HANNAH

4936 Words
Nada en el tranquilo Tychy lo hacía distinto a los cientos de pequeños pueblos de la comarca, salvo su industria cervecera en medio de una región eminentemente minera. El paisaje era agradable, de suaves colinas, pequeños bosques y abundantes arroyos, típico de la Silesia polaca. Unas cuantas manzanas de formas caprichosas y calles chuecas daban cobijo a sus habitantes, dedicados preferentemente al comercio. Sus calles estrechas y sin veredas, estaban bien pavimentadas y eran transitadas por un flujo permanente de viajeros a causa de la importante encrucijada de caminos que, cercana al pueblo, distribuía los productos de la zona a todo el país. En líneas generales, lucía atractivo por la uniformidad de sus casas hasta de tres plantas, construidas con esa mezcla de mampostería y piedra característica de Europa central, sus tejados rojizos y la variedad de ocres en sus fachadas. A mediados de los años treinta, Marco y Hannah, una joven pareja de Varsovia, se había establecido allí. Los vaivenes políticos de Europa y el clima enrarecido que incrementaba su virulencia en la capital, los había decidido a buscar un lugar mejor para la crianza de su única hija, suponiendo que la lejanía de la gran ciudad y su proximidad con la frontera checa los haría menos vulnerables. Marco era alto, enjuto, de cutis oliváceo y renegrido cabello lacio, lo que unido al itálico apellido de Vianini disimulaba su condición de judío. En el extremo opuesto estaba su mujer; de una belleza singular y dueña de un espigado cuerpo de formas plenas y rotundas pero cuya roja y ondulada melena, unida al apellido Kowiensky, hacían insoslayable su condición étnico-religiosa. Habían comprado la única peluquería del lugar a un viejo lugareño, agregándole un pequeño expendio de perfumería y trayendo desde la capital una moderna máquina para hacer fomentos. El apellido italiano que los antepasados de Marco habían adoptado previsoramente para evitar represalias y discriminación en su país, lucía bien en las vidrieras del local. Con su esposa como ayudante y manicura, pronto fue aceptado por la mayoría católica y prosperaron en lo posible aunque la clientela local no fuera abundante, pero la proximidad con la encrucijada hacía que la parada obligatoria para el transporte de mercaderías y viajeros, proveyera de circunstanciales clientes. La comunidad judía del pueblo se reducía a siete familias pero, tal vez a causa de la ausencia de templo y de rabino o porque ellos no eran practicantes de la religión, la relación, aunque cordial era distante. Un día, inopinadamente, Tychy se vio invadido desde los cuatro costados por una horda de soldados que, a bordo de camouflados camiones luciendo la ominosa cruz gamada y apoyados por blindados, cubrieron las calles. Los hombres jóvenes intentaron una ingenua y vana resistencia, sólo para verse perseguidos como ganado por los campos aledaños. Todo varón mayor de quince años y menor de setenta, fue cargado en camiones y alejado sin destino cierto, excepto aquellos comerciantes y trabajadores que prestarían servicio a los invasores. Superada esa primera ebullición de la ocupación, los invasores se dedicaron a la intimidación humillante, recorriendo casa por casa para violar prolija y repetidamente a toda mujer sin distinción edad o condición física, cumpliendo con el verdadero objetivo de imponer su autoridad por el terror. En medio del pandemonio de los gritos, llantos desgarradores y el ruido de puertas y ventanas desgajadas a puntapiés, un poderoso auto n***o, descapotable y luciendo banderines rojos con la svástica negra, se deslizó silenciosamente por las caóticas calles para detenerse a la puerta de la peluquería. Un alto y gallardo coronel descendió de él, observando a su alrededor con altanería. Los motoristas que lo precedían se apresuraron a montar guardia frente a las vidrieras y el oficial, ascendiendo con paso firme los dos escalones de la entrada, empujó las puertas tomando posesión del local. Sin siquiera saludar, se sentó en el sillón y entregando su gorra al asistente que lo acompañaba, ordenó servicio en un perfecto y fluido polaco. Diligentemente, Marco se apresuró a acomodar la altura e inclinación del sillón y, mientras le colocaba los fomentos previos a la afeitada, quitándole los guantes de cuero n***o, Hannah procedió a preparar el servicio de manicura. El militar no disimulaba el descaro con que admiraba los generosos dones de la polaca y su mirada se hacía dueña de ellos, desde el largo, sedoso y ondulado cabello caoba, hasta la finura de sus rasgos, los pómulos altos, la delicadeza de la nariz, los ojos transparentemente verdes y, por supuesto, los grandes pechos que por el amplio escote de la blusa campesina parecían flotar en la gelatinosa promesa de ocultos placeres. La estrecha casa estaba constituida por la barbería y, tras sus estanterías con espejos, un salón que hacía las veces de comedor formaba parte de la cocina. Desde el local, una escalera llevaba a un amplio dormitorio que, junto a un retrete y un pequeño lavabo, ocupaban toda la planta alta. Este dormitorio ostentaba en su centro el esmalte de una pomposa e insólita tina decorada con delicadas guardas de flores y, en su lado más angosto, Hannah había improvisado un dormitorio para Sofía con el simple recurso de una cortina estampada. Fue en ese dormitorio donde el asistente del coronel que husmeaba por todos los rincones de la casa, encontró los documentos familiares y bajó presuroso para entregárselos a su jefe. Este se encontraba de pie ante el gran espejo central, terminando de alisar a su gusto el n***o cabello con pinceladas de gris y, después de examinar atentamente los papeles, deambuló pensativo alrededor del sillón. Tamborileó sus dedos por un momento sobre los documentos, observando atentamente a la desigual pareja; él, aunque de rostro agradable, tan alto, flaco y desgarbado, se contraponía a la figura de avasallante belleza de su mujer, quien, detrás de esas manos tímidamente entrelazadas a la espalda y la mirada humildemente baja, aun sin saberlo ella misma, pretendía ocultar a sus ojos expertos las ansias insatisfechas que habitan a gran parte de las mujeres. Colocándose la gorra, encaró decididamente a la apocada pareja, sabedora que la palabra del coronel decidiría su suerte. El oficial, súbitamente alegre y sonriente, les tendió los papeles anunciándoles que, gracias a la encrucijada, se instalaría en Tychy el Centro Logístico Regional del cual él sería el jefe, por lo que todo el pueblo quedaba bajo su jurisdicción y mando absoluto. Marco acababa de sorprenderlo con su habilidad de fígaro y Hannah con su belleza, razón por la cual él estaba dispuesto a hacer la vista gorda con respecto a su condición religiosa, si sellaban un pacto singular y secreto que dejaría satisfechas a ambas partes. Por orden suya, Marco se convertiría en el peluquero oficial de todos los jefes de alto rango que lo solicitaran, los que abonarían de contado y en moneda polaca sus servicios. Hannah en cambio y sin que hubiera obligación alguna por parte de los militares en requerirlos, complementaría el servicio con sus favores sexuales, por los que recibirían víveres, ropa, bebidas y enseres que aumentarían considerablemente el bienestar familiar. Observando al cariacontecido Marco, lo palmeó calurosa y amistosamente, recordándole que por el sólo hecho de ser judíos la familia debería desmembrarse en distintos y lejanos campos de concentración; en cambio, había tenido la suerte de tropezar con un oficial del Ejército alemán y no un Gestapo. Los miembros del Ejército tenían códigos de honor y eran caballeros gustosos de la buena vida y la belleza, por lo que ellos debían de considerar un privilegio ser respetados. Luego se aproximó a Hannah y tras probar con sus dedos la consistencia de esas rotundas nalgas, la invitó a subir las escaleras con un gesto gentil y caballeresco. Una vez en el dormitorio y sin apuro alguno, comenzó a desvestirse, acomodando sus prendas con prolijidad sobre una silla mientras observaba divertido como Hannah lo miraba hacer, temblorosa y curiosa. Esta estaba tensa y rígida como una muñeca, sin atreverse ni a respirar. Toda esa crispación se expresaba en la intensa palidez del rostro y en el entrechocar rechinante de sus dientes, temerosa de aquel coronel alto y corpulento. Una intrincada red de finos tendones y trabajados músculos se extendía bajo la piel del cuerpo desnudo, enredándose y entrecruzándose para formar una espectacular trama de poder, extremadamente fuerte y eso la preocupaba, no sólo por tratarse de un invasor sino por el mero hecho de ser hombre. Ella había sido prometida a Marco desde la niñez y a sus diecisiete años se habían casado, razón por la que no había conocido sexualmente a otro hombre más que a su marido y, aun con él, el sexo era recatado, sencillo y no demasiado frecuente. Intuitivamente, sabía que de su comportamiento como mujer dependía el destino de la familia y no estaba dispuesta a sacrificarla por una actitud mojigata, pero su verdadero miedo era no saber si estaba capacitada para satisfacer a este hombre de otra cultura, otra religión y otras costumbres. El oficial observó divertido a la mujer trémula de miedo ante su sola presencia y, aproximándose a ella, separó los brazos que aquella mantenía cruzados sobre su busto, desatando con lentitud las cintas que cerraban el escote de la blusa, dejándola caer al suelo para admirar alucinado la belleza perfecta de los senos que, exquisitamente proporcionados, se erguían sólidos y pesados, luciendo unas rosadas y extrañamente protuberantes aureolas que cimentaban a los gruesos y largos pezones. La proximidad el cuerpo masculino estremecía las más profundas raíces sensoriales de Hannah, quien sentía como si un brasero ardiera bajo su piel esparciendo en el bajo vientre un fuerte escozor que presionaba sus entrañas, cubriéndola de una fina sudoración. Como un potro salvaje frente a la atadura de la doma, sentía como sus músculos se contraían involuntariamente y sus labios resecos temblaban como hollares dilatados acezando quedamente en procura de alivio a sus tensiones y de su pecho brotaba un inconsciente gemido de angustia. La mano derecha del hombre acarició levemente la mejilla de Hannah y ese contactó actuó como un bálsamo; súbitamente sus tensiones y miedos desaparecieron y la calidez de los dedos pareció extenderse a todo su cuerpo. El dedo índice, largo, delgado y espatulado se deslizó hacia su pecho sobre la piel, blanquísima, verificando la consistencia de la suave curva que descendía hacia el empinado pezón, se detuvo un momento en él, lo rodeó delicadamente rozando la aureola granulada que abultaba como otro diminuto seno y luego bajo morosamente en búsqueda de la pequeña arruga que producía el peso de la mama. Ambas manos rodearon su estrecha cintura y con destreza, sin brusquedades ni apuro, la desembarazó de la amplia y floreada falda que quedó sobre sus pies como la corola de una flor marchita. Los ojos de Hannah se habían cerrado y de la boca entreabierta surgía un tenue jadeo entrecortado que resecaba su garganta. Sentía que todo el cuerpo se rendía pendiente a la lubricidad del amante y, sabiéndose vencida, comenzaba a vibrar en armonía con el hombre, dócil, curiosa y anhelante. El teutón bajó el pobrísimo calzón de algodón hasta sus pies y de rodillas, quitándole las sandalias, comenzó a besarlos casi con devoción, los labios acariciando los empeines y la lengua explorando las oquedades de los dedos en tanto que las manos rozaban con levedad de espuma las fuertes pantorrillas. Su boca subió por las piernas besando, succionando, mordisqueándolas, llenando de flores microscópicas los poros inundados, lamió con ansia la fina película de sudor del interior de los muslos, los rodeó y se adentro en la cavidad que proponía la parte baja de las nalgas, profundizó en la hendedura y mordisqueó las carnes firmes de los glúteos. Volviendo al frente, la lengua holló las canaletas de la ingle y rozando el espeso vello de la entrepierna, ascendió hacia la medialuna del bajo vientre, hurgó en el cráter del ombligo y utilizó el surco del agitado abdomen para llegar a los turgentes pechos, los empaló con la punta sorbiendo la gránula de las aureolas y los candentes pezones con los labios. Luego, por el camino del cuello llegó hasta la boca que Hannah mantenía abierta, gimiendo entrecortadamente por la sorpresa, la ansiedad y el deseo. Los gruesos labios del hombre envolvieron a los suyos y la lengua, áspid imperioso, buscó ansiosamente la complicidad de la invadida que, insólitamente, se trenzó en dura batalla. El militar hundió sus manos en la roja cabellera y pegó su cuerpo poderoso al de la mujer. Esta sentía como ese brasero que se había insinuado, brotaba ahora impetuosamente, envolviendo con un fuerte cosquilleo sus riñones y desde la boca del estómago iba encendiendo llamaradas de pasión que estallaban en todo su ser. El contacto de los cuerpos había adquirido una cualidad mimética y semejaban fundirse en una sola piel. Hannah se aferraba con desesperación al torso masculino, clavando las puntas de sus finos dedos sobre la musculatura de la espalda y entonces, el hombre empujó sin exigencias, casi con ternura, su cabeza hacia abajo y ella, aun abrazada al cuerpo, cubriéndolo de besos y lamidas, se entretuvo un momento en el peludo vientre para abalanzarse, por fin, a la búsqueda del endurecido falo. Lo tomó entre las manos, acariciando los suaves pliegues, mientras su boca se alojaba en la parte inferior, donde nacen los testículos. La lengua se deslizó por la rugosa superficie en tanto que los labios chupaban urgidos el acre humor de los genitales, estirando la piel con vehementes tironeos. Luego y como con renuencia, labios y lengua subieron por el tronco terso e inflamado, lamiendo y chupándolo, ascendiendo y bajando en una enardecida contradanza. Cuando finalmente llegaron a la altura del glande, los dedos corrieron la delicada piel del prepucio y la lengua excavó vibrátil en el sensitivo surco como en una instintiva circuncisión. Sus labios besaron amorosamente la enrojecida cabeza cubriéndola de saliva para luego, con sumo cuidado, envolver la punta y con impaciente avidez ir introduciéndola en la boca. Cuando sintió gran parte del m*****o en su interior, apretó los labios contorneándolo y succionando fuertemente, lo fue retirando. El hombre rugía de placer y Hannah, contagiada por ese deseo, embriagada, aceleró el vaivén de la cabeza , abrazando con su mano a la húmeda v***a para efectuar a la vez un movimiento giratorio que aumentó la rigidez del m*****o. El hombre había comenzado a hamacarse y Hannah se aferró a los muslos masculinos, acompasándose e incrementando la penetración. Un acuciante fervor los hacía incrementar el ritmo hasta que el hombre tomó con su mano al mojado pene, masturbándose y asiendo a Hannah por la nuca. La judía, totalmente en llamas, sostenía entre sus labios gimientes al caliginoso espolón, esperando con febril angustia la embestida final, que se concretó en un portentoso chorro de fluido seminal. Hannah sintió que por la lengua extendida, la lechosa y almendrada esperma llenaba su boca y al instante de tragarla, cuando la melosa crema corrió por su garganta fue como si un algo desconocido se cortara en su interior y liberara las tensiones, los miedos, los ignorados deseos insatisfechos y su intensa pasión nunca expresada. La calma del placer en estado puro la alcanzó y prosiguió sorbiendo dulcemente el m*****o hasta mucho después que se agotaron los restos de la eyaculación. Estremecida por las arcadas y violentos espasmos, se abrazó a los muslos del hombre y hundió la cara en el velludo pubis, besando y lamiendo con histéricas ansias hasta que, en medio de profundas contracciones vaginales, sintió derramarse como de un cántaro roto, el baño reparador que la inundó, empapando su sexo de fragantes mucosas. Conmovida por incontenibles temblores y ahogada por los sollozos, se deslizó avergonzada por las piernas hasta el piso. Sabía que su reacción, su enloquecida respuesta no era la debida; no sólo no se había opuesto a las exigencias del hombre sino que había derribado los muros de la decencia, entregándose con verdadero goce al placer inédito de la violación. El coronel la alzó en sus brazos con delicadeza, depositándola en la cama. Se acostó a su lado y mientras ella aun hipaba, apartó la roja melena de su cara y con la punta de la sábana la limpió de todo vestigio del sudor, lágrimas, saliva y semen con que estaba cubierta. Besó levemente sus ojos cerrados, enjugando las lágrimas que aun brotaban de ellos, bajó por las mejillas y rozó apenas los labios que aun acezaban roncamente, hinchados y febriles, ofreciéndose entreabiertos a la aguda punta de la lengua que se introdujo contra sus dientes, eliminando los últimos restos de esperma y realimentando la excitación de Hannah, cuya lengua salió instintivamente al cruce de la intrusa y se entreveraron en un delicado contacto que derivó en feroz batalla. Entretanto, los sabios dedos del hombre iban seduciendo a la piel candente de la mujer; hábiles, delicados y tiernos, se arrastraban furtivamente, fluyendo sobre la fina capa de humedad, apenas rozándola. Pequeñas arañitas parecían recorrer, sutiles, la ebúrnea epidermis ansiosa, casi con crueldad. Hannah sentía crecer otra vez esa angustiosa sensación en los riñones que la obligaba a curvar la espalda como buscando alivio a esa necesidad. El hombre dejó de besarla y su boca se concentró en los pechos que, temblorosos, recibieron el primer contacto con la lengua sobre el duro y excitado pezón. La punta de la lengua mojada lo rozaba, lo circundaba y lamía con morosidad, apartándose solamente para visitar la suavemente granulada y ahora casi violeta superficie que lo circundaba. Finalmente, los labios fueron sumándose a la tarea y comenzaron a sorber, rozando apenas al seno todo, recorriéndolo con intensos chupones que dejaban rastros cárdenos en la delicada blancura de la piel, ahora cubierta de un intenso rubor. La mano acometió similar tarea con el otro seno y los dedos estrujaronn, retorciendo la carne enloquecida por el deseo. Inconscientemente, Hannah acariciaba la cabeza del hombre que la elevaba a esas regiones ignotas del placer y aquel fue bajando su boca hasta el canal que dividía el abdomen, chupó con vehemencia el hoyo del tierno ombligo y se adentró en las ondulaciones musculosas del vientre que conducían al protuberante Monte de Venus, delicioso portal del sexo. Con extrema delicadeza, introdujo la afilada punto de la lengua en el nacimiento de la vulva, que se abrió en todo su húmedo esplendor, cuando la pelirroja las separó en respuesta a ese disparador. Dos dedos apartaron la maraña del inculto matorral de vello púbico y la lengua, picoteó obsequiosa en los pliegues rosados e inflamados del musculito sensible, erecto y vibrátil. Ese pequeño triángulo se convertía, lenta e inexorablemente, en un diminuto pene y su contacto con la lengua del teutón provocaba sensaciones jamás experimentadas en la joven. Los labios y la lengua del hombre conformaban una especie de mecanismo del placer puro. Esta última abría el camino a las anfractuosidades de los pliegues y repliegues de la vulva, hinchada y con tonalidades que iban desde el rosado del interior hasta el grisáceo casi n***o en el exterior. Los labios y los dientes sobaban y raían esa tierna carne y la lengua la socavaba, inundándola con la saliva. Tremolante, exploró toda la ardiente superficie hasta la misma entrada a la v****a para luego, como un pene vibratorio, hundirse envarada y con la punta engarfiada en la cavidad umbría, buscando penetrar las espesas mucosas que rezumaban desde el útero. Hannah tenía la certeza de haber perdido todo control sobre su cuerpo y las nuevas sensaciones la llevaban a exigir desvergonzadamente más de aquello que nunca había conocido. Mesaba con desesperación los cabellos revueltos y mojados de transpiración, sus dientes se clavaban en los labios que humedecía con la lengua y lágrimas de placer rodaban por sus mejillas. Las manos del hombre empujaron sus nalgas, alzándolas y su lengua jugó con el n***o agujero del ano durante unos momentos, hasta que la misma Hannah, tirando exigente de sus cabellos, llevó nuevamente sus labios a la vulva y sosteniéndolos apretadamente contra el sexo con ambas manos, comenzó a agitar la pelvis, acompasándola al ritmo de la boca. Mientras él sorbía con voracidad el líquido formado por su propia saliva y el flujo vaginal en furiosas embestidas de la boca al sexo, dos dedos intrusos se sumaron al banquete de la sensibilidad, abriéndose camino entre los apretados músculos de la v****a, acariciando y rascando el interior del encendido cráter. Como ágiles p***s, entraban y salían veloces, buscando un algo misterioso en la cara superior hasta que se alojaron sobre una prominente hinchazón y friccionándola fuertemente, la hizo vibrar con alucinante ansiedad. Las manos de Hannah colaboraban en esa vorágine del deseo, tanto restregando su propio sexo, como estrujando con exaltada ardor los senos, hasta que sintió el líquido peso de su orgasmo deslizándose con pujanza a empapar el sexo y fluir hasta el ano. Con un grito bronco y salvaje, aprisionó la cabeza del hombre entre sus tensos muslos, al tiempo que se retorcía con desesperación y el hombre, enloquecido de pasión, se desprendió bruscamente de las piernas, abalanzándose sobre su cuerpo. Ambos se fundieron en un violento abrazo, sus voluntades arrolladas por la ansiedad del goce sin límites. Sus manos, dedos, labios y lenguas, despertaban incendios por donde pasaban, verificando la consistencia de las carnes de muslos y pechos; pellizcaban las caderas, repasaban las nalgas, se hundían en cada oquedad, separaban, lamían y sorbían las profundidades fruncidas. El sudor chorreaba por sus pieles, ocasionando chasquidos aceitosos que acompañaban a los murmullos irrefrenables de pasión, los bramidos animales del hombre y los gemidos sollozantes de la mujer, quien sacudía las piernas en un fingido gesto de huida, pero en realidad aferrándose a su captor, con su lengua estremecida por la golosa succión de los jugos masculinos. El lamía el dorso interior de los muslos, sorbiendo con deleite los arroyuelos que manaban desde los largos, sedosos y empapados pelos del sexo y, encaramado sobre la mujer, su cabeza se hundía en la generosa pelvis que lo recibía con regocijo. Hannah jamás había experimentado semejantes emociones y la cantidad y abundancia de sus orgasmos la asombraba, ya que con su marido, los conseguía escasa y tardíamente. Desesperada lo abrazaba como si fuera a precipitarse en un abismo, lo obligaba a tenderse de lado, bajo ella, sobre ella, enredaba sus piernas a las de él, le buscaba la boca, la penetraba con su lengua y, con amorosa devoción tanteaba a la búsqueda del fláccido m*****o. Delicadamente lo acariciaba, buscaba su testa y la llevaba a la boca temblorosa, besándolo antes de desaparecerlo por entero en la húmeda caverna y allí, lentamente, al estímulo de labios y lengua, fue cobrando vida, recuperando el tamaño asombroso que la fascinara. Fundidos, parecían hechos el uno para el otro, moviéndose a compás lograban un encaje perfecto, una superposición inigualable. Los cuerpos no se desajustaban y con cada movimiento, piernas, brazos y vientres parecían ceñirse aun más y mejor, exprimiendo del otro los más profundos placeres. Los brazos velludos y las fuertes piernas que atenazaban a Hannah se detuvieron por un instante y luego, con el empuje de un ariete, la v***a penetró con violencia las excesivamente lubricadas carnes de la mujer. Hannah recibió gozosamente la irrupción del grueso falo, sintiendo como perforaba, hería, desgarraba y laceraba sus entrañas. La espera había sido tan satisfactoriamente recompensada que, por un instante, se paralizó. Salvo al parir a su hija, nunca había sentido en su v****a la presencia de algo tan enorme. El hombre retiró el pene lentamente para volver a penetrarla con tal ímpetu que ella sentía como la punta ovalada y carnosa se estrellaba profundamente en la v****a con tal vigor que ella creía morir de angustia en cada embate. Esto no tenía nada que ver con los conejiles esfuerzos con que la penetraba Marco. Cada golpe de la v***a, abría paso a una nueva fuente de placer. A veces, él estregaba el glande contra su clítoris y luego, como vigorizado, la penetraba furibundo. Con cada vaivén, iba alzando y encogiendo sus piernas hasta llevar las rodillas junto a sus orejas, elevando las caderas para modificar la posición y los ángulos de la penetración El deseo contenido atenazaba los músculos del cuello de Hannah, las venas se hinchaban y su cara estaba congestionada por la fuerza que ella misma ponía en facilitar la intrusión. Sus manos convulsas se aferraban a las sábanas, rasguñándolas y su cabeza se agitaba con desesperación como si quisiera perforar la almohada mientras profundos jadeos brotaban desde la boca reseca. Alternativamente, oleadas de un calor insoportable alternaban con caídas a una oscuridad abisal, sumiéndola en ínfimas pérdidas de conciencia que aumentaban su frenesí al recobrarse. Cuando parecía que su mente afiebrada ya no soportaría más la tensión y que su cabeza estallaría, el coronel, con un hábil giro de su cuerpo, se colocó debajo de ella. Las rodillas de Hannah se acoplaron al cuerpo del hombre mientras su mano buscaba ansiosamente el m*****o que había salido de su sexo. Cuando lo encontró, lo frotó vehemente a lo largo de la vulva y con un dulce gemido, se penetró a sí misma hasta sentirlo por entero dentro suyo. Tomándola por las caderas, él propició un suave y cadenciosa galope. Sin dejar al m*****o salir de su interior, fue flexionando sus piernas para jinetear la poderosa v***a y sus senos iniciaron una perezosa levitación. Al principio ascendían al unísono, sólidos, turgentes, pesados, colmados de sangre y deseo, pero cuando ella se inclinó de costado acelerando el flexionar de las piernas, se rompió el balance y uno de los pezones superó levemente el nivel de la carrera. El equilibrio se rompió definitivamente y el seno vencedor avanzó sobre el perfil del rezagado, pero el otro volvió a igualarlo, lo superó y, alcanzado ese punto cúspide, volvieron a descender igualados, con el mismo esplendor que impulsó la subida. La roja melena se sumó a la cabalgata infernal, aureolando de fuego el rostro encendido por el goce de Hannah, que alternaba la mordida furiosa de sus labios con una sonrisa espléndida e incontenible. El alemán interrumpió la danza de los senos, estrujándolos con sus manos, retorciendo entre los dedos los duros pezones y logrando que la mujer aumentara la intensidad del balanceo, penetrándose aun con mayor intensidad. Sus manos que colaboraban en impulsar las caderas atrás y adelante, las abandonaron para dirigirse autónomamente, una a la hendedura entre las nalgas, merodeando y excitando al ano, en tanto que la otra se dedicó a restregar al clítoris y ya, totalmente enajenada, dos de sus dedos se hundieron junto al falo. Enardecida, ebria de deseo, dejaba escapar de su boca un ronco bramido y los flancos se agitaban trémulos en convulsivas contracciones. Al verla tan fuera de control, deslizándose, el hombre se arrodilló detrás y empujándola por la espalda hasta que quedó apoyada en los codos, la poseyó decididamente desde atrás. La posición de Hannah, con las ancas alzadas y los hombros bajos, hizo que el magnífico falo se deslizara en la v****a como por un conducto natural. Ella sentía toda la reciedumbre del m*****o escarbando sus entrañas e involuntariamente, comenzó con un movimiento de encoger y estirar su espalda. Se tensaba como un arco con los senos colgando y luego, al relajarse, los aplastaba contra la rugosidad de la sábanas, sacudiendo la grupa para sentir aun mejor la soberbia agresión. El comenzó a imprimir al pene un movimiento giratorio, revolviendo la dura carnadura contra las paredes de la v****a y los pulgares comedidos colaboraron en la penetración. La sensación de placer era innenarrable. Se ahogaba con su propia saliva y los estertores brotaban entrecortados de su pecho. De pronto, el hombre retiró el m*****o y un incontenible derrame de la melosa esperma cayó sobre el sexo y el ano de Hannah. Tomando el pene con su mano, él comenzó a esparcirlo en burdas pinceladas por la palpitante apertura. Su mano libre presionaba al alzado trasero, allí, donde dos encantadores hoyuelos marcaban el nacimiento de los macizos glúteos y lenta, muy lentamente, fue introduciendo el pene en la cerrada oscuridad del ano, cuyos esfínteres ofrecieron escasa resistencia. Hannah recuperó la lucidez de pronto y su garganta ya le proponía el grito de dolor cuando, súbitamente, la intrusión más profunda le entrego un relámpago deslumbrante de placer que, partiendo desde el ano, recorrió su cuerpo y se alojó en la nuca, inundando sus sentidos de inefable goce. Lentamente, el hombre se hamacaba y el contradictorio dolor-goce la sumía en sensaciones terminales como nunca había experimentado en su vida, aun durante el parto. Lloriqueaba y reía de placer, agradecida al hombre que la hacía vibrar así. Sus manos se engarfiaban a las arrugadas sábanas como si quisieran rasgarlas y su boca rugiente se hundió mordisqueando en la almohada. El hombre se había doblado sobre ella y, mientras una de sus manos atenazaba un seno, la otra restregaba duramente al clítoris. Un tormentoso escándalo de emociones parecía estallar en sus entrañas y cuando ya se le hacía difícil soportar tanta dicha contenida, sintió una marejada de hirvientes caldos que la invadían sofocándola con su intensidad y, a pesar de los remezones del hombre, se hundió en una dulce y pesada oscuridad. Cuando recobró la conciencia todavía estaba tendida sobre las sábanas humedecidas por el sudor y los fluidos. Convulsionado, su cuerpo parecía desmembrado; sin embargo, no estaba dolorida sino que por el contrario, una sensación de estar flotando en un líquido de pegajosa consistencia le proporcionaba un bienestar y una plenitud que invadía su cuerpo y su mente, mientras de su sexo aun brotaban los espesos humores del placer y el goce era tan intenso que los sollozos la ahogaban y gemía descontroladamente.
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