamente recortada. —No, éste que posta es re inteligente — rebatió Pilar completamente segura de sus palabras, ignorando, casi a propósito, las mejillas encendidas de Emanuel que trataba de esconder, sin demasiado éxito, su vergüenza detrás de aquel vaso de cerveza. —¿Podemos dejar de hablar de un flaco que no conocemos y concentrarnos en que quiero emborracharme y olvidarme un rato que soy patético?— pidió Marco desviando la conversación, recibiendo el primero de muchos vasos que lo llevarían a vomitar en el bonito baño de su hogar, que llevaría a su amiga a enfrentarse, una vez más, con su hermano, con ese que lo seguía cuidando como si fuese un pequeño de ocho años. Si de algo estaba seguro Marco era que Rodrigo y Emma jamás podrían comprenderse, jamás podrían habitar un mismo espacio sin terminar matándose lentamente. Bueno, después de todo ellos no eran nada, solo dos personas muy importantes en su vida, pero nada fuera de eso. —----------------------------------------------------- Una vez más esos ojos esquivos, una vez más aquel celular siendo ocultado de su vista. Sí, ya sabía qué pasaba, sí, ya olía la excusa barata que nadie creía y esos miles de perdones que ella siempre estuvo dispuesta a otorgar. Sí, ya sabía todo pero igual dolía como la mierda, porque cuatro años, cuatro-malditos-años, con Máximo le habían destruido el autoestima y la confianza. Ya está, ya no más, se decía, y volvía a caer como una idiota, volvía a sus brazos como una imbécil, pensando, esperando, que esa vez él hubiese cambiado, que ya no la engañaría, que ahora sí, de verdad, le sería fiel. Nada tan lejos de la realidad como aquello. No sólo Majo descubrió, dos semanas después, que él no se arrepentía, sino que, además, volvería a encontrarse con esa otra minita que nada sabía de su triste existencia, que era completamente inconsciente que el flaco, el mismo que la ilusionaba con cosas banales como salidas a restaurantes, estaba, hacía demasiados años, con una mujer que ya casi no sabía en dónde rebuscar para encontrar algo más de orgullo. ¡Mierda! Todos estaban tan seguros que su vida era sencilla, que su autoestima era alto, solo porque su físico coincidía con aquello que las revistas se cansaban de tildar como meta, como esa cosa que se debía buscar a cualquier precio, y Majo podía asegurar que no, que su físico no le regalaba un autoestima alto, que no le aseguraba su valor, que no la hacía sentir a menos. No, nada más lejos de la realidad, porque su novio, aquel que decía amarla con profundidad, siempre la engañaba, en cada maldito momento en que su ajustada agenda le daba diez minutos de respiro, el imbécil encontraba la forma de meter una nueva cita, una nueva mujer para que le pisoteara el orgullo. Esta vez aquella rubia iba a llevar su papel a la máxima expresión, iba a desplegar, con increíble perfección, el rol de mujer sorora, de mina preocupada, aunque solo quisiese una venganza, la que mayor daño causara, sin importarle los colaterales. Es que sí, la pobre de Nadia se había enamorado del imbécil y estaba dispuesta a todo por él, a todo, hasta que supo de la existencia de la bonita de Majo, de esa mina a la que no le podía competir ni por suerte. Mierda, que jamás se sintió tan poca cosa, es que era cuestión de ver a la castaña para saber que ella jugaba en otra liga, que, no sólo era preciosa físicamente, sino que contaba con sobrada inteligencia y más de diez amigos dispuestos a todo por ella, y eso, pasando los veinticinco, era demasiado que decir. —Otra vez — susurró Majo en cuanto vió la foto de Máximo ingresando en aquel restaurante que ella deseaba visitar desde hacía dos meses. Ya ni lloraba, no le veía sentido, solo se dedicaba a apretar su teléfono con furia y esperaba que la misma bajase, que se llevara consigo aquel sabor amargo que le llenaba la boca y le revolvía el estómago. Bueno, era mejor que esta vez fuera más inteligente para acabar con todo, porque si de algo sabía Máximo era de manipular, de ponerse en el rol de víctima para luego sacar el mejor beneficio a su favor. No, está vez no podía repetirse lo de siempre, era momento de cortar con aquel círculo que tan mal le hacia, aunque aquellas tóxicas historias de las que se nutrió en su adolescencia le habían enseñado que mientras más se sufrían, más se amaba. ¡Qué estúpida mentira! Nadie, jamás, debía sentirse así, tan poca cosa, tan utilizada, solo por el concepto de amor mal escrito. Es que Majo no era tan libre como se sospechaba, no, si Máximo olía un mínimo coqueteo, una sola frase sacada de contexto, el infierno descendía sobre su cabeza, porque sí, solo él podía ser infiel, sólo él porque reforzaba su rol de macho dominante, pero ella no podía siquiera mirar en una dirección distinta a la de su novio. Es que era esperable, era lógico que Majo, con todo lo que la componía en general, no tardaría en encontrar un sustituto mil veces mejor a la mediocre versión de hombre que tenía a su lado. No, ella levantaría su mano y ya tendría media docena rendidos a sus pies, porque así de preciosa era. Por eso Máximo la celaba sin fundamentos, por eso y porque se sentía más hombre solo por tener a la mina que todos querían y, aún así, contar con unas cuantas más al mes en su cama. Sí, según él, toda la definición de macho se reducía a su patética persona. Lógicamente, como era de esperar, en cuanto se encontró con aquella determinación brillando en los ojos de su novia, sintió que el mundo dejaba de girar, que la suerte lo había abandonado y que ahora, por primera vez, él no llevaba las riendas de aquella relación. —Amor, lo podemos solucionar — susurró con dolor intentando alcanzar la mano de su novia, esa que tantas veces había tomado hasta con desinterés y, ahora, mataría por volver a sentir contra sus dedos. —Se acabó, Máximo, ya no hay solución, ya no hay nada de qué hablar, ya está — dijo con tono fuerte —. No voy a seguir tolerando esto. Ya no más — aseguró mostrando en la pantalla del celular aquella foto que le había llegado. —Solo era una cena con una amiga — intentó defenderse, pero jamás espero que el fino dedo de Majo se moviera sobre la pantalla solo para mostrar otra foto, una más clara, una que gritaba a los cuatro vientos aquella verdad, una que lo mostraba a él devorando esa boca que a tan poco le había sabido, una que no se acercaba, ni por asomo, a la de su dulce Majo, a la de esa castaña que ahora lo contemplaba con clara decepción, con evidente resignación —. Te juro que no significó nada — murmuró sintiendo el dolor lacerarle el pecho. Lo estaba perdiendo todo, absolutamente todo, porque sí, jamás imaginó un futuro donde ella no estuviese, jamás sospechó que se podría apartar, que pudiese dar un paso al costado y lo extirpara de su vida como una hierba mala que solo molestaba. No, él pensó que esa mina, la misma que se rendía a sus pies cada dos palabras que pronunciaba, lo estuviese dejando así, sin una pizca de dolor, sin medio arrepentimiento, tan segura, tan entera. No, se suponía que ella estaba rendida por él, que todo el esfuerzo de conquistarla había quedado saldado en esos primeros tres meses de noviazgo. No, no podía ser que lo dejara. No, no podía ser que doliese tanto.
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