Me gusta decir que la autoestima de una mujer es un rompecabezas de 1000 piezas. Puede que te hayas esmerado mucho tiempo en armar la imagen completa, pero si has perdido una de las piezas, tan solo una, te sentirás inconforme y tu rompecabezas nunca estará completo.
Lo mismo nos pasa a nosotras, puede que lo tengas todo, un bonito par de ojos, unos senos firmes, piernas tonificadas y agrégale todos esos atractivos de las féminas que puedan imaginar. Pero si hay algo que falta, el resto no valdrá en nuestra cabeza. Te considerarás fea, poco agraciada y miserable.
El inconformismo es también un veneno muy peligroso pero ¿somos culpables de ello? Todos queremos lo que no tenemos. Por lo que buscamos y buscamos sin poder encontrarlo. Cuento todo esto porque esa es la historia de mi vida, la cual veo volver a repetirse sentada en una de las esquinas de este Starbucks cerca de mi trabajo.
Puede que el Raspberry passion tea que estoy tomando y mi imagen de ejecutiva concentrada en trabajar en su laptop, me hagan parecer como que me deshiciese con éxito de un desconocido que intento abordarme. Lo corte en un instante, apenas estaba apartando la silla frente a mí y sonriéndome coquetamente antes de que le dedicase una mirada cortante, de “está ocupado”. El hombre se fue apenado.
Nunca he tenido problemas con decir que no. Porque todo me lo he ganado a pulso, imponiéndome, siendo fuerte. Pero la cruda realidad es que si Olivia Sánchez fuese otra, si no me sintiese como un rompecabezas con una pieza amputada, habría dicho que sí a ese hombre. Sí a que se sentase, sí a que hablase conmigo, sí a que siguiese el coqueteo, y sí a que siguiese mirando mi escote.
Porque era muy atractivo, porque pude ver cómo sus brazos musculosos quedaban grandes en esa provocativa camisa de deportiva, y porque sentí un cosquilleo en mi entrepierna necesitado de ser satisfecho.
Pero mi inconveniente con rechazar a ese hombre estaba ligado a algo más profundo. No era que estuviese insegura de mi nariz, no es que me sintiese mal por el tamaño de mi trasero, no es que me considerase en la actualidad terriblemente fea. Se trataba de la presencia de algo, algo que nadie me creería si se lo dijese y con la imagen que sé tengo. Ese algo era mi himen, porque sí, a mis recién cumplidos 30 años de edad, yo era virgen.
He de suponer que mientras sigo esperando a mi hermana Alba que hoy llega al país, usaré este tiempo para hacer mi actividad favorita: procrastinar, fingiendo que trabajo, el mejor tipo. ¿Y cuál actividad me resulta más gratificante en estos momentos? El explicarme por qué diablos soy virgen con 30 años.
Cuando digo que soy virgen, es que lo soy por completo. No virgen por el ano, no virgen de tríos, no virgen de orales. Lo digo con certeza, completamente virgen, tan virgen como la virgen María; tan virgen como Santa Teresa de Ávila. Nada de nada, si acaso unos cuantos besos castos.
Y aquí es donde comienza el juego de las adivinanzas ¿por qué Olivia es virgen? Lamento decepcionar a quien esté escuchando mis pensamientos, pero no es nada relacionado con lo de llegar pura al matrimonio por convicciones religiosas. Tampoco lo es para conservarme por voluntad propia para el amor verdadero, un ejercicio de auto respeto, que soy asexual, que tengo algún síndrome raro relacionado con mis órganos sexuales, nada de eso.
La verdadera, dolorosa y triste razón para serlo, es que esta mujer odia su cuerpo, a esta mujer le da asco su cuerpo, y ha sido incapaz de llegar tan lejos con un hombre para dejarlo ir más allá. Todo este trauma parte de mi niñez, de niña yo era obesa, y nada nuevo bajo el sol, a los niños gordos los acosan más si no tienen padre; más si todos los maestros se hace de la vista … gorda. “Olivia la gorda” me llamaban en una comparación detestable al amor de Popeye el Marinero.
Las burlas a mi cuerpo derivaron en bulimia, y fue una batalla difícil de superar. Hasta que mi abuela me capturó infraganti en el baño y me llevó a rastras a un psicólogo. También llevó a rastras a mi madre en las 5 horas libres que le quedaban por día a la pobre. Mantener a dos hijas pequeñas y a una madre anciana no es económico, ni sencillo para una mujer sola.
Y las canas verdes que le saque a mi abuela no fueron en vano, porque pude recuperarme. Después de muchas terapias, dietas controladas por cientos de nutriólogos hasta encontrar el indicado, miles de horas de entrenamiento y uno que otro baypass gástrico, pude sobrevivir. En la actualidad soy gerente de Marketing de una empresa bien posicionada; tengo una casa; tengo un auto; una moto; dos bicicletas y una Gata que finge odiarme pero sé me soporta. Aun así falta, falta en mi rompecabezas, el dejar de ser virgen.
Ahora muchos dirán que las luces se pueden apagar, que nada más hace falta que abra las piernas y el susodicho mueva las caderas, y puede ser cierto, pero me he enfocado en otros aspectos de mi vida. Gratificantes, en los que sé soy buena. Y he dejado pasar este, pero ya esto está llegando a límites peligrosos como me lo hizo notar ese hombre que intentó abordarme hace poco.
Yo tenía ganas de tener sexo, quería sentir a un hombre dentro de mí, conocer esos manjares que el sexo masculino pudiese ofrecerme. Pero mis propias inseguridades me habían impedido tener algo serio con alguien; y mis propias inseguridades me decían que una primera vez no podía darse con sexo casual.
Porque el sexo casual es simple y directo, duro algunas veces. No pido amor, pero suavidad, y yo sé que esto de ser virgen puede causarle morbo a algún hombre y que puede que me trate con suavidad, pero… debía comunicárselo y eso era tremendamente vergonzoso. Era experta certificada en peros y excusas, y esa era otra de las razones para estar en esta situación.
Quería sexo pero ¿Con quién? ¿Con quién? Por cierto, espero que todos esos que me acosaron estén pudriéndose en la cárcel o con 6 hijos cada uno. Qué bueno que mi terapista no me puede oír, si lo hiciese me regañaría.
Me diría algo como que soy otra mujer ahora, no solo bien preparada y con estabilidad económica, si no guapa y con un buen cuerpo. Yo admito también que algunos hombres y mujeres suelen mirarme con deseo, y cuando me siento desnuda frente al espejo al borde de mi cama, veo los motivos. En este presente en donde la dieta y el ejercicio son partes obligatorias de mi rutina, me veo objetivamente bien pero… en ese reflejo que llega a mi cerebro hay una sola verdad.
Siempre seré Olivia la gorda en mi cabeza, y eso me duele.