Capítulo I Curso de idiomas
Es que: su única importancia de por vida ha radicado en su similitud, ese doble sentido que a lo mejor es uno.
Daniel Sada, Una de dos
Era imposible que lo que Natalia me contó fuera cierto. Sopesé las posibilidades y en ninguna estaba la que ella me había dicho. Es que era inconcebible: había escuchado casos similares, pero ninguno como el que ella me relató. Aun así, hice la tarea. Fui a la Biblioteca Nacional y busqué en todos los libros relativos al tema algún registro de lo que ella me había comentado.
Nada. No había nada. Busqué en los volúmenes novísimos que tenían compilados artículos indexados del anterior año. Nada. No había nada. También busqué en volúmenes en distintos idiomas. Bueno, en inglés no había nada. El francés no lo hablo, así que ni siquiera hice el intento. Hablo un portugués que me alcanza para ir al baño sin equivocarme, para decir mi nombre, “gracias”, y para pedir el almuerzo del día sin que me pasen algún plato exótico. Sin embargo, puedo leer portugués a la perfección siempre que tenga un diccionario que coadyuve al objetivo. Así que decidí buscar en portugués y encontré algo que me dio luces sobre lo que Natalia me había contado.
Aunque en esa revista de divulgación científica leí un caso parecido al que ella me había comentado, tampoco le creí. Según ella había existido un hombre que tenía un trastorno psicológico que le hacía creer que tenía dos cabezas. Él estaba harto de su condición porque decía que una de las dos cabezas siempre le llevaba la contra a la otra, de tal manera que llegó un punto en el que la indecisión de sus dos cabezas lo llevó al borde de la indolencia absoluta. El hombre, harto de sus dos cabezas, había decidido deshacerse de una de ellas disparándole. Según Natalia el sujeto en cuestión había muerto de viejo, en perfecto estado de salud y convencido, hasta el último hálito, de que solamente una de sus dos cabezas reposaba sobre su cuello. Cuando le conté a Natalia la historia de cómo había aprendido portugués, tampoco me creyó. Y no esperaba que me creyera.
Aprendí portugués cuando viví en Barcelona. Pagaba un piso compartido, de tal manera que personas de distintas nacionalidades iban y venían; en ese trajín llegó Bruna al alquiler. Era nueva en la ciudad así que me pedía ayuda a toda hora. No le importaba si me veía llegar aún con bata en la mañana. Le tenía sin cuidado que yo estuviera en mi pieza follando o en las suaves garras del onanismo. Bruna golpeaba mi puerta y me decía: “Gilberto, necesito tu ayuda, tengo que comprar la basura.”, no se dice “comprar”, le decía yo, se dice “coger”. Ella me respondía que en sus clases de español en Curitiba le habían recomendado con mucha insistencia que evitara usar la palabra “coger”. ¿Por qué?, preguntaba yo. Se sonrojaba y cambiaba el tema.
Bruna era bastante impertinente. No era raro que llamara a mi puerta y me dijera que esta vez sí era urgente, que un familiar había llegado a la ciudad, o que tenía que entregar un paquete en un sitio que le parecía peligroso, o que debía ir a visitar a alguien en el Centro donde yo hacía mis prácticas. Con molestia yo dejaba a un lado lo que estuviera haciendo y la acompañaba.
Una noche, al lado del Barrio Gótico, adoptamos un gato callejero que estaba malherido. Había sido atacado a piedrazos por niños, o tal vez fue perseguido y casi desgarrado por perros callejeros. En esa época era común ver a niños persiguiendo gatos con resorteras, pues se aburrían de los pájaros y preferían correr detrás de los felinos por las calles anejas a La Rambla, eran capaces de llegar incluso hasta el monumento de Colón. Le pusimos de nombre Arthur en honor a un cuento que Bruna había leído al llegar a Barcelona. Aunque lo propio sería decir que ella lo nombró, yo solo fui un espectador del bautismo del gato. Luego de que ella fungiera como Juan el Bautista, lo llevamos al piso. Nunca hice buenas migas con él. Parecía una cola de Bruna. Cuando ella estaba fuera, él se sentaba todo el rato al lado de su pieza y no se movía hasta que ella llegara.
A pesar de que Bruna me pedía ayuda, tenía su propia vida. Nunca me comentó más de lo que quería que supiera. A veces creo que mentía y que lo que me contaba de su niñez y de su adolescencia era más bien un invento, un paliativo de su mente para reprimir recuerdos insanos. Como si en algún punto ella hubiera racionalizado su pasado para inventarse uno que la hiciera feliz. Bruna salía a horarios disímiles, y yo no sabía cuándo la encontraría en casa.
Estaba al tanto de las excusas que ella usaba para sacarme del piso, pues al final no hacíamos nada de lo que ella había dicho que era urgente. Acabábamos caminando y burlándonos de los extranjeros. Aunque nosotros también lo éramos, sentíamos esa ciudad como nuestra. Tal vez uno siente una ciudad como propia cuando sufre en ella. Los turistas siempre se veían contentos. Su alegría nos fastidiaba y acudíamos a la risa para ocultar nuestra tristeza. Nunca la evité ni reclamé su actitud, quizá por mi vocación profesional o porque en realidad casi nunca tenía algo mejor que hacer.
La única vez que resultó ser real lo que ella me había dicho para sacarme de casa, también fue la última vez. Hasta rima: última-única; única-última. La acompañé hasta la clínica en la que hacía mis prácticas. Yo sabía que había un ala en el Centro que se encargaba de las investigaciones en salud con seres humanos. Era un secreto a voces que la clínica aceptaba realizar estudios que los hospitales más renombrados y mejor equipados consideraban inviables. Por otro lado, en España se hacían estudios que en otros países de Europa se habían prohibido de entrada, con la sola revisión de los informes entregados en papel o enviados por fax. Después, decían algunos médicos, los medicamentos que se aprobaban eran comercializados en países como en el que yo había nacido. Al comienzo ni siquiera los vendían, sino que empezaban campañas gratuitas y, si no había quejas, o, si estas no trascendían en los medios de comunicación, comenzaba la venta real.
Los protocolos de investigación eran más flexibles en España. Muchos medicamentos que tenían como efectos secundarios “Cefalea, náuseas y otros” habían tenido su fase final de investigación en la clínica donde ahora Bruna estaba entrando.
¿Estás loca?, le dije, mira que todos sabemos que las prácticas con seres humanos en esta clínica son las peores; te recomiendo mejor ir al Hospital Universitario, o al Clínic, ambos tienen buenas plantas de investigación con seres humanos y no son comidilla de pasillos por sus pésimas prácticas. Hice énfasis en “prácticas” con mis dedos y abrí los ojos para que Bruna me entendiera. No puedo, ya me pagaron el primer tercio, respondió. Su beca le alcanzaba para pagar el piso y algunas cosillas más, decía, pero hasta antes de acompañarla a la clínica yo ignoraba de dónde sacaba dinero para pagar el resto de cosas. Sus padres no eran una ayuda, y no porque no quisieran, sino porque los hermanos de Bruna estaban apenas terminando la primaria, o al menos eso había asegurado ella.
La acompañé hasta antes de que entrara a los cuartos de análisis del sueño. Saludé con algunos colegas que tenían turno esa noche y después volví a casa. Bruna no volvió en la mañana, así que en la tarde aproveché que debía ir al Centro para preguntar por ella. Me dijeron que ya había salido y me indicaron su rúbrica en el registro de salidas de la clínica. Nos habremos cruzado en el camino, pensé.
Al siguiente día la vi en casa. Me dijo que no sabía para qué eran las inyecciones que le habían puesto, pero que desde entonces le dolía la cabeza y sentía que sus ojos salían de sus cuencas y topaban el piso como esos yoyos con los que jugaba de niña. ¿Tú nunca jugaste con yoyos?, me preguntó. No, le respondí, yo era más de videojuegos, Mario Bros, Mortal Kombat, Metal Slug, Street Fighter.
Me pareció raro que no le dijeran para qué eran las inyecciones que le habían aplicado. Los tratados internacionales sobre investigación con seres humanos obligan a que quienes hacen este tipo de pruebas informen a los participantes todo lo relativo a medicinas que les son aplicadas; de lo contrario, se entiende que no es posible que den su consentimiento informado. ¡Informado!, grité cuando acabé de comentarle a Bruna sobre los convenios.
Esa semana fue en la que aprendí portugués porque cuidé de Bruna mientras ella estaba en cama. Del piso nadie más quiso hacerse cargo de ella. Bruna desvariaba y hablaba solo en portugués. A veces utilizaba un poco de español, sobre todo si yo no entendía un carajo de lo que decía. Lo único que decía en inglés, quizá a modo de agradecimiento, era “Sudamerican Power”, y lo decía cada vez que alguien del piso se iba sin decirnos nada, y sin preguntar cómo estaba ella.
Cada tanto le ponía paños fríos en la frente y le daba pastas, ella me decía “obrigado”. Yo repetía esa palabra en mi cabeza como si alguna vez fuera a salvarme la vida. En algún lado leí que en la segunda guerra mundial un soldado español se salvó de los rusos porque mientras lo torturaban se le escapó un “¡Coño!”, y uno de los soldados, que hablaba un incipiente alemán, creyó haber escuchado “¡kunst!”; debido a la relación de esa palabra con el arte relacionó a su vez al soldado torturado con un artista, así que recomendó su liberación. Quizá esa era la manera en la que yo creía que “obrigado” me salvaría la vida. Pero lo pronunciaba mal, lo decía omitiendo la “d”. Bruna me decía que no estaba mal la omisión de la “d” porque había dialectos que también la omitían, pero que lo que sí estaba mal era pronunciarlo como yo lo hacía, es decir creyendo que estaba bien dicho. Eso entendí yo en el pobre portugués que alcanzaba a escrutar. Quizá dijo otra cosa, nunca lo sabré.
Al tercer día Bruna no presentaba mejoría, más bien empeoraba. Tuve que bañarla como a una niña porque íbamos al hospital y ella no quería ir maloliente. Dijo que como fuera aguantaba que cuando ella pasaba musitaran “sudaka de mierda”, pero que no podría soportar que le dijeran que además de “sudaka” era “apestosa”, porque ella no lo era y sus padres le habían enseñado que por más pobreza en la que se viviera nunca hay que dejar de oler bien.
Su cuerpo parecía un pichón sin plumas a punto de morir por la lejanía del pico materno. Los escalofríos la hacían temblar y yo debía combinar por turnos agua fría y caliente solo para que ella dejara que el agua la tocara. Sabía que no era recomendable cambiar la temperatura del agua, pero no estaba con ella como trabajador de la salud.
Su desnudez se presentó ante mí como un colgajo de tristezas arcanas. No le pregunté sobre las cicatrices en sus muñecas, ni sobre las estelas que en su espalda indicaban una existencia continua de costras heredadas. Me imaginaba que las pocas veces que su cuerpo parecía haber amado eran escasísimas frente a las veces en que su cuerpo debió haber sido objeto de violencia.
Ahora que pienso en su delgadez, recuerdo aquellas fotos que hace algunos años aparecían en las revistas, mucho antes de que las modelos de eso que llaman “talla grande” se pusieran de moda dentro de la moda. Sus senos se asimilaban a un atávico intento de la adolescencia por convertirse en adultez: la piel como una paupérrima intelección de la supervivencia de la especie. Eran los senos menguados de los animales ferales que alimentan a sus crías con aire. Tenía mucho vello por todos lados. En su rostro se notaba la sombra del vello rasurado hace no mucho y su bozo era más notorio que el mío.
En esa semana el gato de mierda perdió el apetito y no dejaba a Bruna ni siquiera cuando la estaba bañando. Tuve que traer una tinaja para meter al gato en el agua sin que estorbara a Bruna. Contra mis predicciones, el gato no se molestó con el agua. Jugaba con sus garras, las movía como partiendo el líquido, sin darse cuenta de lo infructuosos que resultaban sus manotazos.
Evité preguntar a Bruna si quería que llamara a Brasil para avisar de su estado a sus familiares.
Al quinto día ella cayó inconsciente. Fui cabreado al hospital con ella, y le pregunté al doctor que manejaba el ala de experimentación qué mierda le habían inyectado a Bruna. Ella se está muriendo, ¡malparido hijueputa! Nada. ¿Qué?, ¡debe haber un error!, ¡a mí no me engañas, gonorrea! Sí, nada.
Dentro de este tipo de investigaciones siempre había un paciente del grupo al que le suministraban paliativos, así podían evaluar de mejor manera los efectos secundarios de los pacientes sobre quienes sí habían aplicado los medicamentos verdaderos. Desde ese día ella quedó interna en la clínica para que le realizaran evaluaciones.
El día siguiente regresé al piso porque se terminaba la semana que había pedido de vacaciones en las prácticas y debía acicalarme para retornar a las labores médicas. La ventaja de ser practicante era que podía ajustar mis horarios según mis tiempos. Había personas que completaban las horas que necesitaban cumplir en un tercio del tiempo que yo calculé que me tomaría cumplir las mías. ¡Menudos listillos!
Bruna no mejoraba y debí avisar a su familia en Brasil que estaba interna ya una semana y que no despertaba de su inconsciencia. Los doctores dijeron que si seguía así tendrían que inducirle un coma. Entre sus números de emergencia marqué el primero precedido de 0055, sonó tres veces y me mandó al buzón. Marqué el segundo número y pasó lo mismo. El tercer número me comunicó con alguien que respondió en un portugués golpeado. Había olvidado que no podía hablar portugués, así que lo único que atiné a decir fue “Bruna. Bruna. Hospital. Hospital. Muerte. Mort. Morte. Morte”. La voz me preguntó agitada algo que no entendí por el apremio de la llamada. Luego colgaron. Supe lo poco que importaba Bruna a su familia. Pienso que me preguntaron algo relacionado con ella y con algún dinero que había prometido enviar. Tal vez esté equivocado, pero eso creí escuchar.
Ya en el piso decidí entrar a la pieza de Bruna para buscar algún indicio que me dijera qué podía haberle pasado. Entre los papeles inclasificables de su escritorio hallé una hoja volante que decía que se requería gente dispuesta a ayudar a la ciencia, y que sugería un p**o nada despreciable. Revisé la dirección. Estaba seguro de que ahí no había algún establecimiento relacionado con la salud; a menos que lo hubieran abierto en los últimos tres meses, pensé.
Me volqué hacia las páginas amarillas de la Guía telefónica y, en efecto, no había clínica alguna en ese sitio. Lo que sí encontré era la referencia de una revista o algo por el estilo. El nombre era de lo más extraño. No entendía por qué alguien le pondría un nombre tan estrambótico a una revista. Si yo fuera un posible lector, el nombre de esa revista mermaría mi interés de leerla.
Fui hasta el sitio y era un edificio corriente situado hacia el Parque del Carmelo, cerca de la Carrer de la Conca de Tremp. No había clínica y el lugar parecía lo que era: una oficina de algún periódico o de alguna revista. La fachada era igual que todas las fachadas de la manzana y las balaustradas de no pocos balcones sobresalían a lo largo de la cuadra. Los balcones de la revista eran los únicos que no tenían masetas con las plantas atiborradas de flores que ornamentaban toda la cuadra. Entré a la sala de estar y tuve la impresión de que desde hacía mucho nadie ajeno a la revista había entrado por su propia voluntad en aquel sitio. El sillón en el que esperé tenía una fina capa de polvo, solo perceptible al tacto.
La secretaria que me atendió respondió con dubitaciones acerca del anuncio que encontré en la pieza de Bruna. Primero me dijo que me había equivocado de dirección y que ahí ya no funcionaba la clínica. Ante mi insistencia cedió. Me dijeron que esa campaña ya se había terminado, pero que si quería podía darles algún número de teléfono para que en un futuro me llamaran. Otra secretaria añadió que ellos eran unos simples intermediarios con la clínica. Que sí, que la clínica había funcionado en ese sitio, pero que se había trasladado y que ellos cobraban una comisión por cada paciente que enviaban. Jamás me darían la dirección de la supuesta clínica. Dejé el número del móvil que había estrenado hace poco y que se asemejaba a un ladrillo, al lado escribí un nombre falso. En realidad el nombre no era falso, sino un anagrama de mi segundo nombre. Lo último que sentí antes de salir fue que querían deshacerse de mí lo más rápido posible.
Apenas tenía un tiempo libre, visitaba a Bruna. Procuraba almorzar cerca de donde su cuerpo yacía aún con vida. Si tenía que trasnochar en la Clínica, acompañaba el manojo de vida que pendía del Monitor de signos vitales. Con cada cambio de tonalidad yo me despertaba desesperado y revisaba cada uno de sus signos vitales.
Una noche vi a una chica que hizo la tentativa de entrar al cuarto donde estaba Bruna. Al verme salió de inmediato. Salí tras ella lo más pronto que pude, pero había desaparecido quién sabe por dónde. Le pedí al jefe de los celadores que me permitiera ver las cámaras. No fueron de gran ayuda porque esta chica entró y salió del hospital sin alzar la vista, como si supiera que si veía alguna de las cámaras yo vería su rostro. Revisé otros vídeos. La chica no apareció más que esa vez, o quizá fue la pésima calidad de los vídeos lo que me impidió hallarla de nuevo. Cuando los dedos me dolieron por sacar y meter los inmensos casetes en la máquina de reproducción, decidí no seguir intentando.
Le comenté al doctor del ala experimental sobre la hoja volante y el sitio al que fui. El mohín en su rostro se volvió inescrutable. No se meta donde no lo llaman, me dijo. Tenga cuidado porque esa gente es peligrosa, acabó. Mi avalancha de preguntas no esperó. Él no respondió ninguna y entró a su oficina cerrando su puerta en mi cara. Lo último que oí antes de irme fue la trituradora de papel en marcha.
Bruna desapareció del hospital seis semanas después de que cayera inconsciente. Según la historia clínica ella padecía un cáncer cerebral que había hecho metástasis en algunos órganos y requería atención más especializada: terapia del dolor o medicina paliativa. Lo raro es que la historia clínica no estaba basada en exámenes, ni nada parecido, simplemente habían puesto eso como condición necesaria para dejar salir el puñado de huesos en el que se había convertido Bruna.
Un familiar suyo llegó a reclamarla porque le habían dicho que Bruna había muerto. Yo tuve que estar presente en todo el papeleo porque en la clínica anotaron mi número de móvil y mi ID en donde pone “Allegado o responsable de la paciente”. Intenté hablar con el señor que estaba reclamando el supuesto c*****r de Bruna, pero fue imposible. Su portugués era, al parecer, tan pobre como el mío. Sin embargo, intuí que en español se desenvolvía mejor. Aun así no pudimos hablar, era claro que él no lo quería así. No me preguntó qué le pasó a Bruna y tampoco vi lágrimas cuando hubo llegado al Centro a no hacer nada, a encontrarse con la ausencia de un c*****r que quizá le daba la esperanza de un cuerpo no yerto. Lo que decían los registros era que un familiar se la había llevado a una clínica más grande y adecuada. La firma de quien se había responsabilizado era una traza ininteligible que podía significar cualquier cosa. Aquella clínica no existía y el nombre de quien se había adelantado al familiar de Bruna era falso.
En las cámaras encontré un vacío que coincidía con la desaparición de Bruna. Cuando empecé a ver los vídeos su cuerpo aún era un ente sensible a las cámaras; luego del vacío, su cuerpo había desaparecido. El celador no sabía nada, por supuesto. Le ofrecí un poco de plata, pero aunque aumentara la cantidad él no estaba dispuesto a ceder.
Investigué por mi cuenta sobre los volantes que había encontrado en la habitación de Bruna, pero hay hilos que a los humanos mortales como yo les son vedados. Mi investigación murió cuando volví al edificio cerca de Parque del Carmelo y las instalaciones donde había dejado mi número estaban vacías. Había un teléfono para preguntar por el alquiler. Anoté el número pero nunca llamé. Quizá el doctor del ala de investigaciones tenía razón y no debía inmiscuirme en lo que no me competía.
Lo que sí descubrí fue que es común que personas del tercer mundo se presten para estos experimentos. Además, también es común que se presten para ser cobayas en varios experimentos al mismo tiempo; esto último me dio mucha risa. Los médicos que hacen investigación en salud con seres humanos terminarían siendo cazadores cazados.
Supongo que estas personas piden prestadas muestras de orina a gente de confianza para pasar los filtros médicos. O quizá haya una red clandestina de traficantes de orines que los venden a pedido. Digamos, en el caso de Bruna, me imagino que ella pedía orines de una chica soltera, sin hijos, de 24 años con un índice de masa corporal de 24.2. Al fin y al cabo, la imaginación humana es infinita para lucrar con la miseria del prójimo. O tal vez estoy fabulando demasiado.
En total Bruna estuvo en mi vida durante cuatro meses, incluyendo las semanas que estuvo inconsciente antes de desaparecer. Las cosas que dejó en su cuarto no las reclamó nadie, así que me hice con ellas. Igual, no eran muchas. Un par de libros de Vinicius de Moraes. Un montón de post-it con frases escritas en portugués y pegadas sobre el espaldar de su cama sin un orden aparente. Números de teléfono escritos en las esquinas de papeles volantes. Su ropa, que luego descubrí que era de segunda o tercera mano. Artículos de belleza que eché en la basura. Comida de gato que ya se había echado a perder. El gato se había escapado, o tal vez alguno de los europeos con quienes compartíamos el piso lo dejó salir. Nunca volví a ver al felino.